miércoles, 17 de noviembre de 2010

Manuel Rosado Iguarán: lecciones para toda la vida

Por: Alejandro Rutto Martínez

El profesor Manuel Rosado Iguarán tenía, por lo menos, cuatro grandes pasiones en la vida: la familia, los números, la docencia y el trabajo duro. De alguna manera se las arregló siempre para disfrutar la vida y dedicarle tiempo suficiente a cada uno de los campos en los que era inmensamente feliz.


Combinar los números y la docencia no le resultó difícil pues de manera inteligente escogió el área en la que debía enseñar a sus discípulos del colegio San José: las matemáticas. Combinar el trabajo con la familia también le resultó sencillo pues estaba convencido de que el trabajo duro era el medio que Dios le había dado para sostener una familia en la que se combinó siempre la disciplina de él como padre y la ternura de “la seño” Pilar Antonia Ojeda como Madre.

En las aulas del viejo colegio San José de la Calle 13 en Maicao el profesor Rosado se ganó un lugar en la historia gracias a su consagración como maestro de fe; a su seriedad a toda prueba; a su apego a las normas; a su conocimiento profundo del arte de la enseñanza; a su inclinación por el orden perfecto.

Una vez instalado en la historia no le fue difícil convertirse en leyenda y eso es en lo que hoy se constituye: en una leyenda de la institución en que enseñó teoría de conjuntos, ecuaciones y matrices; en el barrio El Carmen en donde se hizo conocer como hombre profundamente humano y en las calles de Maicao en donde por igual era conocido como el más pulcro profesor o el conductor más cuidadoso dueño de una impecable camioneta Ford roja modelo 72, la cual, después de veinte años de uso, lucía más nueva que los autos de modelo reciente.

Ser parte de la clase del profesor Rosado era una experiencia rara: por un lado sabíamos que estábamos en las mejores manos posibles, pero por la otra éramos conscientes de que durante sus clases no había derecho para las distracciones, ni para los juegos, ni para mirar a otra parte. Toda nuestra concentración debía estar dedicada a los números o a la combinación de éstos con las letras, mezclados en un temible y horroroso libro conocido como “El álgebra de Baldor”.

Unos años más tarde, cuando habían quedado atrás los tiempos del San José, las previas de álgebra y las clases del gigante profesor de la camioneta roja comprendimos la importancia de tener buenos hábitos y de someterse a las normas de convivencia tal y como éstas habían sido definidas.

La memoria me traslada a las siete de la mañana de cualquier día en mis tiempos de estudiante imberbe en la secundaria. El tiempo transcurre y el profesor de matemáticas aún no ha llegado. Es bastante extraño porque nos tiene bien acostumbrados a su estricta e ineludible puntualidad.

El reloj sigue su marcha y han pasado quince minutos después de las ocho de la mañana. Un poco más y habrá terminado el tiempo de la clase de los números. Y nos habremos salvado del examen fijado para ese día. Pero a las ocho y veinte aparece presuroso el maestro, con su larga “Regla T” metida en una carpeta llena de papeles metida debajo del brazo y las tizas y el borrador en la mano. “Hagamos el examen de una vez, nos dice…acostúmbrense a no dejar para mañana lo que puedan hacer hoy”. Mientras escribimos comprendíamos que el compromiso de cada día era para cumplirlo sin disculpas. Y fue una lección bien aprendida para toda la vida.

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