Autor: Alejandro Rutto Martínez
A las siete en punto de la noche, cuando introdujo la llave en la cerradura de la puerta, Ovidio presintió que algo raro iba a sucederle.
Contuvo la respiración y giró su mano hacia la izquierda como le había enseñado el camarero del Hotel Granadino cuatro días antes cuando recién llegaba a la ciudad. Empujó suavemente la puerta, dio un paso hacia delante y observó preocupado y estupefacto el espectáculo que se mostraba ante sus ojos: el cuarto estaba... estaba casi vacío.
La cama de un solo cuerpo, la nevera-bar, el televisor, la cómoda y la silla habían desaparecido junto con su equipaje, los libros y los periódicos.
En la pared más próxima al baño habían fijado un cuadro en el cual se apreciaba a un hombre de luengas barbas crucificado con la cabeza hacia abajo, lleno de sangre y con un horrible gesto que delataba los espantosos dolores sufridos durante su martirio. Miró hacia todas partes pero no pudo encontrar ningún rastro de los muebles ni de sus objetos personales.
Quiso entrar, para revisar el cuarto de baño con la esperanza de encontrar, al menos, la máquina de afeitar que le regalara su hijo Plinio y su cepillo de dientes, pero lo invadió de repente una sensación de temor y decidió salir lo más rápido que pudo hacia un lugar más seguro. Cuando se disponía a marcharse echó un último vistazo al cuadro. Sus medidas eran de dos metros de alto por uno veinte de ancho.
El pintor había utilizado colores fuertes pero, sobre todo, el rojo y el anaranjado. El hombre de la imagen estaba envuelto en una sábana y fijado a dos gruesos maderos en forma de cruz por tres clavos exageradamente grandes. La sangre le corría de los pies hacia la cabeza y había salpicado los listones, el manto, la barba y el cabello de la víctima.
Algo en especial le llamó la atención y entonces su angustia fue mayor; cerró la puerta de prisa e hizo un esfuerzo para convencerse de que no era verdad lo que había visto en el último momento:
Las gotas de sangre no solo salpicaban el rostro exangüe del crucificado; no solo manchaban su vestidura blanca, no solo se colaba por su barba y su cabello, sino que... salpicaba el piso de la habitación. ¿El piso de la habitación?
No. No era cierto porque la sangre, el cuadro, el hombre muerto y todo lo demás era ficción; producto de la creatividad de algún artista y él, Ovidio Manuel González Iglesia, a sus 58 años, ya estaba muy crecido para andar creyendo en vainas.
Caminó presurosamente hacia la escalera por la cual bajaría a la recepción para averiguar por los muebles y por sus pertenencias.
Cuando había recorrido un metro sintió cierto gemido a sus espaldas. ¿Un gemido? No. Tal vez fue un animal. En el tercer piso se alojaba un matrimonio y al niño de éstos le había visto un perrito pekinés en horas de la mañana. Sí, eso era; no había de que preocuparse. Continuó su camino, pero volvió a escuchar un quejido lastimero proveniente de la garganta, ¡no! Del alma de alguien que sufre. Ahora si estaba seguro. No era el ladrido de un pekinés ni el quejido de otro animal. Era el grito apagado de un ser humano al borde de la muerte. Una expresión lastimera, humana y absolutamente sincera de alguien que sufre.
¿Qué haría ahora? ¿Continuaría su camino y olvidaría aquel sonido de otro humano quejándose por el dolor? ¿Se quedaría allí esperando un nuevo rastro de la misteriosa voz moribunda?
No debió esperar mucho para escuchar de nuevo aquel grito desesperado. La voz lastimera esta en alguna parte, cerca del sitio que él ocupaba ahora en el pasillo. Para ser más exacto, el llamado angustioso provenía ¡Bendito sea Dios! Provenía de la habitación 301 su propia habitación...
¿Y qué iba a hacer ahora en ese pasillo largo, solitario y libre de todo rastro humano proveniente de la habitación que él mismo ocupara y cuya llave tenía aún consigo? ¿Huirá despavorido sin saber exactamente de que huía? ¿O se devolvería para enfrentarse de una vez por todas con el misterio y también con el peligro?
