sábado, 2 de abril de 2022

Elfa Viecco de Cuello, una maestra feliz que hizo felices a sus estudiantes



 Séneca: "Largo es el camino de la enseñanza por medio de teorías; breve y eficaz por medio de ejemplos."

Elfa Viecco comenzó su carrera como docente cuando tenía 24 años y  llegó a las aulas de la Escuela Rodolfo Morales, luego de culminar sus estudios como normalista en Uribia.    En esta institución y por esos tiempos, mediados de los años sesenta, conoció el verdadero significado de la palabra felicidad.    

Ella era feliz enseñando a sus pequeños y traviesos estudiantes en las clases que se extendían desde el lunes hasta el viernes. Y era feliz los sábados cuando se citaba con ellos para reparar los pupitres semi desbaratados que se encontraban por allá guardados en las profundidades del cuarto de San Alejo, sin que prestaran ningún servicio y prácticamente desahuciados.    Los niños trabajaban con entusiasmo en esta labor dirigidos por su joven maestra, una dama que había nacido para educar y para producir las transformaciones necesarias en la sociedad en que vivían.  

Además, los pequeños discípulos sabían que a la semana siguiente tendrían su premio por trabajar con tanto esfuerzo en el día libre: la profesora los llevaría a un divertido paseo a las orillas de la Laguna de Majupay, en el que habría dulces, juegos, diversión y un buen sancocho del cual todos tomarían un buen plato con derecho a repetir si así lo deseaban.

Elfa Viecco Barros nació en Camarones el 14 de noviembre de 1.942 en la familia formada por Alfonso Viecco Barros y Rita Suárez Bermúdez.   Unos años más tarde se trasladó a Uribia en donde cursó todos sus estudios y en 1.966 se residenció en Maicao,  en donde iniciaría una brillante carrera en  el mundo de la docencia. Inicialmente trabajó en la Escuela Rodolfo Morales al lado de un grupo de compañeros que supo guiarla e infundir en ella el amor por lo que considera el oficio más bello del mundo. De esa época recuerda al profesor Miguel Jiménez, quien se desempeñaba como director; a Jesús González, Rita Márquez, Remedios Iguarán y Carmen Castilla y José Cuello Herrera.   

Entre sus estudiantes más recordados se encuentran Ángel Mercado, Plinio López, Luis Cardona y Rafael Ceballos Sierra, aunque, según sus propias palabras “para mí todos mis estudiantes de todas las épocas son muy importantes”.

De la Rodolfo Morales fue trasladada a la José Domingo Boscán y posteriormente a la escuela Lomafresca en donde se desempeñaría como directora por varios años hasta la fecha de su retiro por la puerta grande en el año 2.007.

En la  Escuela Rodolfo Morales,  tuvo su primera experiencia profesional y  conoció al profesor José Cuello Herrera, el hombre de su vida, con quien se casó y formó su familia y de quien tuvo a sus hijos José de los Reyes, Gabriel José, Elfa Liliana y Antero José.   Con ellos compartió momentos difíciles y gratos en su residencia de la calle 7 en el Barrio Santander, lugar emblemático del sector y a la cual se puede llegar aún si conocer la dirección. Solo es necesario preguntarle al primero que uno se encuentre “dónde vivía la seño Elfa” y enseguida le señalarán una casa grande amplia y generosa como el corazón de su dueña.

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viernes, 1 de abril de 2022

Las historias de Beruski (parte 7)

 


Escrito por:
Mirollav Kessien

A unos metros de distancia, como salida de la nada, se encontraba una enorme roca contra la cual se estrellaban rabiosamente las olas, y lo peor de todo era que el barco se dirigía raudo a su encuentro. El capitán corrió hacia el timón y dio un primer viraje de tal brusquedad que algunos pasajeros rodaron por el suelo. Una dama de edad mayor estuvo a punto de ser arrojada por la borda hacia el enfurecido océano y habría caído a lo más profundo de no ser por la oportuna intervención de Beruski, quien se soltó del mástil al que se encontraba aferrado y la tomó por un brazo hasta llevarla a un poste al cual la ató con una cuerda.

Leer la parte seis de Las Historias de Beruski

Cuando Beruski se dirigía de nuevo hacia su momentáneo refugio el barco viró de nuevo con salvaje violencia y pasó tan cerca de la roca que todos temieron el choque fatal. Beruski no alcanzó a sostenerse, tambaleó, intentó agarrarse al pido de la cubierta, a las cuerdas de estribor, a cualquier objeto que pudiera agarrar, pero finalmente fuerzas superiores a él lo lanzaron al mar.

Cerca de él pudo ver por última vez el barco sorteando las olas en un movimiento irregular, que sin embargo le permitió esquivar la mole de piedra que por poco lo destruye.

En medio de las olas el soldado entendió lo complicada que era su situación y sintió que por primera vez en mucho tiempo su vida corría peligro pues sus fuerzas y su razonamiento poco podrían ayudarlo.  No podía esperar ayuda desde el barco porque el buen capitán concentraba su valor y conocimientos en salvar la nave y la vida de todos los pasajeros, además, era muy probable que en medio del ruido y el terror provocados por la inclemente tempestad ni siquiera se habrían dado cuenta de su infortunio y mucho menos de su ausencia.

En medio de la inmensa oscuridad los relámpagos iluminaban los alrededores y así pudo ver un mar aún furioso y erizado de rocas de todos los tamaños además de aguas ondulantes que avanzaban en todas las direcciones a merced del viento

¿Cuánto tiempo podría resistir aún?

