Crecí en el seno de una familia protestante en un pueblo que en su mayoría profesaba la fe católica. Fue un desafío importante, a través del cual aprendí a respetar las creencias ajenas y a ser tolerante con las burlas de los demás.
Fui blanco de escarnios y comentarios desafinados la mayor parte de mi adolescencia; era, a los ojos de algunos de mis compañeros, una extraña criatura, aunque yo me sentía un ser normal, solo que no corría con la corriente: era un lector disciplinado de la Biblia que no participaba de las celebraciones religiosas de la comunidad.
A quienes caminaban calles enteras detrás de una imagen que para ellos era objeto de veneración, les parecía gracioso que yo me arrodillara ante un Dios invisible. El mundo de antes fue menos tolerante con los diferentes, hoy lo entiendo.
Nunca asistí a alguna liturgia de la confesión católica, pero cada tarde, cerca de las tres, corría a pie descalzo con mis amigos de la cuadra hasta la torre de la iglesia para tocar las campanas que anuciarían que la hora diaria de la misa se aproximaba.
Éramos unos siete muchachos quienes teníamos el acuerdo tácito que quien llegara primero a las escalinatas del templo, se ganaba el derecho a hacer sonar esas enormes campanas que producían un sonido tan dulce y particular, único.
Por lo general nunca llegué de primero, no recuerdo haber sido el campanero en más de tres ocasiones, pero nunca dejé de acompañar a mis compadres de entonces; era mi forma de socializar y no parecer tan raro, además, encontré un tesoro que me pareció mucho más atractivo.
Detrás del altar, en alguna exploración que hice con Fidel Redondo, mi mejor amigo de entonces, encontramos un nicho lleno de obleas y a su lado un reposado vino español. No le dijimos a nadie de nuestro hallazgo, pero desde ese día, nunca nos interesó llegar de primeros en la carrera de campaneros ad honorem.
Esperábamos que todos subieran las encaracoladas escaleras del campanario y Fidel y yo nos dirigíamos al fondo a dar cuenta de las obleas y de una (o dos) copitas de vino, por cortesía no manifestada del Padre Oñate, el párroco del pueblo.
Algún tiempo después nos enteramos que esas obleas eran las hostias que se usaban en las misas de cada día, sentimos algo de vergüenza, no suficiente para dejar de hacerlo; Fidel y yo salíamos cada tarde sonrientes de la iglesia, llenos, pero de pan y vino.
La carrera por llegar primero hasta el campanario casi siempre la ganaba Juanchón, un corpulento vecino y algo mayor; tocaba esas campanas con entusiasmo y semblante de orgullo. Nadie le ganaba, y siempre mantuvo una disputa con todos los demás.
Fidel y yo, escuálidos y más pequeños, nos resignamos al vino y a las hostias. Cierta tarde, mientras sorbíamos extasiados esa delicia española, fuimos atraídos por unos gritos desesperados, corrimos hasta los atrios de la iglesia y una muchedumbre angustiada rodeaba el cuerpo de Juanchón, quien yacía inmóvil y sangrante.
La cuerda de una de las campanas, fatigada por el uso, se reventó, desestabilizando a Juanchón, quien, para tocarlas con más fuerza, colocaba cada pie sobre los tragaluces del campanario, unas aberturas de un metro en cada pared, cuatro en total; fue una caída de más de diez metros.
El dictamen del médico que lo recibió en el hospital, que más parecía un puesto de salud, fue concluyente: Juanchón, producto del fuerte golpe, falleció. El luto y el dolor visitaba a una familia muy cercana a la nuestra.
En Fonseca no había por entonces dependencias de medicina legal, no había ni medicina, así que entregaron sin tanto protocolo el cuerpo a los deudos para la respectiva velación.
Tampoco había salas de velación, de manera que el finado permanecía toda la noche en la sala de su casa hasta cuando las campanas anunciaban la hora de la ceremonia previa al entierro.
La noche del velorio de Juanchón fue especialmente oscura, no hubo luz en todo el pueblo, la casa estaba abarrotada de vecinos y amigos que acompañaban el cuerpo inerte de uno de los campaneros más connotados y queridos, sus familiares lloraban amargamente y en el ambiente se entremezclaban el olor de café con jengibre y el humo de cigarrillo.
Fue necesario traer sillas de las casas vecinas para poder acomodar a tantas personas que llegaban a expresar sus condolencias. En el centro de la casa, alumbrado por cuatro velas enormes, yacía el féretro con Juanchón adentro; cada cierto tiempo se acercaba hasta la caja mortuoria alguno, era conmovedor, nadie podía contener las lágrimas y la pregunta obligada, en tono de reclamación era: ¡Ay Juanchón! ¿Por qué te fuiste?
La solidaridad de los vecinos se hizo notoria; algunos trajeron bolsas de café y azúcar, otros, cajas de cigarrillos, las señoras se organizaron en brigadas, unas en la cocina preparando el café, otras lo servían y lo brindaban a los acompañantes en bandejas que también eran prestadas por algún vecino.