Vio su reloj. Habían transcurrido solo tres minutos desde cuando abandonó el cuarto. Tres largos minutos en los que la tierra había continuado su perenne recorrido alrededor del amo de los astros, pero él seguía ahí petrificado, como le sucedía en las noches lejanas de la infancia cuando sus hermanos mayores y el novio de su hermana se dedicaban a contar cuentos horrorosos e interminables de muertos que regresaban de la tumba; de voces que salían de ninguna parte; de gritos que se sentían en donde no había nadie; de pasos presurosos cuyos dueños nunca fueron vistos; de gritos de vaqueros conduciendo una bulliciosa manada de vacas sin que nadie pudiera ver nunca los animales ni a quienes los guiaban; de ruidos extraños en habitaciones desocupadas; de sombras extrañas....
En fin... se sintió acobardado como en aquellas noches en las cuales, después de escuchar a los adultos y sus historias macabras durante dos o tres horas, lo único que lo tranquilizaba era meterse en medio de papá y mamá a pesar de las protestas y los regaños de sus viejos. Tan viejos en aquel entonces como lo era él en este día y a esta hora en que el horror se alojaba en cada una de sus células, sin saber si correr en dirección opuesta al peligro o enfrentarlo de una vez por todas sin importa cual fuera el precio de tal acción a la cual algunos llamaban intrepidez pero él había llamado siempre falta de prudencia.
Sin saber cuándo ni porqué tomó de pronto una decisión. Sacando valor de alguna parte, se devolvió, llegó de nuevo ante la puerta, la abrió sin dubitaciones ni arrepentimientos tardíos para encontrarse con el espectáculo pavoroso (horror) de la miseria humana plasmada en aquel cuadro de tonalidades diversas en que el anaranjado de la tarde conversaba sin afanes con el amarillo del desierto y juntos elaboraban una sintonía de matices inigualables para hacerle una venia al rojo intenso de la sangre derramada en la humanidad exánime de aquel hombre moribundo o muerto, quien pudo haber sido un abuelo feliz de la tierra del sol; o un patriarca sabio del Oriente recóndito; o un pastor de ovejas en la llanura inmensa de la cual hablaban sus hermanos cuando no estaban sumidos en el espeluznante juego de contar historias de finados inconformes y de almas en penas; o un apóstol de los doce que acompañaron al Mesías. El que era y ahí estaba en el lienzo de un pintor desconocido.
La habitación estaba sola y vacía, salvo por la presencia de ese cuadro de belleza seductora y misteriosa. De ese lugar no podía proceder el gemido de un ser humano; por lo menos no el gemido de un ser de carne y hueso. Paseó la vista por las cuatro paredes de la habitación y no encontró huellas que delataran a alguien que hubiera gemido. Su mirada se detuvo de repente en algo a lo que antes no le había prestado atención; la puerta entre abierta del cuarto de baño.
¿A acaso él no la había visto cerrada cuando entró a la habitación, unos minutos antes? Si, la puerta estaba cerrada, no le cabía la menor duda. Pero ahora estaba ahí, abierta a medias, como retándolo burlonamente para que continuara su minucioso registro. ¿Quién la abriría? Se preguntaba.
Esa era una noche de sucesos inexplicables; cuadros insinuantes; gemidos acongojadores; soledades infinitamente desoladas; pasillos interminables; colores descollantes, recuerdos espeluznantes....
Y ahora... como si faltara algo, una puerta abierta cuando la lógica de la ciencia y la racionalidad de lo pragmático indicaban que debería estar cerrada como él la había dejado un rato antes.
¿En verdad estaba cerrada esa puerta? Eso era lo que él creía pero no podía confiar en su memoria miedosa en un momento como aquel, en que hubiera querido correr de nuevo hacia el pasado, atravesar la antesala del recuerdo; despejarse de la valentía fingida y meterse de una vez por toda en la cama de sus padres aunque éstos lo regañaban por su cobardía precoz.
Pero ya no podía actuar así. La infancia estaba a cincuenta años de distancia y sus viejos deberían estar reunidos a esta hora con el resto de sus mayores en algún lugar del más allá de donde solo regresaban muy de vez en cuando para aparecérsele en los sueños estremecidos de sus malas noches o en las historias recurrentes de su hermano mayor Rafael, a quien las borracheras cada vez más frecuentes, le daba por contar la vida y obra de sus padres desde que el viejo Egidio llegó en barco desde más allá del mar hasta la noche en que mama Juana cerró sus ojos mientras rezaba una oración para que su nieto Iván no volviera a convulsionar.