Por un momento le vino a la memoria el recuerdo de la frase que su amada madre pronunciaba cuando la situación era más complicada que de costumbre: “Me siento como tres en el anca de un piojo siendo yo la de más atrás”  Después de escucharla la gente sonreía por la exageración. Pero Beruski en ese momento no tenía ninguna razón para sonreír, estaba en el medio de la nada, con un cielo oscuro sobre su cabeza y peñascos filosos alrededor, además de una fuerte brisa que no amainaba con el paso de las horas.

Se detuvo a pensar en el significado de la vida a la que tanto le había dado y de la que mucho había recibido. Y en la muerte, a la que ahora sentía tan cercana y amigable. Había predicado siempre que vivir mejor no es vivir en el océano de la abundancia y en un mar de  lujos sino acudir puntual a los dictados del corazón.   Y lo que su corazón le dictaba era que su hora aún no había llegado aunque la tozuda y húmeda realidad del momento le estuviera enrostrando que el final estaba cerca.

No había pasado mucho tiempo desde cuando fue arrojado del barco pero a él le parecía que eran largas horas y se sentía frustrado por la impotencia, por la imposibilidad de ayudarse a sí mismo cuando había dedicado la mayor parte de su vida a ayudar a otros y a sobreponerse a todas las adversidades que las circunstancias le ofrecieran. Pero su hábitat era el desierto, en tierra firme, arena y piedras y no en medio del mar, amenazado por el agua y el viento, en medio de la profunda oscuridad y sin esperanzas de ser  socorrido  por los ángeles o por los hombres.

De repente las olas lo hundieron y lo volvieron a alzar, había dado un viraje de ciento ochenta grados y ahora alucinaba con una lucecita que veía a cierta distancia. Se quitó parte del agua del rostro y contempló bien aquella tenue luz. ¿Sería producto de la imaginación? ¿Se trataba de un espejismo? ¿Su desesperación lo conducía a ver lo que no existía?  ¿Qué significaba aquella luz titilante y difusa?

Se preguntó si podría descifrar ese nuevo secreto del misterioso mar


El muerto vivo


Escrito por: Jorge Parodi Quiroga

Crecí en el seno de una familia protestante en un pueblo que en su mayoría profesaba la fe católica. Fue un desafío importante, a través del cual aprendí a respetar las creencias ajenas y a ser tolerante con las burlas de los demás.

Fui blanco de escarnios y comentarios desafinados la mayor parte de mi adolescencia; era, a los ojos de algunos de mis compañeros, una extraña criatura, aunque yo me sentía un ser normal, solo que no corría con la corriente: era un lector disciplinado de la Biblia que no participaba de las celebraciones religiosas de la comunidad.

A quienes caminaban calles enteras detrás de una imagen que para ellos era objeto de veneración, les parecía gracioso que yo me arrodillara ante un Dios invisible. El mundo de antes fue menos tolerante con los diferentes, hoy lo entiendo.

Nunca asistí a alguna liturgia de la confesión católica, pero cada tarde, cerca de las tres, corría a pie descalzo con mis amigos de la cuadra hasta la torre de la iglesia para tocar las campanas que anuciarían que la hora diaria de la misa se aproximaba.

Éramos unos siete muchachos quienes teníamos el acuerdo tácito que quien llegara primero a las escalinatas del templo, se ganaba el derecho a hacer sonar esas enormes campanas que producían un sonido tan dulce y particular, único.

Por lo general nunca llegué de primero, no recuerdo haber sido el campanero en más de tres ocasiones, pero nunca dejé de acompañar a mis compadres de entonces; era mi forma de socializar y no parecer tan raro, además, encontré un tesoro que me pareció mucho más atractivo.

Detrás del altar, en alguna exploración que hice con Fidel Redondo, mi mejor amigo de entonces, encontramos un nicho lleno de obleas y a su lado un reposado vino español. No le dijimos a nadie de nuestro hallazgo, pero desde ese día, nunca nos interesó llegar de primeros en la carrera de campaneros ad honorem.

Esperábamos que todos subieran las encaracoladas escaleras del campanario y Fidel y yo nos dirigíamos al fondo a dar cuenta de las obleas y de una (o dos) copitas de vino, por cortesía no manifestada del Padre Oñate, el párroco del pueblo.

Algún tiempo después nos enteramos que esas obleas eran las hostias que se usaban en las misas de cada día, sentimos algo de vergüenza, no suficiente para dejar de hacerlo; Fidel y yo salíamos cada tarde sonrientes de la iglesia, llenos, pero de pan y vino.

La carrera por llegar primero hasta el campanario casi siempre la ganaba Juanchón, un corpulento vecino y algo mayor; tocaba esas campanas con entusiasmo y semblante de orgullo. Nadie le ganaba, y siempre mantuvo una disputa con todos los demás.

Fidel y yo, escuálidos y más pequeños, nos resignamos al vino y a las hostias. Cierta tarde, mientras sorbíamos extasiados esa delicia española, fuimos atraídos por unos gritos desesperados, corrimos hasta los atrios de la iglesia y una muchedumbre angustiada rodeaba el cuerpo de Juanchón, quien yacía inmóvil y sangrante.

