“𝑬𝒍 𝒎𝒆́𝒅𝒊𝒄𝒐 𝒔𝒂𝒃𝒊𝒐 𝒄𝒖𝒓𝒂 𝒆𝒍 𝒄𝒖𝒆𝒓𝒑𝒐; 𝒆𝒍 𝒎𝒂𝒆𝒔𝒕𝒓𝒐 𝒔𝒂𝒃𝒊𝒐 𝒔𝒂𝒏𝒂 𝒆𝒍 𝒂𝒍𝒎𝒂.”
— 𝑷𝒓𝒐𝒗𝒆𝒓𝒃𝒊𝒐 𝒄𝒉𝒊𝒏𝒐
El profesor Edulfo Calderón Morales respira sabiduría. La lleva en los ojos, en la pausa con que pronuncia sus palabras, en el silencio que deja al final de cada enseñanza para que el alma complete lo que la mente no alcanza a comprender. Nació en Valledupar, un 22 de marzo de 1950, bajo el cielo de Cañahuate y bajo la tutela de sus padres: Elvira Mercedes Morales y Eladio Antonio Calderón Galindo, el recordado Toño Calderón, uno de los últimos curadores del Valle.
Desde pequeño mostró señales de una inteligencia profunda, un niño que no se conformaba con repetir lo aprendido, sino que buscaba entender el porqué de todo. Estudió en la escuela Vicente Roig y Villalba —llamada por todos “Navalito”—, y luego en la Escuela Tercera para Varones, donde se destacaba más por sus preguntas que por sus respuestas.
En 1966 ingresó al Colegio Nacional Loperena, y desde entonces ya dejaba una huella de grandeza. Era un discípulo sobresaliente de sus profesores: mientras otros se distraían con la brisa vallenata, él parecía escuchar voces más antiguas, quizá las del universo.
Fue deportista brillante, amigo ejemplar, esposo amoroso de Magdalena del Carmen Díaz Oñate, padre de Edwin, Isis, Morian e Indi, abuelo tierno de Sean y Jesod. Pero por encima de todo eso, fue maestro. De los verdaderos. De los que enseñan lo visible y lo invisible.
Vivió en muchas ciudades y pasó por muchas aulas, pero sería en Maicao donde su figura alcanzaría la estatura de leyenda. Aquí llegó con una melena frondosa como la de los revolucionarios afrocaribeños, como la del futbolista Diego Umaña y una voz capaz de convocar a la razón y al asombro. Además de dar sus clases: ofrecía revelaciones.
Explicaba teorías y descorría velos. Hablaba de átomos como quien revela secretos de familia, y citaba a Shakespeare con la reverencia de un sacerdote ante el texto sagrado. Lo hacía en español y en inglés, y con ambos idiomas dejaba al público hechizado.
Durante un largo paro de docentes, en los años ochenta, convirtió el patio del colegio en el aula en donde solo se hablaba de ciencias.
Mientras muchos profesores se ausentaban, él se presentaba cada día. No le pagaban, pero eso no lo detenía. Los estudiantes llegaban por su propia cuenta, guiados por algo más fuerte que la obligación: la sed de aprender.
Cuando los salarios dejaron de llegar y la dignidad comenzó a peligrar, el profesor Edulfo dio un paso silencioso. Renunció a las aulas y abrió un pequeño almacén de plantas medicinales. Su nuevo trabajo era también un improvisado salón de clases que tenía por techo el cielo y como pupitres, los bancos de madera y los andenes bajo el almendro legendario de la calle 11 con carrera 14.
Allí seguía enseñando, aunque el pizarrón se hubiera transformado en la corteza de un árbol. Muchos llegaron por un remedio para el cuerpo y salieron con una medicina para el alma.
Mi padre, por ejemplo, lo encontró un día en esa farmacia mágica. Volvió a casa con una bolsa de infusiones y el rostro iluminado. “Este es un sabio de verdad”, dijo. Al conocerlo, entendí a qué se refería: quien tales remedios le habían entregado era nuestro guía.
Edulfo cura, y cura con plantas, pero también con palabras.
Hoy, ya pensionado, sigue viviendo con el alma encendida. Su casa se ha convertido en un templo para quienes buscan salud, consejo o simplemente el privilegio de escucharlo. No da clases en colegios, pero cada conversación suya se convierte en una cátedra. Habla desde la convicción de quien ha recorrido casi todos los caminos posibles y desde la profundidad de los silencios.
El profesor Ildefonso Coronel lo llama gurú. Y vive agradecido con él. “Edulfo ha sido muy importante para mi familia y para mí, ha sido el mejor médico que hemos tenido cuando mi esposa ha afrontado quebrantos de salud. Me apoya de una manera desinteresada y con una dedicación que me sorprende cada día más”.
Yo diría que es más que un gurú. Es un hombre que ha descubierto el equilibrio entre el saber y el ser. Un faro sin arrogancia. Una enciclopedia viva, perfumada con menta y eucalipto. Un anciano que sigue joven porque nunca dejó de aprender.
Edulfo Calderón demuestra que algunos hombres que no se jubilan de su vocación, aunque hayan dejado atrás el aula. Sigue enseñando porque nació para ello. Y quienes lo escuchamos, aunque sea una vez en la vida, llevamos dentro una semilla de luz que jamás se apaga. Y todo porque el médico sabio cura el cuerpo; el maestro sabio sana el alma.
Bibliografía consultada: https://n9.cl/pvg59
Autora de la biografía consultada: Shery Ortega Martínez
Agradecimientos: Magdalena Díaz Oñate.
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