Nelson
Mandela: "No hay nada como volver a un lugar que no ha cambiado para
darte cuenta de cuánto has cambiado tú".
Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Las noticias de la radio
venezolana anunciaban un temporal que se desplazaba por el Caribe y las
autoridades recomendaban a los pescadores regresar temprano a sus casas. Las
aerolíneas notificaron la suspensión de los vuelos de la tarde y por eso
el flamante DC 3 de la mañana permanecería un rato más de lo acostumbrado en la
plataforma, con la finalidad de que los viajeros fueran al Centro, hicieran
algunas compras y regresaran con prontitud para el viaje de regreso antes de se
sintiera la fuerza del mal tiempo.
Por eso no era una mañana como
las otras en que todo se hacía en calma: los pasajeros bajaban con tranquilidad
por las escaleras metálicas, miraban hacia la multitud para identificar a los
familiares o a los amigos que los esperaban y se desplazaban hacia la
parte externa en donde abordaban una camioneta Ford 100 de cualquier color que
los llevaría hacia algún lugar de la bulliciosa zona comercial
Recuerdo que los pilotos
ese día no se fueron de paseo como
lo hacán otras veces. Se quedaron en la peluquería en donde uno de ellos pidió
que le recortaran los escasos cabellos de lo que dos décadas atrás debió ser
una frondosa melena. El otro se limitó a leer el ejemplar del día de uno
de los diarios de la capital.
Los pasajeros desaparecieron
con prisa. El último de ellos era un hombre alto,
como de 50 años de edad, flaco, de camisa blanca, pantalón blanco y vestido
marrón. Vestía exactamente como el excéntrico vendedor de lotería de la calle
15. Su único equipaje consistía en un maletín ejecutivo negro, un poco más
grande que el usado por los cambiadores de moneda extranjera en la plaza Simón
Bolívar.
Cuando estuvo en la calle no
había ya un solo taxi cerca y lo vi correr para alcanzar la última camioneta,
pues su decepcionado conductor ya había iniciado el camino de regreso hacia el
centro, para encontrar clientes que justificaran su trabajo de la jornada.
Regresé a casa pero me prometí
regresar en un par de horas para observar el despegue del avión en un día de
lluvia y de mal tiempo anunciado. Con un poco de suerte, pensaba yo, podría
saludar a los pilotos y decirles que cuando fuera grande quería ser como
ellos. Por ese entonces en la aurora de mi vida me veía a mí mismo
cruzando la infinita curvatura del cielo a bordo de una nave desde la cual
pudiera ver como enanos la figura de
los muchachos grandes que me robaban la merienda en el caluroso salón de tercer
grado en donde tenía mi primer encuentro con la cartografía de mis realidades.
Camino a casa pude ver la
azorada desolación de un pastor de cabras al descubrir que en el camino desde
el corral hasta el bosque había extraviado dos de sus animales y escuché la
ardiente melodía proveniente de la rokola del bar Casa Blanca, en donde un
puñado de borrachos lloraba la partida inesperadas de la mesalina de labios
pudorosos quien los había enamorado con su voz meliflua y sus caderas anchas.
Se había ido por el camino verde hacia el extranjero en una más de las
aventuras vividas con sus blancos pies serenos y su indómita fantasía de
vendedora de caricias vibrantes y placeres pasajeros.
En casa estaban de fiesta por
la visita de mi primo Enisberto y su esposa Ligia. Mi mamá había preparado para
ellos (y también para nosotros) un espléndido desayuno con abundante chivo
guisado, arepa asada y leche cojosa. Saludé al primo con alegría y le expresé
con sinceridad mi deseo de que su visita fuera por varios días. Me
prometió que estaría en nuestra casa una temporada larga, para compartir
plenamente con su tía preferida y para jugar con nosotros al fútbol (en
realidad no era fútbol lo que jugábamos sino bola ‘e trapo”) y a dominó, dos de
nuestros juegos de familia predilectos.
Apuré la comida y por último
guardé la leche en el enfriador pues se me había hecho tarde para cumplir con
mis planes de esa mañana. Tomé mi bicicleta y regresé al aeropuerto en donde ya
había bastante movimiento de taxis y pasajeros. Por los altavoces del
aeropuerto se anunciaba la próxima partida del avión, lo que aligeró el
movimiento de taxistas, pasajeros, maleteros y empleados de los mostradores.
Busqué por todas partes a los pilotos pero éstos habían desaparecido y
seguramente estarían n en la envidiable cabina de mando
El cielo gris hacía presagiar
una abundante lluvia, lo que en realidad era, a mi modo de ver una buena
noticia, pues de ésta manera tendríamos un clima adecuado para jugar al aire
libre; agua para llenar nuestra menguada alberca y…unas vacaciones inesperadas
pero merecidas.
Los viajeros corrían presurosos
hacia la escalera pues un leve rocío marcaba lo que podría ser el inicio de un
fuerte aguacero. La señora del vestido rojo recién lavado se protegía con una
sombrilla roja de flores blancas; el hombre de la camisa celeste avanzaba con
una bolsa en cuyo interior almacenaba cinco manzanas compradas al señor Aníbal
Polo. El de la gorra de los Yankees de Nueva York, medía como dos metros y sus
pasos hacían retumbar el piso…
Finalmente la puerta se cerró y
los dos motores del avión se encendieron en medio de un ruido que posiblemente
se escucharía en el fin del mundo y una llamarada que brotaba de la
parte inferior de inferior de las alas.
Cuando el avión había recorrido
con pasmosa lentitud, el sol estaba casi oculto y solo se veía como el sutil
parpadeo de una estrella invernal. Sus rayos poderosos de otros días ahora solo
eran comparables al débil brillo de las velas agonizantes que había visto en
los ranchos humildes de los vendedores ambulantes.
Todo parecía normal, excepto la
lluvia y la brisa fresca. Todo parecía normal pero algo estaba por ocurrir y yo
no podía dar crédito a lo que mis ojos estaban viendo…
Continuará...