Por: Alejandro Rutto Martínez
Permítanme en primer término decirme que no estoy de acuerdo en exaltar a la mujer como un ser bello que adorna los jardines del universo. No señor, me parece que esa concepción reduce a la mujer a un simple papel ornamental y la cosifica reduciéndola a ser un objeto bello y nada más. Por eso hoy me declaro admirador de todas las mujeres y no solo por su belleza.
Admiro a las que trabajan de sol a sol sin temor a la vida ni reparos al tiempo. A quienes siembran la semilla de la esperanza y cosechan el fruto de la vida. A quienes abren surcos de paz en el hemisferio de la pobreza o en el territorio de la abundancia. A quienes no se rinden ante la evidencia del infortunio ni sucumben frente a la fuerza de la adversidad. A quienes aman a sus hijos aunque la humanidad los crucifique; a quienes meten las manos en el fuego para salvar la honra de los suyos; a quienes creen en la inocencia de aquel sobre el que recaen todos los dedos acusadores de la injusticia y la impiedad.
Admiro a las mujeres que en su vientre han concebido el valor perenne de la vida para prolongar la especie y poblar el mundo de la imaginación y el universo de las verdades. A quienes con sus manos frágiles o fuertes, grandes o pequeñas, lozanas o arrugadas, moldean como el alfarero de la sociedad a las nuevas generaciones de hombres y mujeres para que puedan complacerse con sed de vida y su ambición de conquistar lo mejor de su existencia.
Admiro a las que en su cotidiano accionar de trabajadoras sin receso transitan por nuestras calles ofreciendo los codiciados frutos del mar, o el pan recién salido del horno con aroma a tarde fresca o mañana tibia, o el dulce sabor de los enyucados y las «alegrías».
Las admiro porque su trabajo es riqueza y se constituye en símbolo de un país en constante búsqueda de su identidad. Admiro a quienes en la paz del hogar se baten con el duro e interminable quehacer doméstico sin resignarse a arar en el desierto de la ingratitud y sin renunciar a la búsqueda de un amanecer matizado por los colores de la equidad; sin renegar de su tarea de joven hacendosa o matrona cumplidora de su deber.
Admiro a las jóvenes de aquí y de allá que han sido impermeables a las propuestas de la indecencia y a la demoníaca seducción de las perversas tentaciones. Admiro a las mujeres que nos dan nuevos ánimos con su presencia; a las que nos llevan en el corazón; a las que nacieron cuando sembramos nuestra vida en otros cuerpos; a las que nos escuchan con atención; a las que nos dieron a beber de sus pechos maternales en la aurora de nuestra existencia; a las que nos consuelan cuando una lágrima acompaña nuestro dolor. De todas ellas, mujeres de verdad, con cuerpo y alma, sin retoques de publicistas ni maquillajes faranduleros; me declaro admirador.
3 comentarios:
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que es una de las reflexiones más hermosas que he leído sobre las mujeres.
Mujeres no como un objeto inanimado, sino como somos de verdad.
¡Que todo el mundo lo lea!...que todo el mundo sepa que todavía hay hombres que saben reconocer lo que somos y representamos las mujeres.
JL
Estimado Alejo:
Te felicito por esta pieza literaria tan hermosa.La leo y la releo y la veo perfecta.Creo es merecedora de leerse en nuestras instituciones educativas y centros laborales.
Hola profe Alejandro
Es un araticulo super diferente a los demas reconocimientos que le han hecho a la mujer, y aun mas si es la mujer tipica de nuestra costa, es muy hermoso que una persona tan querido como lo es usted, es el detallle mas sencillo que he leido. Que Dios derrrame muchas bendiciones a usted y su familia.
Invito a mis compañeras y amigas a leer este articulo.
Cincapa
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