Oyó un nuevo ruido que lo obligó a salir bruscamente de su viaje al mundo del ayer. Una ráfaga de viento había movido las cortinas de las ventanas. Volvió a mirar hacia la puerta del baño y ésta seguía a medio cerrar. ¿Quién la había abierto? Él no lo sabía, pero... si estaba abierta era porque alguien más había estado en ese lugar.
En ese caso ¿Quién?
No había ninguna respuesta. En un momento de lucidez extrema o de locura irremediable él no podía distinguir bien de qué estado mental se trataba, caminó hacia el baño, empujó la puerta hasta abrirla totalmente y se dispuso a entrar. ¿A entrar? Aún estaba a tiempo de devolverse y de abandonar de una vez por todas aquel maldito lugar. ¿Irse? ¿Y quedarse por siempre con la curiosidad de saber que había adentro? No, no quería ser perseguido por la incógnita. Así que se tragó su miedo, sacó un poco de valor quién sabe de dónde y entró al baño.
Allí, en aquel lugar... vio lo que sospechaba ¡Nada! Ese sitio estaba vacío por completo. Ni siquiera su máquina de afeitar, ni su cepillo de dientes. En un rincón, cerca de la puesta pudo divisar un pequeño frasco con pintura roja y dentro de éste un pincel cuyo mango estaba manchado del mismo color.
Regresó a la habitación y de ésta al pasillo; escucho por última vez el quejido lastimero proveniente de algún lugar del edificio, pero no se devolvió.
Tenía la decisión de bajar a recepción a preguntar por sus cosas. Llegó a la escalera, descendió rápidamente y, cuando por fin estuvo frente a la recepcionista, le preguntó sin demoras:
-Señorita, soy huésped de la habitación 301. Al regresar no he encontrado mi equipaje ni mis objetos personales - ¿Es usted pintor?- No señorita no soy pintor- Un momento... profesión... pintor. Es lo que aquí.- Si, pero yo no soy pintor y hasta hace unas horas ocupaba esa habitación.- ¿Y usted dice que estuvo alojado aquí hasta hace unas horas?- Si señorita. Y aún tengo en mi poder la llave de mi habitación. La 301- Espere un momento, caballero.
La recepcionista hizo varias llamadas.
Ovidio esperó impaciente aquellos minutos. Según el reloj de su desesperación transcurrieron como treinta años. Según el reloj de la pared no habían pasado más de cinco minutos.
- Don Ovidio, mi compañera me informa de un pequeño cambio. Sus cosas han sido trasladadas a la habitación 201. La 301 se la hemos arrendado a un artista que por cada año visita la ciudad por estos días y siempre pide el mismo cuarto. Pensamos que usted no se molestaría.
En todo caso le ofrecemos nuestras disculpas y le obsequiamos este bono para que consuma lo que desee en el bar, por cuenta de la casa.- Ovidio hizo un gesto de comprensión, entregó la llave y recibió la que le ofrecían, junto con una tarjeta color azul. Caminó sin prisa hacia su nuevo cuarto, introdujo la llave en la cerradura, empujó la puerta y se encontró ante una cama limpia y ordenada; en el rincón una mesa y sobre la mesa la caja con sus libros. Todo estaba en orden. Todo menos sus ideas.
Por eso no pudo dormir bien esa noche. A la mañana siguiente empacó la ropa, sus periódicos viejos, los libros de segunda comprados a buen precio en la librería "MARKOS" y cuatro discos de Alfredo Gutiérrez, los cuales había comprado en un remante de música de antaño.
Pago la cuenta en el hotel, tomó un taxi hasta el Terminal, compró el tiquete de regreso a su pueblo, pasó por el puesto de revista en donde adquirió un ejemplar del "Diario el Atlántico" y se dirigió al puesto que más le gustaba: en la mitad del bus, ventanilla de la derecha.
Dos minutos antes de que el vehículo iniciara su marcha abrió el periódico y leyó el titular de grandes letras rojas: "El extraño caso del Hotel" la nota era extensa y en el centro de ella figuraba una foto a todo color: un cuadro en donde un hombre crucificado, con la cabeza hacia bajo, hacia esfuerzos por aferrarse a la vida.
AUTOR: Alejandro Rutto Martínez
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