Escrito por: Arcesio Romero Pérez
Retrotraer un siglo y sus alforjas deleitaron un auditorio con
la brisa de la añoranza de los buenos tiempos y las buenas costumbres. Hechos
como la escenificación de la esencia pueblerina del madrugar para contar los
aconteceres del pueblo generaron toda suerte de aplausos. Una época, que como
todo pretérito fue mejor, y aun así yace condenada en el rescoldo dejado por la
modernidad y sus afanes.
Menos mal nos queda el vehículo de la tradición oral para transportar y escribir con pluma y tinta los recuerdos del defenestrado siglo XX. Y por ese menester histórico, en una misión cuya encomienda fue el disfrute de la sonrisa senil de las señoras, nos sumergimos en los pasajes de una vida rociada por el sereno de la tranquilidad. Con la pícara expresión en sus rostros, las abuelas recrearon el laberinto que representaban las calles y callejones de los pueblos, sus nombres evocadores y el alumbrar de la luna del danzar de las sombras en las penumbras de los tiempos idos.
Tiempos que como el
melodioso despertar de la madrugada yacían aromatizados por el vapor del primer
café que sacó a relucir las limitaciones del pasado y el consentimiento de las
gracias de juventud.
Nos mostraron la magistral heredad del pasado donde se convidaba a coexistir en la armonía del colectivismo y la cooperación de una vida en una aldea cuya atmósfera era la familiaridad y la bien llamada “consideración”.
No
en vano, amigos lectores, siempre escuchamos que la mejor enseñanza proviene de
los mayores y mayoras, por ello, ahora, cuando la generación de entreguerras
sucumbe en las trincheras de la extinción, es apremiante oficiar al contingente
de relevo para que reescribe la historia, no como un espejismo de ficción, sino
como el derecho pleno de los adultos y jóvenes a sentarse todas las tardes en
las puertas y sardineles de sus casas a rememorar el mundo de ayer que tanto
apreció Zweig.