miércoles, 12 de marzo de 2008

El periodista Objetivo

Escritor por; César Castro 

Aristóbulo García nació y creció en una casa humilde. Quizá demasiado humilde. Tenía que hacer largas caminatas para llevarle el almuerzo a su hermano que trabajaba en una fábrica de construcción de ladrillos en las afueras de la ciudad. Su padre estaba inutilizado por el consumo desordenado de alcohol. Su madre lavaba y planchaba la ropa de los vecinos para ayudar con el sustento de la familia. Eran tres hermanos y Aristóbulo era el segundo de los tres.

Creció con la obsesión de salir de la pobreza y no tuvo más estudios que los primarios en una escuelita de una profesora gorda que nunca se casó y quería mucho a los niños. Aristóbulo nunca la olvidaría en su vida. Hizo lo que hacían todos los jóvenes de su barrio: se casó y fue padre de dos pequeños niños. Tenía dos virtudes especiales: su amor por la lectura y, la otra, que era espacialísima ya que Aristóbulo sabía ver y aprovechar todas las oportunidades.

Así que, cuando el viejo periodista del pueblo, le llamó para que lo ayudase en la vieja imprenta en caliente para imprimir el periódico que salía a circulación cada vez que podía ( el viejo reía cada vez que decía El Puedario cuando se refería a su periódico) . Aristóbulo no lo pensó dos veces y allí aprendió a leer de atrás hacia delante y conoció todos los secretos del viejo para hacer y vender el periódico en las esquinas y almacenes de la cabecera municipal en donde él mismo los llevaba después de abordar dos buses. La ciudad le gustaba y soñaba con vivir en ella. Como fuera.

Así que cuando oyó de la construcción de unas casitas baratas con dineros brindados por el gobierno nacional, Aristóbulo arregló maletas y cargó con su mujer y sus dos hijos hacia la gran ciudad. Pronto encontró trabajo como mensajero en una emisora y allí demostró su sagacidad, tanto que a los pocos meses ya estaba sentado detrás de un escritorio escribiendo noticias para el radioperiódico de la emisora y era uno de los periodistas más estimados y respetados de la ciudad. Sin embargo, no estaba satisfecho y quería más.

Jamás se mostró de acuerdo con el voto de pobreza y el apostolado que implica la profesión de periodista. Por ello, en una oportunidad y con las mismas razones se había negado a dedicarse a la docencia en su pueblo.

Debidamente instalado en su casita de material, sintió que la gran oportunidad de su vida le tocaba a la misma puerta de su casa. Era de noche. Noche oscura y lluviosa cuando dos hombres medio bebidos llegaron hasta la puerta de su casa; pero, no tocaron, ellos discutían y alegaban. Uno de los hombres estaba armado. Aristóbulo se levantó con sigilo y escuchó lo que los hombres hablaban:
-----No creo que sea necesario levantarlo a estas horas de la noche para preguntarle eso. ¿Por qué no esperamos a que amanezca?, decía uno.
-----No, No. Este asunto hay que arreglarlo ya. Inmediatamente. Decía el otro, quien portaba un arma en la mano derecha.
-----¡Por Favor! Insistía el uno.
----- Te repito que no, decía el otro. Y acotó, si no lo hacemos ahora, si no lo levantamos, para que Aristóbulo nos saque de la duda y aclare todo lo que tú has dicho sobre lo que hay entre tú y mi mujer, te mato aquí mismo. Los hombres se miraban fijamente.

El corazón de Aristóbulo latía y la sangre le corría desbocada. Pensó en abrir la puerta. Pero, un algo, su virtud de conocer las oportunidades donde estaban se impuso y se quedó quietecito en donde estaba, al pie de la puerta de su casa a escasos 50 centímetros en donde discutían los dos hombres. Aristóbulo se mató el instinto de salvar a aquel hombre y escuchó clarito los dos disparos y el sonido seco y sin eco de un hombre cayendo a tierra. Un hombre muerto.

Por la mañana todo era confusión y los vecinos llamaron a gritos a Aristóbulo para darle la noticia de que tenía un muerto en al puerta de su casa. Un muerto que todos conocían; pero, que todos ignoraban la causa del asesinato. Todos, menos Aristóbulo quien declaró a la policía que a la hora que se presume se cometió el asesinato, él dormía profundamente ya que había llegado a su casa muy tarde.

Y se dedicó a escribir la historia. La historia de un muerto que, para sorpresa de Aristóbulo y de todos sus amigos, fue retomada por un periódico de circulación nacional y la crónica le dio la vuelta al mundo varias veces. El talento de Aristóbulo para crear y narrar historias fue reconocido ampliamente y cuando llegó el turno de los premios nacionales, la historia de Aristóbulo fue reconocida y premiada como el producto de una de las más grandes imaginaciones que el mundo del periodismo y la literatura haya dado en los últimos cincuenta años.

Y llegó el día de la premiación. El Día de los Mejores como decía la publicidad de los organizadores del evento y Aristóbulo, como nunca, se vistió de saco y corbata, se perfumó y fue acompañado de su madre, de su esposa, de sus hijos y de sus amigos más allegados. La casa quedó lista para la fiesta al regreso después de la ceremonia de premiación.

Discursos fueron y vinieron. El presentador del evento hizo el anuncio de la premiación de Aristóbulo, no sin antes señalar que, pocas veces la madre naturaleza da a luz este tipo de talentos y esa virtud para escribir tan objetivamente y convencer al lector con hechos producto de la imaginación de su autor aunque tengan asidero en la realidad.

Aristóbulo estaba extrañado. Se levantó para recibir el premio en el estrado principal. Pero, no se sentía bien y por ello se atrevió a proclamar ante el público que él no entendía por qué decían lo que decían, ya que él no había inventado nada. Todo lo que contaba en su historia era real, objetivamente real y los hechos que narraba habían sucedido así, tal y como estaban allí, sólo que a última hora se había impuesto su olfato periodístico para ver la noticia y así lo había hecho, sin pensar que, en verdad, el hombre armado fuera a cumplir la amenaza de asesinar al otro.

El desconcierto fue general. Hasta la anciana madre de Aristóbulo se tapó la cara sin entender nada de objetividad ni de periodismo ni de literatura. Poco a poco la sala se fue quedando sola y se fueron apagando las luces. Hasta que se quedó Aristóbulo solo en medio del salón agarrando firmemente y apretando contra su pecho el pergamino que lo acreditaba como uno de los mejores periodistas del mundo.

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