Emotivo artículo con el que el escritor Abel Medina Sierra le rinde homenaje a su señora madre Lorenza Sierra, fallecida el pasado 1o. de julio
Escrito por: Abel Medina Sierra
Murió mamá. Pareciera una frase
más bajo el imperio de la fría gramática. Pero no, encierra toda una carga
abrumadora de emociones, entre las pesarosas y las que viajan en el tiempo
persiguiendo, para reunirlas, viejas
calendas en las que se añora la miel materna de los primeros años.
Uno cree que la conciencia de la
transitoriedad del ser le servirá de consuelo. No es cierto, aún seguíamos
aferrados a la esperanza de una abuela
invicta al tiempo, de una mujer fuerte que atara los nudos de cada generación.
A mamá le faltó poco para darle 84 vueltas a
la rueda de los anales, tiempo que agradecemos a Dios por dejarla con
nosotros; pero que también se nos hace escaso
para disfrutarla.
Mamá siempre fue una mujer
sufrida, por eso su corazón no ya venía
resentido cuando un aneurisma y tres infartos se ensañaron con ella. Aun
así, encontraron lidia en una mujer que se
aferraba a la vida. “La Vieja Lola” magnificaba las tragedias y cuando
no las había las inventaba. El fruto ácido de la desdicha comenzó a arruinar
sus días desde la muerte de mi hermano Erasmo Jr y mi padre.
Murió cuando ya no
quería seguir luchando, cuando tantos medicamentos le arrancaron el sabor a sus
comidas preferidas, cuando la angustia existencial le espantó el sueño y sintió que ya no podía caminar por sí sola.
“Amigo mío, hasta aquí le acompaño” le alcanzó a decir a su vecino el profe
Felipe Ustate, días antes de irse a Barranquilla al tortuoso camino de cama en
cama y donde, al final, le llegó la muerte.
Solo una vez, estando yo muy niño,
la vi bailar con donaire y soltura. Después se encerró en un luto eterno,
mordiendo terrones de dolor con cada quebranto de salud de sus hijos; con la
llegada o partida de cada uno hacia los exilios a los que nos manda el destino;
con las visitas de los amigos de mi difunto hermano, con la nostalgia de sus
hermanos que fueron aumentando el inventario de ausencias.
Mamá dormía poco, y en sus
últimos días casi nada.
Quizás padecía una vigilia poblada de preocupaciones y
sí que tenía por quién preocuparse. Son hasta ahora 14 hijos, 44 nietos, 36
bisnietos y 4 tataranietos. “Lágrima
veloz” solían llamarla en tono de burla mis hermanos menores, su sensibilidad
ante la alegría y la tristeza inundaba de
salobre humedad cada una de sus fibras. Las sustancias tormentosas de la
vida, fueron minando la prisión de sus huesos, su cúmulo de años.
Aun así, mamá siempre estaba
allí, llamando si alguno de nosotros no
lo hacía, imaginando en cada delicia que preparaba, a uno de sus hijos sentados en su mesa;
tratando de predecir si estamos enfermos o no.
Anclada en esa fontana que es la
casa materna, mamá siempre fue el ánfora que recibía alegrías y tristezas de cada uno de nosotros.
Es que la casa solo es una, la de mamá. No es solo ladrillos, la casa tiene cara y
alma, y esa es la de la madre. Creando la magia olorosa de un café en la mañana;
caminando la cuadra de la casa en la mañana
con la pesadez de los siglos ralentizando sus pasos; pangando o adobando con paciencia de alquimista la carne para el
almuerzo o sentada en la terraza mirando el sol resbalar por el crespúsculo,
allí siempre estará pintada en la memoria la imagen de esa viejita con sus
hilos de plata, copito de algodón.
Ahora sentimos que en esa casa,
ronda un aire triste sin apelaciones, preñado de ausencias, cada rincón es
delación de una carencia. Además del sentimiento de pérdida del ser en el que
se produce el milagro de nuestra vida, la falta de una madre es también la
pérdida de cohesión de la familia, es la falta de referente y del espacio común
como es la casa.
Lorenza Sierra Mejía, mi madre, nunca aprendió
a leer ni a escribir como muchos de su
generación, y como ella, de origen campesino y rural. Cualquiera me reclamaría
que siendo profesor de lenguaje y escritor, nunca haya intentado alfabetizar a quien me dio la vida. Lo cierto
es que mamá nunca lo necesitó, la escritura no era su código generacional.
Sabía leer mis preocupaciones en cada
gesto, interpretaba cada anuncio con vaticinio certero; escribía con impronta
indeleble cada consejo, cada advertencia.
Se nos fue mamá, solo nos
aferramos a la fe que su partida sea una
puerta hacia la gloria de Dios pues para nosotros lo fue desde siempre. Nos seguiremos aferrando a
su recuerdo pues si hay algo peor que la muerte es el olvido. El tiempo que
pasa es el del olvido y no el del recuerdo que siempre nos acompañará con su
imagen cándida y su cabello de motas de algodón. Adiós, madre mía.
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