La cuerda de una de las campanas, fatigada por el uso, se reventó, desestabilizando a Juanchón, quien, para tocarlas con más fuerza, colocaba cada pie sobre los tragaluces del campanario, unas aberturas de un metro en cada pared, cuatro en total; fue una caída de más de diez metros.

El dictamen del médico que lo recibió en el hospital, que más parecía un puesto de salud, fue concluyente: Juanchón, producto del fuerte golpe, falleció. El luto y el dolor visitaba a una familia muy cercana a la nuestra.

En Fonseca no había por entonces dependencias de medicina legal, no había ni medicina, así que entregaron sin tanto protocolo el cuerpo a los deudos para la respectiva velación.

Tampoco había salas de velación, de manera que el finado permanecía toda la noche en la sala de su casa hasta cuando las campanas anunciaban la hora de la ceremonia previa al entierro.

La noche del velorio de Juanchón fue especialmente oscura, no hubo luz en todo el pueblo, la casa estaba abarrotada de vecinos y amigos que acompañaban el cuerpo inerte de uno de los campaneros más connotados y queridos, sus familiares lloraban amargamente y en el ambiente se entremezclaban el olor de café con jengibre y el humo de cigarrillo.

Fue necesario traer sillas de las casas vecinas para poder acomodar a tantas personas que llegaban a expresar sus condolencias. En el centro de la casa, alumbrado por cuatro velas enormes, yacía el féretro con Juanchón adentro; cada cierto tiempo se acercaba hasta la caja mortuoria alguno, era conmovedor, nadie podía contener las lágrimas y la pregunta obligada, en tono de reclamación era: ¡Ay Juanchón! ¿Por qué te fuiste?

La solidaridad de los vecinos se hizo notoria; algunos trajeron bolsas de café y azúcar, otros, cajas de cigarrillos, las señoras se organizaron en brigadas, unas en la cocina preparando el café, otras lo servían y lo brindaban a los acompañantes en bandejas que también eran prestadas por algún vecino.

Dentro de la casa, acompañando a la mamá de Juanchón, estaban, vestidas de negro cerrado, las beatas del pueblo; rezaban de tanto en tanto alguna plegaria y oficiaban, también ad honorem, de endechadoras. Era una sinfonía de llanto lastimero y agudo, sobrecogedor.

En la calle estaban sentados los hombres del pueblo, desde el cura (por supuesto él no podía faltar) hasta el notario. Se hacían en grupitos, de acuerdo a sus filiaciones políticas y etílicas; sí, porque en los velorios de mi pueblo, al menos en esas épocas, el traguito era infaltable.

Así transcurrieron las horas, la mayoría se levantaría de su silla solo para acicalarse adecuadamente para llevar en hombros el cajón hasta su última morada, esa era la costumbre. El murmullo de la gente subía y bajaba y cada cierto tiempo se escuchaba el desgarro repetido frente al cadáver: ¡Ay, Juanchón! ¿Por qué te fuiste?

Cerca de las tres de la madrugada, tal vez porque el cansancio comenzaba a asomarse, el silencio dominaba todo el escenario fúnebre; apenas se escuchaba el gimoteo de la mamá del difunto.

A algunos les pareció escuchar el sonido de un golpe leve sobre la madera, nadie dijo nada, pero hubo una alerta general, de manera que el silencio se hizo más agudo y se afinaron los oídos. Nadie escuchó nada, pero continuó gobernando un silencio cómplice.

Alguna señora del combo de las rezanderas, creyó oír un gemido pequeño; se erizó espantada y con disimulo se echó la cruz entre cabeza y pecho: “Ave María purísima, sin pecado concebido” dijo con la voz quebrada.

La palidez de su rostro, evidenciado con la luz de las velas, alertó a una de sus compañeras, quien prudente y discreta se le acercó y le preguntó: “comadre, ¿qué le pasó?”; quedó estupefacta cuando aquella le reveló la razón de su transfiguración. “Sabe comadre, que a mí me pareció escuchar algo también” le respondió y a seguido se santiguó también.

Descompuesta, se dio la vuelta y se dirigió a su vecina de butaca más próxima, quien sostenía un rosario en la mano derecha y movía los labios sin emitir sonido: “comadre, imagínese que mi comadre Josefa escuchó un gemido extraño, y yo también; algo extraño está por suceder” le dijo con voz trémula y semblante transcendental.

“Comadre” le respondió esta, “y por qué cree usted que estoy pegada a las cuentas de mi rosario, yo también escuché algo muy extraño, Dios nos ampare y la virgen nos favorezca, pero aquí hay algo muy misterioso”.

Así de boca en boca, de comadre en comadre, en pocos minutos, todos en el recinto no hablaban de otra cosa que no fuera los extraños sonidos. Hubo pánico colectivo y las especulaciones no se hicieron esperar.

“Es el alma del difunto que está en pena”, dijo alguno; “son ángeles que vienen a buscar el alma de Juanchón, no ven que él era siervo de la iglesia, nadie tocaba las campanas como él”, se arriesgó a decir otro; “son demonios que pelean para llevarse el alma del difunto”, comentó alguien más; “ya dejen el alma de Juanchón quieta” apuntó el cura.

El barullo creció y el espanto también, no faltó quien dijera que a lo lejos se escuchaban gemidos raros, de ultratumba. Los parroquianos apuraban el trago para anestesiar al miedo, porque borracho resulta mejor enfrentarse a las cosas del más allá, decían; las beatas rezaban sin parar y de vez en cuando se volvía a escuchar: ¡Ay, Juanchón! ¿Por qué te fuiste?

La noche, que ya estaba agitada, se estremeció cuando de repente se escucharon golpes, quejidos y la voz de Juanchón que gritaba angustiado: “Ay mi madre, sáquenme de aquí nojoda, que yo no estoy muerto…” Ni la mamá de Juanchón se quedó en aquella sala, todos salieron despavoridos del lugar.

¿Quién es Jorge Parodi?

Nacido en Bogotá el 12 de febrero de 1965. Abogado, Especialista en Derecho Penal y Criminalística. Docente Universitario en las áreas del Derecho Procesal, Derecho Penal, Metodología de la Investigación y Argumentación Jurídica; Conferencista en temas de superación personal y liderazgo. Teólogo, Político y Empresario. Casado con Silvana Cohen, padre de 5 hijos y abuelo de 3 nietos. Fundador y Director de la revista Veritas, enfocada en temas de Teología. Gerente de  Ondas de Restauración y de RPV mundo, emisoras virtuales orientada a la difusión de la cultura y la espiritualidad. Desde muy temprana edad incursionó en el mundo de la Literatura. Escritor de prosa y poesía, que ha conjugado con la elaboración de artículos científicos en el área del Derecho y escritos de superación personal y liderazgo.

lunes, 28 de marzo de 2022

La apuesta de Manaure (sexta y última parte)

 


Escrito por:  Miguel Calderón Guerra

-A buen entendedor pocas palabras, dijo Luis Augusto. ¿Eso quiere decir que tu señora madre podría tenerme aquí más de tres horas como parte de una generosa promoción para este buen cliente?

-Más o menos señor Luis, usted es muy inteligente, pero tranquilo. No la está pasando usted tan mal.

-No señorita, no la estoy pasando nada mal. Y estaría mejor si no estuviera preso, encadenado y sujeto a pedir permiso para todo

-No se queje señor Luis, descanse, ¿Le traigo café?

Dos tazas de café más tarde y cuando el sol se disponía a reposar entre las cortinas del crepúsculo llegó Isabel. Bajó del auto con las compras que había hecho para toda una semana.

-Hola Luis, ¿cómo la has pasado? Te cuento que tu carro es muy lindo, grande, cómodo. Fui a visitar a una amiga y me tocó darle un paseo a ella y a sus hijas. No querían creerme que yo fuera amiga del dueño de ese carrazo, deberías dejármelo una semana.

Todos sonrieron por la ocurrencia. Isabel miró el reloj y su cara cambió de color, hizo un gesto de horro y dijo:

-¡Cuatro horas!, caramba, han pasado cuatro horas desde que estás encadenado…si proponernos te hemos dado una hora de más. Te vamos a cobrar el valor extra del hospedaje.

Isabel pidió las llaves a Yadelis y ella misma liberó los dos candados con lo que Luis Augusto recuperó totalmente su libertad. Además, le fueron entregados su reloj y teléfono móvil.

Yadelis le ofreció un jugo de zapote con leche y le preguntó.

-¿Cómo se siente? Bastante bien, por el jugo y por hacer recuperado mi libertad. Espero que me den la revancha un día de estos.

-Claro que sí señor Luis, no nos olvide, cuando guste lo estaremos esperando con esta mecedora, este chinchorro

-…Y sin cadenas…interrumpió Luis. Bueno, yo me marcho antes de que se arrepientan de dejarme en libertad.

Luis se despidió con mucho cariño de sus amigas, se montó a su auto y se disponía a partir,  cuando tocaron en la ventanilla

-Se le olvida algo señor Luis, le dijo Yadelis

-¿Qué se me olvida?

-Un bulto de mangos maduros, respondió Isabel, aquí los tienes, a pesar de que perdiste la apuesta

Luis recogió los mangos, se despidió de nuevo y emprendió el retorno feliz y con el recuerdo que siempre lo acompañaría, la apuesta de Manaure.

FIN

¿Te gustaría leer la quinta parte de La Apuesta de Manaure?

La Apuesta de Manaure (quinta parte)

 


Escrito por: Miguel Calderón Guerra

Decidió golpear con los nudillos de la mano sobre la lisa superficie de la mesa, como quien llama a la puerta de una casa.

¿Te gustaría leer la cuarta parte de La Apuesta de Manaure?

Volvió a insistir y apareció Yadelis quien preguntó:

-¿Se le ofrece algo señor Luis?

-Hola, pensé que estaba sólo

-Aquí estoy esperando a mi mamá que aún no ha regresado

-Déjala que se tome su tiempo, tal vez está visitando a alguna de sus buenas amigas

-Sí, ella a veces se aburre y yo también, pero hoy ha sido un día muy divertido. Usted nos alegró la tarde y, además es un buen trofeo.

-Ya me imagino a que te refieres, pero ahora tu trofeo quiere ir al baño, así que, por favor, ayúdame.

-Señor Luis, no estoy autorizada para permitirle que vaya al baño. Usted sabe que la autoridad la tiene mi madre y ella no está.

-¿Podrías prestarme mi teléfono para llamarla?

-Tampoco estoy autorizada para devolverle todavía su teléfono pero la llamaré del mío

-Adelante…

La muchacha marcó el número de la mamá y, como el teléfono estaba en altavoz pudo escuchar el diálogo

-Mami, el señor Luis desea ir al baño, que si le haces el favor de darle permiso

-La penitencia es por tres horas y no incluía permiso, respondió Isabel al otro lado de la línea.

-Dígale a su mamá que hasta a los presos más peligrosos les permiten ir al baño y que yo no soy tan peligroso, afirmó Luis.

Al otro lado de la línea se escuchó una carcajada y las instrucciones de la madrea a la hija:

-Ayúdalo para que vaya al baño pero cuidado se te vuela, jajaja

Yadelis colgó la llamada, introdujo las manos en su brassier y extrajo las llaves. Se dirigió hasta el tronco, se inclinó y abrió el candado. Tomó el extremo de la cadena y dijo a Luis Augusto:

-Adelante señor Luis, camine hacia aquella puerta que está en el fondo, yo lo acompaño.

Desde la copa del árbol de mango un curioso canario observaba la singular escena en que un hombre caminaba arrastrando la cadena cuyo otro extremo era sostenida por una mujer.

-Es aquí señor Luis, adelante, por seguridad cerraré la puerta con pasador. Cuando termine me avisa para venir por usted.

Luis Augusto se tomó su tiempo para aliviar su vejiga, luego tocó a la puerta varias veces sin obtener respuesta. Al cabo de unos minutos sintió como se descorría el pasador.  Era Yadelis, quien se iba a inclinar a recoger el extremo de la cadena, pero Luis se le adelantó, recogió la cadena y se la entregó a su nueva amiga, ella se apartó para que él pasara rumbo a su sitio junto al poste. Cuando iba en camino fue tentado por un mango maduro que se encontraba muy cerca e intentó desviarse un poco, pero Yadelis jalo la cadena y le informó:

-Es por aquí derecho, señor Luis, no se desvíe

Yadelis repitió el ritual de atar la cadena al poste y cerrar el candado

-¿Qué hora es? Preguntó Luis

-No estoy autorizada para dar esa información

-Pero ya casi se cumplen las tres horas, me imagino

-Tal vez, pero si usted conociera mejor a mi mamá no cantara victoria, ella es comerciante y a veces hace promociones para darle al cliente un poco más de lo que compran. ¿Usted sabe lo que eso quiere decir?

¿Te gustaría leer el sexto y último capítulo de La Apuesta de Manaure?


La Apuesta de Manaure (cuarta parte)

 Escrito por: Miguel Calderón Guerra


¿Te gustaría leer la tercera parte de La apuesta de Manaure?

Acto seguido Yadelis se inclinó delante de Luis Augusto y tuvo la fina cortesía de rodear su tobillo con un extremo de la cadena. Después unió dos eslabones con un candado. Luis Augusto cerró los ojos y los volvió a abrir cuando se escuchó el “clic” del candado que se cerraba. Isabel, por su parte, se inclinó delante de un poste que rodeó con el otro extremo de la cadena y luego unió sus eslabones con otro candado. Luis Augusto volvió a cerrar sus ojos al escuchar de nuevo el categórico “clic”.

Las palabras de Isabel lo volvieron a la realidad:

-Bueno señor, en las próximas tres horas usted no tiene nada de qué preocuparse, esté tranquilo que nosotras respondemos. Relájese un poco. La cadena es larga y le alcanza para acostarse en el chinchorro, si quiere me da su reloj, para que no se preocupe del tiempo y me da su teléfono para que nadie me lo esté molestando con llamadas.

-Como si no fuera dueño de su voluntad se retiró el reloj del pulso y lo entregó a Isabel e hizo lo mismo con su teléfono.

-Y algo más, le dijo Isabel, me hace el favor de entregarme las llaves del carro, porque mientras tú estás pagando tu penitencia yo voy a  hacer unas compras en el mercado.

-¿Me dejas encadenado y sólo?

-Yo vengo rápido, dijo Isabel. Además, Yadelis va a estar aquí, ella se queda con las llaves de los candados

Entregó las llaves a su hija, quien hizo un gesto como dando a entender: ¿En dónde las guardo?

Se la guardó en los senos y fue a acompañar a su mamá hasta la puerta. Dos minutos después Luis Augusto sintió cómo el motor de su auto se alejaba del lugar.

Era un poco incómodo tener el pie izquierdo con la movilidad limitada, pero aun así pudo acostarse en el chichorro y dormir plácidamente como no lo había hecho en los últimos días a causa de las preocupaciones propias de su trabajo.

Un rato después despertó y sintió que estaba solo en ese lugar. Respiró profundo y comprendió que llevaba meses sin hacer una pausa. Entendió que vivir mejor no s estar en un océano de abundancia y en un mar de lujos sino acudir puntual a cumplir con los llamados de la vida.   Definitivamente el mejor de los días es ese en el que decidiste que tu felicidad incluye hacer felices a otros.

Sonrió al comprender la ironía de la vida: había hecho felices a las dos singulares mujeres de esa familia a costa de su propia libertad, pero había ganado en descanso y en despojarse de las preocupaciones que lo asediaban.

Se dijo que sería aún más feliz si pudiera alcanzar uno de esos mangos que le coqueteaban desde el árbol, sobre todo ahora que las cuidadoras se habían ido. Hizo el cálculo de lo que tardaría en levantarse, apoderarse de uno o dos mangos sin que lo descubrieran y pensó que podía lograrlo. Cuando se levantó pudo constatar con frustración que el largo de la cadena no le permitía llegar hasta el mango más cercano.

Volvió a acostarse, pero se preguntó si en verdad lo habían dejado completamente sólo.

