Por Nuria Barbosa León
La muerte duele, cuando el sabotaje mella. Fue el 4 de marzo de 1960. Cuba se describe a sí misma como entusiasmo, consignas, tareas, movilizaciones y futuro.
Las fuerzas de apoyo: excluidos por un siglo de dependencia y neocolonia; las víctimas del desempleo, el analfabetismo y la insalubridad; los descendientes de mambises; los seguidores de Fidel.
La contrarrevolución: los pocos beneficiados con el capitalismo; dueños de crímenes y torturas; soñadores del egoísmo por la propiedad y temerosos del cambio. Ellos fueron los aliados incondicionales del imperio para agresiones de todo tipo.
Estuve allí, fui el miliciano de guardia en los almacenes del puerto. La rutina del día fue interrumpida por la explosión a las tres de la tarde. Corrimos al lugar y la palabra es: ¡Horror!
Momentos antes, zarpó el barco francés La Coubre. Pocos conocían de su carga en las bodegas: pertrechos militares procedentes de Bélgica, importantes para la defensa del país. El estallido creó un hongo negro visto desde cualquier punto de la capital.
Al unísono, todo se convirtió en personas corriendo, alarmas de ambulancia, sirenas de bomberos y policía. Tráfico obstaculizado. Humanos y objetos desbaratados: sangre por doquier, sesos en el piso, cadáveres sin cabeza, piernas sueltas con el zapato puesto, cráneos deformados con los ojos botados, mandíbulas con sus dientes, huesos sin carne, cuerpos achicharrados, cosas consumidas por el calor.
Los gemidos se apoderan del coraje para no perder un segundo y enfrentar la situación. Inmediatamente todo fue auxilio.
Yo cargué a un desconocido en mi espalda y en una carrera apresurada lo saco hasta la línea del ferrocarril, cerca de la estación central para montarlo en un auto.
Es cuando veo al gigante de verdeolivo, con su barba tupida y caminando de prisa como si fuera a encarar al enemigo. Sólo podía ser él: Fidel.
Lo vi, por fracciones de segundo, un nuevo estallido nos lanzó suelo. La reacción no pudo ser otra: la bravura no dejaba espacio a las cavilaciones. Si él estaba allí, la orden se dio. Y aunque los metales de la segunda bomba se convirtieron en fina llovizna, el miedo se disipó y la solidaridad apareció.
Yo imagino aquel hecho como la guerra que se libró meses antes en la Sierra Maestra porque en pocos minutos aparecieron todos los dirigentes. Fue la primera vez que estuve al lado del Che y de Raúl, sin mencionar a los no conocidos que brindaron su hombro para cargar heridos.
Convencido quedé en aquel momento y seguro estoy ahora, que la Revolución no se destruye con bombas, todo lo contrario, se fortalece con valor.
La muerte duele, cuando el sabotaje mella. Fue el 4 de marzo de 1960. Cuba se describe a sí misma como entusiasmo, consignas, tareas, movilizaciones y futuro.
Las fuerzas de apoyo: excluidos por un siglo de dependencia y neocolonia; las víctimas del desempleo, el analfabetismo y la insalubridad; los descendientes de mambises; los seguidores de Fidel.
La contrarrevolución: los pocos beneficiados con el capitalismo; dueños de crímenes y torturas; soñadores del egoísmo por la propiedad y temerosos del cambio. Ellos fueron los aliados incondicionales del imperio para agresiones de todo tipo.
Estuve allí, fui el miliciano de guardia en los almacenes del puerto. La rutina del día fue interrumpida por la explosión a las tres de la tarde. Corrimos al lugar y la palabra es: ¡Horror!
Momentos antes, zarpó el barco francés La Coubre. Pocos conocían de su carga en las bodegas: pertrechos militares procedentes de Bélgica, importantes para la defensa del país. El estallido creó un hongo negro visto desde cualquier punto de la capital.
Al unísono, todo se convirtió en personas corriendo, alarmas de ambulancia, sirenas de bomberos y policía. Tráfico obstaculizado. Humanos y objetos desbaratados: sangre por doquier, sesos en el piso, cadáveres sin cabeza, piernas sueltas con el zapato puesto, cráneos deformados con los ojos botados, mandíbulas con sus dientes, huesos sin carne, cuerpos achicharrados, cosas consumidas por el calor.
Los gemidos se apoderan del coraje para no perder un segundo y enfrentar la situación. Inmediatamente todo fue auxilio.
Yo cargué a un desconocido en mi espalda y en una carrera apresurada lo saco hasta la línea del ferrocarril, cerca de la estación central para montarlo en un auto.
Es cuando veo al gigante de verdeolivo, con su barba tupida y caminando de prisa como si fuera a encarar al enemigo. Sólo podía ser él: Fidel.
Lo vi, por fracciones de segundo, un nuevo estallido nos lanzó suelo. La reacción no pudo ser otra: la bravura no dejaba espacio a las cavilaciones. Si él estaba allí, la orden se dio. Y aunque los metales de la segunda bomba se convirtieron en fina llovizna, el miedo se disipó y la solidaridad apareció.
Yo imagino aquel hecho como la guerra que se libró meses antes en la Sierra Maestra porque en pocos minutos aparecieron todos los dirigentes. Fue la primera vez que estuve al lado del Che y de Raúl, sin mencionar a los no conocidos que brindaron su hombro para cargar heridos.
Convencido quedé en aquel momento y seguro estoy ahora, que la Revolución no se destruye con bombas, todo lo contrario, se fortalece con valor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario