lunes, 28 de julio de 2008

Maicao en la década de los sesenta

Escrito por: Alejandro Rutto Martínez

Vamos a mirar la historia de Maicao paso a paso desde la década de los sesenta y años sucesivos, de los cuales puede dar testimonio este servidor como testigo presencial de varios de los hechos que se sucedieron en este pueblo de nuestros amores.

Antes que nada de nada debo hacer dos advertencias:

1. Este registro no puede ser completo porque me limitaré solo a mencionar hechos que haya conocido de vista o de oídas y, lógicamente, no vi ni oí todo lo que sucedió en diez años.

2. Tampoco esperen objetividad porque la mayoría de las líneas fueron escritas no por los dictados del cerebro, sino por los de un órgano situado unos treinta centímetros más abajo, en donde se supone que residen los sentimientos.

Debo aclarar que nací a mediados de la década sobre la cual escribo y por eso no es mucho lo que la memoria guarda. Recuerdo eso sí que la gente andaba en burro en caballo y en mulo. Los burros mulos eran utilizados también para transportar el agua. Como este líquido siempre ha sido escaso algunas personas se las ingeniaron para hacer rodar por el suelo un barril acostado al que llamaban pipa. El barril era arrastrado por un burro o mulo (los caballos eran animales aristocráticos y no eran sometidos a estas duras faenas). Quienes así vendían el agua no podían llamarse de otra manera: Piperos. Y eran personajes muy importantes en el pueblo.

Algunos se transportaban en unos vehículos a los cuales se adhería un instrumento llamado "manigueta" para poderlos encender. Mi papá vino desde muy lejos y para llegar hasta aquí debió tomar un tren de Turín a Génova desde donde se vino en barco a Buenos Aires y desde allá hasta Bogotá por tierra. Debió llegar cansado mi viejo pero no tanto porque siguió derecho hasta Nazareth en la Alta Guajira y desde allá hasta este pueblito de pocas casas de donde no se iría jamás.

Mi mamá hizo un viaje más corto porque vino desde Riohacha: apenas cuatro horas que eran las que empleaba un bus mixto para el recorrido de noventa kilómetros (Riohacha y Maicao, siendo más pequeñas, quedaban más distantes). Y no vino sola: de su matrimonio anterior le habían quedado tres muchachos morenos ella. Mi papá era italiano pero era blanco como un vikingo; o como un papel de xerocopia y así mismo salí yo.

Mi viaje hacia Maicao fue más cómodo que el de ellos: no vine en múltiples vehículos como mi papá; ni en bus mixto ("bus escalera" o "chiva" le dicen en otras partes); ni a lomo de burro, caballo o mulo como otros lo hicieron. No señor. Mi llegada fue en el cómodo, fuerte y tierno pico de una cigüeña que era como los niños veníamos en ese entonces.

Según me cuentan los mayores fui el primer bebé blanco del barrio (y posiblemente del pueblo) así que el hecho causó conmoción. Los vecinos y parientes iban y venían y comentaban cosas en voz baja para que mis padres no los escucharan; pero los que hablaban eran tantos que ellos no tuvieron más remedio que oírlos.

Y lo que oyeron no les agradó mucho: "qué pelaito más pálido" "y feo, ¿no lo viste?"; "nació, sin sangre", "ese no dura mucho", "pobrecito el italiano, él que quería tené su muchachito y vé con lo que le sale Isnelda", "claro, como ella tiene ya sus hijos".

Eso era lo que halaban los visitantes entre ellos. Otros se atrevieron a decirles cosas duras en la cara a los nuevos papás. Una parienta le preguntó a mamá: ¿"tú quieres eso"?. La respuesta fue una mirada digna y palabras...que no pueden repetirse por impublicables. A mí papá un vecino le dijo: "Compa, ¿no le preocupa que el niño sea tan blanco? Y la respuesta fue: "me preocuparía más si fuera negro".

Yo no sé si haya en el mundo otro caso como el mío de discriminación a los blancos: debí soportar apodo relacionados con el color de ciertos animales; con la palidez de mis extremidades con mi contextura raquítica...en fin. Creo que el mundo se perdió un buen futbolista porque no me atrevía a ponerme un pantalón corto. Aprendí a soportarlos. Y como eran tantos y no podía con todos me uní a ellos y me hice sus amigos. Y dejaron de montármela.

Para la época lasa casas eran de barro y madera. La estructura era rectangular y el techo era de zinc y lo construían en forma de triángulo. Pero el techo era tan alto que hubiera servido casi para albergar un segundo piso. Para entonces no se habían inventado los pasillos (o por lo menos, nuestros diseñadores no los empleaban) de manera que, para pasar de la sala a una habitación era necesario pasar por otra u otras.

La privacidad ni existía, ni se estimaba necesaria. Los patios eran extensos y estaban separados por alambre de púas o cercas de madera ("de palo" le decían). Todos en el vecindario tenían gallinas, pavos y cerdos. Y es fácil imaginar los incidentes por las frecuentes pérdidas de estos animales. Algunos vecinos eran llamados, secretamente, "la onzita", "el zorro" y apodos por el estilo.

Yo crecí rodeado de mucha, mucha gente porque en mi casa había un alambique en donde mi padre preparaba un buen "chirrinchi" y le llovían clientes de la Alta Guajira y Venezuela. Mi mamá complementaba el negocio familiar con una tienda enorme en donde se abastecían los vecinos y los viajeros.

El pueblo era pequeño pero su comercio comenzaba a despuntar. Mi papá vivía feliz después de cuatro años de soltería en los cuales su única vida social era la reunión con unos paisanos con quien se sentaba a tomar whisky mezclado con coca cola. Siempre después de las seis. Siempre en la puerta de la calle. Hablaban de todo. De la patria lejana. Del crecimiento del pueblo. De los nuevos habitantes. De todos, menos de novias, creo yo. Aquellos paisanos eran curas capuchinos y trabajaban como misioneros en la región. Pronto les hablaré de la década de los setenta.
Por ahora la memoria no me da más. Será hasta entonces.

1 comentario:

Adalberto Zoracá fernandez dijo...

como siempre alejo, nos dejas con ganas de mas, sera tener paciencia y esperar que sea pronto que escribas sobre esos setentas

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