¿Dónde estarían en ese momento los habitantes de la casa? ¿Por qué tanto silencio?

¿Te gustaría leer la quinta parte de La Apuesta de Manaure?

Continuará

La apuesta de Manaure (tercera parte)

 


Escrito por: Miguel Calderón Guerra

-¿Y cuál sería la penitencia? Interrogó Yadelis

-Si Luis Augusto pierde se queda tres horas más en esta casa, pero amarrado

Todos rieron por la ocurrencia

¿Te gustaría leer la segunda parte de La apuesta de Manaure?

-Si quieren descarten de una vez la cabuya con la que me van a amarrar, que yo no pierdo, dijo Luis Augusto.

-La cabuya no, la cadena y los candados dijo Isabel

Comenzó la partida en la que desde un principio se pudo observar que ninguno de los dos era buen jugador de ajedrez.

Yadelis dejó sobre la mesa otra jarra de agua de panela y una cadena de hierro, de las que se usan para cerrar los portones, junto a dos candados.  Luis Augusto sonrió, al tiempo que movía una de las fichas.

La partida se tornó aburrida, ninguno de los dos mostraba habilidad para el juego y Yadelis como única espectadora se impacientó, por eso lanzó una propuesta:

-Ustedes no juegan bien ajedrez. Les propongo que suspendan la partida y definan esa apuesta con los dados.

-¿Los dados? Preguntó Luis Augusto, ¿Cómo así?

-Cada uno de ustedes lanza los dos dados y el que saque el número mayor, ese es el que gana. Si gana Luis Augusto se lleva los mangos y si pierde se queda aquí encadenado tres horas…

-¡Uy sí!, dijo Isabel, ya casi no me acuerdo como se juega esto. Pásame esos dados para ganar y encadenar a este señor

-¿Estás segura de que quieres tirar primero?

-Claro que sí, en el colegio nos enseñaron que las damas siempre son primero ¿Te acuerdas?

-Sí, lo recuerdo, lanza tú primero entonces…

Isabel tomó los dados, los anidó en sus dos manos unidas, sopló sobre ellos como para darse ella misma la buena suerte, y luego los dejó en su mano derecha, cerró los ojos y cuando los abrió pudo ver el gesto de desaprobación que le hacía su hija y la sonrisa de satisfacción en el rostro de su oponente

-¡3 y 1 mamá!, apenas sacaste cuatro… ¿qué pasó con tu buena suerte?

-Isabel metió la cara entre sus manos, para lamentar su mala suerte, sintió vergüenza con ella y su hija por tan precario resultado

Luis Augusto tomó los dados en su mano derecha, empezó a agitarla y con la izquierda tomó la cadena y los candados y se la entregó a Yadelis:

-Llévense esto, aquí nadie lo va a necesitar

Las mujeres contuvieron la respiración y siguieron con la vista el recorrido de los dados en la mesa. Primero se detuvo uno que marcaba el número uno, lo cual animó un poco sus esperanzas casi perdidas y el otro danzó sobre unos de sus vértices como un trompo que no quiere perderse ni un minuto del baile. Al fin fue perdiendo fuerza y se detuvo marcando el número dos…

Las dos mujeres gritaron histéricas y se abrazaron como dos futbolistas cuando ganan la Copa del Mundo, la buena suerte les había sonreído a pesar del traspiés inicial, por eso ahora gritaban, brincaban, bailaban y caminaban pegadas como un pequeño trencito de tan sólo dos vagones.

Por último danzaron de manera irónica alrededor de Luis Augusto, quien esbozó una sonrisa que no ocultaba la contrariedad.  Le parecía increíble lo que estaba sucediendo y alcanzó a imaginar lo que iba a suceder en los siguientes minutos.

Continuará

¿Te gustaría leer la cuarta parte de La apuesta de Manaure?

La apuesta de Manaure (Segunda parte)

 


Escrito por:
Miguel Calderón Guerra

-¿Te acuerdas el día del rayo ese que cayó en el patio del colegio?

-Sí, como no me voy a acordar si me costó trabajo sacarte debajo del pupitre donde te metiste.

Leer la primera parte de La apuesta de Manaure

-Eso fue mucho susto, yo creía que el mundo se iba a acabar yo vi con mis ojos como si el sol se hubiera estrellado contra el suelo y se hubiera enterrado hasta la mitad. La imagen era hasta bonita, como un girasol gigante partido por la mitad, clavado ahí en el piso, pero sólo duró como un segundo. Imagen bonita pero aterradora, más aterrador todavía el ruido que hizo, los cuadro se cayeron de la pared, por eso me metí debajo del pupitre.

-Tienes buena memoria

-Esos sustos no se olvidan nunca

Cuando el locutor de la radio anunció las 12 en punto, Yadelis se levantó de su silla y avanzó hacia el interior de la casa, cinco minutos después regresó con individuales y cubiertos para el almuerzo

-Es chivo guisado y asado dijo la muchacha sonriente mientras iba a la cocina por los platos

-Delicioso, manifestó Luis Augusto, y me cuentan que por acá lo preparan muy bien

-Especial, muy especial para un invitado de honor, agregó Isabel.  

Luis Augusto disfrutó al máximo el momento, por primera vez en muchos meses se consideraba un hombre libre, liberado de las presiones del trabajo y en la agradable compañía de aquella ex compañera de estudios y su hija que se habían esforzado por atenderlo bien y por hacer que el tiempo pasara casi sin que se dieran cuenta.

