martes, 5 de julio de 2016

La triste historia del Águila pescadora



  

                                                                                     Nilson Pérez

Ese día aguilucho me exigió la comida más temprano y mientras iba camino a la bahía donde se ensenan los peces que no madrugan, eché un vistazo superficial por el bosque, estaba hermoso como de costumbre, lleno de silbidos matutinos de las aves que trinan desde el amanecer; apenas vi el movimiento de algunos animales grandes, la gacela amamantando su pequeño cervatillo, la liebre regresando a su madriguera, y una que otra ardilla inmovilizada con mi visaje sobre los cerezos paridos; lo único anormal esa mañana fue el escandaloso haeader de dos chorros de un automóvil clásico, que se movía casi en zigzag por el desolado pavimento que bordeaba los limites del bosque y del océano; al parecer sólo eran seis chicos gomelos en parejas que regresaban ebrios de una cabaña de campo bebiendo cervezas de botellas.

La pesca fue mucho más demorada que de costumbre, puesto que esta vez me tocó adentrarme más al interior del océano; pues era que  otra vez los barcos pesqueros el día anterior me habían ahuyentado las truchas que se agrupaban en cardúmenes.

No fue difícil para mi pescarlas, pero si bastante demorado, ya que me tocó esperar muy arriba hasta que nadaran menos profundas; pero cuando esto sucedió, me lancé en picada ¡si me hubieran visto! era tanta la velocidad, que escasamente me veía; entré y salí del agua cargando en mis garras una trucha que supongo nos iba a demorar tres días.

Pero tanta alegría no pudo permanecer demasiado, sólo me bastó ver a las liebres corriendo abajo en cualquier dirección, para saber que algo andaba mal, estaban tan aturdidas al igual que los monos y los micos, quienes aullaron hasta morir. 

El dolor más grande pensé sentirlo cuando vi la tortuga corriendo en su lentitud, con su caparazón encendido, ¡pero no! el dolor de madre es mucho más profundo, yo lo sentí primero cuando me di cuenta que muchas palomas murieron en sus nidos protegiendo a sus polluelos, y más cuando vi aquella gacela saltar sobre las llamas tratando de encontrar a su cervatillo que se había enredado en un junco. Fue lo último que alcancé a ver, puesto que las llamas se habían elevado tanto erigiendo una columna de humo impenetrable.

Volé muy rápidamente acordándome de aguilucho, conmovida por toda aquella tragedia ecológica; pero fue en vano todo esfuerzo. 

Las brisas marinas le dieron tanta velocidad a las llamas que devoraban hectáreas en cuestión de segundos, y del árbol aquel donde me habían nacido tres generaciones sólo quedaron sus raíces sepultadas en el recuerdo ¡a mi pobre polluelo jamás lo encontré! volé dos días con la trucha podrida en mis garras, abrigando la esperanza de encontrar a mi polluelo, ¡pero no!, todo cuanto había abajo era negro, el suelo quemado parecía las profundidades del abismo apocalíptico, y hasta el asfalto del pavimento recibió otra pasada. Lo único blanco que logré distinguir del antiguo bosque, fue el reflejo que se producía con el sol en el cristal de las botellas de cervezas que arrojaron días antes los gomelos del auto clásico.

¡Jamás encontré a mi aguilucho hambriento¡. Y si que perdí definitivamente toda esperanza, ese otro día en que rendida de cansancio y muerta de tristeza desperté sorprendida en la cesta de ese bombero. Aquel idiota que tuvo la “brillante idea” de venderme a estos desalmados coleccionistas de aves, que no hacen otra cosa que darme de comer sus asquerosos ratones blancos.

Aunque aquí por lo menos he tenido tiempo de pensar, y he concluido que si Dios les hubiera dado alas grandes a todos los animales,  aquellos que perecieron no se hubiesen quemado de es manera, ¡aunque viéndolo bien! Encerrados tampoco les hubiese servido de mucho  ¡porque estuvieran en la misma condición de la famosa  águila pescadora!

                                                                                                            Nilson Pérez


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