José Ortega y Gasset: “Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas.”
Primero que todo es bueno aclarar que estudié en nuestro querido y viejo colegio San José en los tiempos en que era una institución privada. Así como lo leen: el más emblemático de nuestros planteles públicos era privado: privado de acueducto, privado de laboratorios, privado de profesores licenciados, de abanicos, de baños, de libros nuevos…de todo.
Mis cuatrocientos veintitrés compañeros y yo nos apretujábamos en once salones alrededor de una cancha descascarada en donde nos reuníamos alborozados a la hora de recreo bajo el inclemente sol de las 10 de la mañana felices de habernos librado, al menos temporalmente del sufrimiento interminable del álgebra y la pesadilla infinita de la contabilidad.
En algunas ocasiones nos refugiábamos en la biblioteca, en donde yo era feliz ojeando y hojeando libros cuya impresión se había producido dos décadas atrás. Era feliz, digo, porque era un adicto a la lectura de biografías y esos vetustos ejemplares me permitieron tener el primer contacto con Einstein, Sócrates, Aristóteles, Descartes, Dumas, Bocaccio… Ricardo, mi inseparable amigo de 6º. B al parecer no estaba del todo satisfecho con la oferta de aquel cuarto de antigüedades bibliográficas y una vez me compartió con toda la seriedad que podía evidenciar el más mamagallista del curso, su temor de que un día fuera a toparte con un dragón o alguna fiera prehistórica mimetizada entre los ejemplares forrados de polvo y basura.
Recuerdo que cuando llegué al primer grado de la secundaria (sexto grado diríamos hoy), los líderes del consejo estudiantil, que eran unos tipos viejísimos, como de 17 años, lideraban una prolongada lucha por dos reivindicaciones muy importantes: la construcción de una nueva sede donde pudiéramos acomodarnos todos en mejores condiciones y el nombramiento de profesores licenciados, con título universitario.
Es bueno anotar que en la época el sistema educativo en la región surtía sus vacantes de profesores acudiendo a normalistas y bachilleres “de los de antes”, quienes según el criterio popular sabían más que los licenciados de estos tiempos.
Teníamos muchas carencias y muchas ganas: en horas de la tarde teníamos unos grupos de estudios en los que cada quien ilustraba a sus compañeros en los temas que eran de su dominio. Así, Ricardo (el mamagallista que le tenía miedo a los dragones), nos explicaba matemáticas y a cambio yo le ayudaba a entender la revolución sandinista en Nicaragua, con el resultado final de que yo aprendí a contar muy bien los muertos causados por todas las guerras centroamericanas pero no fui capaz de encontrar un método adecuado para enseñarle que las guerras son enfrentamientos inútiles creados por gobernantes de sobrada inutilidad para encontrar medios pacíficos para la solución de conflictos.
Dos días a la semana, martes y jueves, teníamos nuestro Centro de Estudios Filosóficos, dirigido por el profesor Vicente Salcedo, quien cumplía religiosamente este compromiso sin que le reconocieran horas extras y sin que ese particular ejercicio de la cátedra estuviera vinculado al Proyecto Educativo Institucional, pues éste ni siquiera se había inventado. El profe Vicente nos hizo amar la filosofía, tal vez sin saberlo, nos moldeó en la disciplina de la puntualidad que tanto nos ha servido a lo largo de nuestras vidas. Además de que no cobraba por esta tarea, que cumplía con agrado, nos obsequiaba con un delicioso refrigerio proveniente de la cooperativa del viejo Javie.
Los profes se esforzaban por darnos las clases y eran lo que en las horas de la salida llamábamos, unánimemente, “unos buenos virriosos”. Traduzco: eran muy afiebrados con su trabajo y no nos perdonaban ni un solo minuto de clases. Y todo esto en una época en la que demoraban dos, tres, cuatro y hasta cinco meses sin pagarles.
A decir verdad, el colegio no tenía nada pero lo tenía todo; y ese todo lo transcribo en unas pocas palabras: mística y dedicación plena a las labores de enseñar y aprender.
La vida nos ha dado muchas oportunidades y algunos hemos podido trasegar por los senderos de la vida sembrando con laboriosidad y cosechando con regocijo. Y hoy, con el saco aún colmado de semillas y las manos llenas de frutos le agradezco a Dios y a mis educadores lo que pudieron hacer por mí en esas queridas aulas privadas de lo material pero dotadas de un deseo inmenso de aprender cada día más.
Alejandro Rutto Martínez es un destacado escritor italo-colombiano que ha dedicado una buena parte de su vida a la enseñanza sobre temas de ética y liderazgo en congresos, seminarios y universidades. Es administrador de empresas egresado de la Universidad de La Guajira y especialista en Administración de programas de Desarrollo Social en la Universidad de Cartagena. Especialista en Orientación Educativa y Desarrollo Humano en la Universidad El Bosque y Especialista en Docencia Universitaria en la Universidad Santo Tomás. Actualmente cursa la maestría en Ciencias de la educación en un convenio entre la Universidad de Matanzas (Cuba) y la Universidad de La Guajira (Colombia).
Es autor de seis libros y de numerosos artículos que se pueden leer en www.articulo.org y en su página www.maicaoaldia.blogspot.com. Puedes contactarlo a través del correo electrónico: alejandroruto@gmail.com o seguirlo en twitter: @Alejandrorutto