Luis augusto señaló con su dedo índice los mangos maduros que se movían suavemente empujados por la brisa en las ramas de un árbol cercano al quiosco.

-Ese sería un buen postre después de semejante almuerzo, les dijo a sus anfitrionas

-No señor, le dijo Isabel, esos mangos son mírame y no me toque, son la decoración del patio, el que los quiera debe ganárselos.

En ese momento apareció Yadelis con tres generosas porciones de postre napoleón

-Espero que este postre le haga olvidar otros antojos, manifestó la joven

-Delicioso, manifestó Luis Augusto al saborear el primer bocado.

Cuando terminó miró el reloj y dijo:

-Nicolás, Nicolás, ya comiste ya te vas…

-Espérese un momento señor Luis, repose el almuerzo, siéntese otro rato. Juegue una partida de ajedrez con mi mamá.

Acto seguido colocó el tablero en la mesa

-Mi mamá me dijo que a ustedes les enseñaron a jugar ajedrez en el colegio. Un día compré este tablero y no lo hemos estrenado.  Jueguen una partida ustedes dos

Luis Augusto volvió a sentarse en la silla que ocupaba, tomó para sí las fichas blancas y dijo:

-No me acuerdo muy bien de las reglas del ajedrez, dijo Luis Augusto, pero jugaré la partida con una condición

-¿Y cuál es esa condición?, preguntó Yadelis

-Si gano, me dan veinte mangos de esos que son marca “mírame y no me toques”

-¿Y si pierde?, preguntó Yadelis con cierta inocencia

-Si pierde, que pague penitencia, se apresuró a contestar Isabel

-Me parece muy bien, contestó Yadelis ¿Qué opina, señor Augusto?

-Estoy de acuerdo, porque sé que no voy a perder, dijo Luis Augusto

-¿Y cuál sería la penitencia? Interrogó Yadelis

Continuará

¿Te gustaría leer la tercera parte de La Apuesta de Manaure?

La apuesta de Manaure (Primera parte)


 Escrito por:
Miguel Calderón Guerra

Ese día Luis Augusto se levantó con muchas ganas de cumplirle la promesa a su amiga Isabel a quien no veía desde mucho tiempo atrás. La había localizado por redes sociales y de esa manera supo que vivía en Manaure junto a su hija, en una casa algo apartada del pueblo. Ambos tenían ganas de reencontrarse, así que él le prometió que pasaría a saludarla cuando se le diera la oportunidad.

Leer la segunda parte de La apuesta de Manaure

La vida de Luis Augusto era un torbellino de acciones en sus ocupaciones como gerente de ventas de una prestigiosa firma, dentro de la cual había ganado cierto estatus, pero se había concentrado tanto en el trabajo que ahora era una persona solitaria, sus días y sus noches giraban alrededor de los compromisos de trabajo y había dejado en el olvido a los amigos y a la mayor parte de sus conocidos.

Le había prometido a Isabel que la visitaría ese sábado en la mañana.

-“Pero sólo puedo estar allá un rato, hasta el mediodía” le había dicho

-¿Hasta el mediodía?, me parece muy corta esa visita después de tanto tiempo, espero que cuando llegues cambies de opinión.

-No creo, pero nos vemos el sábado

El sábado llego y Luis Augusto emprendió el viaje hacia Manaure.  Se detuvo en Uribia en donde compró una canasta de peras y manzanas, las frutas preferidas de Isabel. Llegó a las 9 en punto de la mañana a la dirección indicada.

Isabel lo esperaba con alegría, aunque vestida como hija de vecina, sin muchos arreglos personales ni maquillaje. Una gran alegría se apoderó de la casa, una estancia amplia con una sala bien decorada y un piso blanco y pulcro.

-Bienvenido a tu casa, aquí puedes venir cuantas veces quieras para que te libres por un rato de ese trabajo que te ha hecho rico pero que te está envejeciendo antes de tiempo

- Gracias Isabel, gracias, pero no tienes que insultarme para brindar tu hospitalidad. Tú no cambias, esa lengua tuya es muy brava.

En ese momento salió del cuarto una joven de cabello ensortijado, mitad castaño y mitad rubio

-Te presento a mi hija Yadelis

- Mucho gusto Yadelis

-El placer es mío Luis Augusto, soy su nueva amiga y con mugo gusto

Los tres rieron a carcajadas para celebrar la rima en que se había convertido aquel saludo

Se sentaron en los puestos de la cabecera de una mesa de madera de guayacán de ocho puestos bajo el techo fresco de un quiosco de palma. Trajeron una jarra de agua de panela y le bajaron el volumen al radio en el que se escuchaban canciones vallenatas.

El resto del tiempo la pasaron recordando las buenas épocas de la primaria y de la secundaria en el Gimnasio Girardot.   Se rieron al recordar las travesuras del “Canillón” Rodríguez, de Paulino Polo de “Abecedario” Quintana y de las ocurrencias del profesor Eudilio Duarte, quien recorría los pasillos jugando al yoyo, pero con disimulo cuidaba de que todo estuviera en orden.