Dentro de la casa, acompañando a la mamá de Juanchón, estaban, vestidas de negro cerrado, las beatas del pueblo; rezaban de tanto en tanto alguna plegaria y oficiaban, también ad honorem, de endechadoras. Era una sinfonía de llanto lastimero y agudo, sobrecogedor.
En la calle estaban sentados los hombres del pueblo, desde el cura (por supuesto él no podía faltar) hasta el notario. Se hacían en grupitos, de acuerdo a sus filiaciones políticas y etílicas; sí, porque en los velorios de mi pueblo, al menos en esas épocas, el traguito era infaltable.
Así transcurrieron las horas, la mayoría se levantaría de su silla solo para acicalarse adecuadamente para llevar en hombros el cajón hasta su última morada, esa era la costumbre. El murmullo de la gente subía y bajaba y cada cierto tiempo se escuchaba el desgarro repetido frente al cadáver: ¡Ay, Juanchón! ¿Por qué te fuiste?
Cerca de las tres de la madrugada, tal vez porque el cansancio comenzaba a asomarse, el silencio dominaba todo el escenario fúnebre; apenas se escuchaba el gimoteo de la mamá del difunto.
A algunos les pareció escuchar el sonido de un golpe leve sobre la madera, nadie dijo nada, pero hubo una alerta general, de manera que el silencio se hizo más agudo y se afinaron los oídos. Nadie escuchó nada, pero continuó gobernando un silencio cómplice.
Alguna señora del combo de las rezanderas, creyó oír un gemido pequeño; se erizó espantada y con disimulo se echó la cruz entre cabeza y pecho: “Ave María purísima, sin pecado concebido” dijo con la voz quebrada.
La palidez de su rostro, evidenciado con la luz de las velas, alertó a una de sus compañeras, quien prudente y discreta se le acercó y le preguntó: “comadre, ¿qué le pasó?”; quedó estupefacta cuando aquella le reveló la razón de su transfiguración. “Sabe comadre, que a mí me pareció escuchar algo también” le respondió y a seguido se santiguó también.
Descompuesta, se dio la vuelta y se dirigió a su vecina de butaca más próxima, quien sostenía un rosario en la mano derecha y movía los labios sin emitir sonido: “comadre, imagínese que mi comadre Josefa escuchó un gemido extraño, y yo también; algo extraño está por suceder” le dijo con voz trémula y semblante transcendental.
“Comadre” le respondió esta, “y por qué cree usted que estoy pegada a las cuentas de mi rosario, yo también escuché algo muy extraño, Dios nos ampare y la virgen nos favorezca, pero aquí hay algo muy misterioso”.
Así de boca en boca, de comadre en comadre, en pocos minutos, todos en el recinto no hablaban de otra cosa que no fuera los extraños sonidos. Hubo pánico colectivo y las especulaciones no se hicieron esperar.
“Es el alma del difunto que está en pena”, dijo alguno; “son ángeles que vienen a buscar el alma de Juanchón, no ven que él era siervo de la iglesia, nadie tocaba las campanas como él”, se arriesgó a decir otro; “son demonios que pelean para llevarse el alma del difunto”, comentó alguien más; “ya dejen el alma de Juanchón quieta” apuntó el cura.
El barullo creció y el espanto también, no faltó quien dijera que a lo lejos se escuchaban gemidos raros, de ultratumba. Los parroquianos apuraban el trago para anestesiar al miedo, porque borracho resulta mejor enfrentarse a las cosas del más allá, decían; las beatas rezaban sin parar y de vez en cuando se volvía a escuchar: ¡Ay, Juanchón! ¿Por qué te fuiste?
La noche, que ya estaba agitada, se estremeció cuando de repente se escucharon golpes, quejidos y la voz de Juanchón que gritaba angustiado: “Ay mi madre, sáquenme de aquí nojoda, que yo no estoy muerto…” Ni la mamá de Juanchón se quedó en aquella sala, todos salieron despavoridos del lugar.
¿Quién es Jorge Parodi?
Nacido en Bogotá el 12 de febrero de 1965. Abogado, Especialista en Derecho Penal y Criminalística. Docente Universitario en las áreas del Derecho Procesal, Derecho Penal, Metodología de la Investigación y Argumentación Jurídica; Conferencista en temas de superación personal y liderazgo. Teólogo, Político y Empresario. Casado con Silvana Cohen, padre de 5 hijos y abuelo de 3 nietos. Fundador y Director de la revista Veritas, enfocada en temas de Teología. Gerente de Ondas de Restauración y de RPV mundo, emisoras virtuales orientada a la difusión de la cultura y la espiritualidad. Desde muy temprana edad incursionó en el mundo de la Literatura. Escritor de prosa y poesía, que ha conjugado con la elaboración de artículos científicos en el área del Derecho y escritos de superación personal y liderazgo.