Se iniciaba la segunda mitad de los convulsionados años ochenta y el país recordaba cada día los pavorosos hechos de la toma y retoma del Palacio de Justicia con su trágico saldo de muertos y de violación al recinto sagrado de la Justicia.
Por otro lado estaban abiertas las heridas causadas por la catástrofe de Armero y el río con lava ardiente que segó en una sola noche la vida de más de veinte mil compatriotas a los que la muerte sorprendió mientras disfrutaban de su plácido sueño después de una ardua jornada invertida en poner a producir una tierra fértil y amiga, que los había acostumbrado a darles cien veces lo que sembraban en ella.
En Maicao asistíamos al final de una bonanza comercial en medio de la cual se hicieron negocios multimillonarios en corto tiempo. Decenas de almacenes cerraban sus puertas y despedían trabajadores y los carteles de “se vende” fueron colgados en numerosos locales comerciales y casas de los sectores residenciales.
Por ese entonces comenzaron a escucharse las primeras voces de quienes sugerían la llegada de una nueva época y la necesidad de repensar a la tierra de todos. Si el comercio disminuía las costumbres seguramente iban a cambiar y era necesario hacer las cosas que nunca se habían hecho. Los jóvenes entendimos el mensaje y empezamos a trabajar en consecuencia. Corrimos a fundar la Casa de la Cultura y bien pronto tuvimos bien organizados todos los papeles con base en los cuales nacía la nueva organización.
Estábamos entusiasmados pero bien pronto comprendimos que solo teníamos una Casa de la cultura de papel y más nada. Del Instituto Colombiano de Cultura nos llamaron un día para decirnos que los setecientos libros solicitados para nuestra biblioteca (inexistente biblioteca) habían sido asignados y debíamos retirarlos en un plazo perentorio de las oficinas de esa entidad. Y nos advertían que un poco después la ministra de educación en persona estaría haciendo un recorrido por todo el país para verificar el servicio que se estuviera prestando a la comunidad.
No faltó el que hiciera la sugerencia de escribir a Bogotá contando la verdad: no teníamos local, ni biblioteca, ni casa de la cultura ni nada y que le dieran un mejor destino a los libros. Fue cuando Roberto Villanueva, un emprendedor de pura cepa y miembro del grupo, propuso hablar con el alcalde Billy Castro Polanco y pedirle que nos asignara alguna de las desocupadas oficinas del recién remodelado edificio de la alcaldía.
En la audiencia no salíamos de nuestro asombro cuando el alcalde decidió cedernos no solo un modesto local en el último rincón del pasillo (como casi siempre se ubica a la cultura) sino que, en un acto de desprendimiento, nos cedía las cómodas instalaciones destinadas a convertirse en su despacho. La felicidad nos inundó y no tardamos mucho en conseguir el mobiliario y en poner la nueva biblioteca al servicio del público. Poco después recibimos la visita de la ministra de educación quien se fue feliz y contando por toda Colombia el buen servicio que prestaban los libros entregados a los maicaeros.
No sé si Billy Castro Polanco recuerde este momento de su administración. Pero era hora de recordarlo y de hacerle un reconocimiento ante las nuevas generaciones.