De pronto Isabel hizo remembranza de  uno de sus recuerdos más impactantes de los tiempos de la primaria

Continuará

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domingo, 27 de marzo de 2022

La edad dorada de la radio en Maicao (segunda parte)


 

Escrito por: Alejandro Rutto Martínez

Leer la primera parte de "La edad dorada de la radio de Maicao"

En este recorrido por los tiempos de la edad dorada de la radio sería bueno mencionar cómo nació la radio en Maicao, pero eso ameritaría una serie completa y extensa, de manera que le voy a contar sólo una pequeña parte, con la promesa de presentar un estudio más amplio en otra oportunidad.

Me cuenta mi amigo el ex concejal de Maicao y ex representante a la Cámara Luis Cepeda Arraut, residenciado hoy en Cartagena y Magangué, que en 1.962, cando era un jovenzuelo, llegó a Maicao en busca de nuevos horizontes y se le ocurrió la idea de montar una emisora. Para tal efecto se asoció con José Martínez, empresario de radio de Fundación (Magdalena) y locutor y juntos montaron Radio Maicao, para lo cual utilizaron algunos equipos ya usados anteriormente  y de poco alcance.           

    


Aún así, la emisora llegaba a un radio de cuarenta kilómetros a la redonda, lo que le permitía ser escullada en Paraguachón, algunos pueblos de Venezuela y en las rancherías vecinas.
  Con las relaciones de los propietarios lograron conseguir que el Ministerio de Comunicaciones les otorgara una licencia como radio cultural lo que les permitía emitir programas musicales, humorísticos y de variedades.
Luis Cepeda Arraut

La nómina de locutores estaba integrada por los socios Luis Cepeda Arraut, José Martínez y un profesional de Fundación llamado Marcos Pérez, quien después de un tiempo no soportaría las ganas de volver y se regresó a su tierra.

Nos cuenta Luis Cepeda Arraut, un hombre de memoria prodigiosa, que la emisora se montó en la calle 12 con Carrera 11, en la casa de la señora Rosa Solano Ospina.  El novedoso proyecto, el cual revolucionó a la sociedad maicaera, fue posible gracias al tesón de sus precursores quienes desde el principio debieron enfrentar un grave problema, muy difícil de superar: por esos tiempos en Maicao no había servicio de energía eléctrica y no se conoce la primera emisora que funcione con leña, carbón o gas propano.

Esta contingencia fue superada gracias a la generosidad del comerciante Teófilo María, propietario de una planta eléctrica que utilizaba para proveer electricidad a su residencia y al almacén de su propiedad, quien no tuvo ningún reparo en permitir que la emisora se conectara desde las 6 de la mañana hasta las 7 de la noche.

Había nacido de esa manera la radio en Maicao. La radio abierta, a través de los aparatos convencionales, valga la aclaración, porque anteriormente existieron algunas “emisoras” consistentes en varias bocinas situadas en la parte superior de una vara (o un tubo) bien alto desde donde se emitían programas y avisos comerciales. También se utilizaban para ciertos avisos parroquiales como la apertura de matrículas en la escuela, los horarios de la misa y felicitaciones a quienes cumplían años o se graduaban como bachilleres en la Divina Pastora o el Liceo Padilla de Riohacha (en Maicao no había colegios de bachillerato).  Uno de los dueños de estas singulares emisoras era Chalindú, un personaje que fue símbolo del Maicao de los años cincuenta y sesenta.   

El gran Chalindú tenía además un móvil en el que vendía productos medicinales de fabricación artesanal que servían para todo: desde limpiar el hígado, hasta matar las lombrices; desde gotas para que los ojos volvieran a ver perfectamente bien y sin gafas hasta jarabes para la memoria. Los maicaeros y los visitantes de otros lugares se familiarizaron con su voz de patriarca paisa, le compraban sus medicinas y le pedían que les hiciera el favor de divulgar sus anuncios. Cuentan los testimonios de la época que los menjurjes de Chalindú funcionaban al pie de la letra, con todos los beneficios que él ofrecía en sus convincentes alocuciones.

Pero dejemos esa era antigua y volvamos a tiempos más cercanos a nosotros en donde estábamos, con Luis Cepeda Arraut, José Martínez y Marcos Pérez y su Radio Maicao, conectada a la planta de Teófilo María ¿Se acuerdan?

Pues bien, la emisora funcionaba a las mil maravillas y era un verdadero acontecimiento.  Sus programas culturales hacían parte de la escasa diversión de un pueblo bucólico en el que las horas transcurrían lentamente y se invertían en atender los locales comerciales, luchar para conseguir agua, fabricar chirrinchi y barrer las terrazas en donde se acumulaba el polvo trasladado por la brisa desde las pocas y arenosas calles de un caserío con ínfulas de pueblo.

Un día cualquiera doña Rosario Solano Ospino hizo lo que pocas veces acostumbraba: tocar a la puerta de la sagrada cabina desde donde se emitían los programas de Radio Maicao.

-¿Qué se le ofrece, doña Rosario?

-Tenemos visita, don Lucho

-¿Y es muy urgente que la atendamos? Usted sabe que a esta hora estamos en Tic Toc, el programa de más sintonía en la emisora.

-S no fuera importante no lo habría interrumpido, usted sabe que yo nunca lo molesto.

-Está bien, doña Rosario, dígale a la visita que nos espere diez minutos mientras terminamos y lo atendemos.

Luis regresó a la cabina un poco preocupado

¿Quién podría ser esa visita tan importante que llevó a doña Rosario a interrumpir el programa más importante de la emisora?

Continuará

Leer la primera parte de "La edad dorada de la radio de Maicao"

Leer la tercera parte de "La edad dorada de la radio de Maicao"

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