Crónica
Por: Abel Medina Sierra
Al fin llegó el 16 de julio. “Ese fue el día que le escuché al padre, que Dios a todos nos tiene en cuenta” nos recuerda Diomedes. En el barrio en el que me crié es una fecha tan esperada como el generoso 24 de diciembre. Gala de los mejores atuendos, de la mejor disposición fiestera, de la animosidad del espíritu, del fervor religioso pero también del jolgorio popular. Ya desde días anteriores canciones de Diomedes, de los Zuleta o de Beto Zabaleta que cada año revalidan su éxito se encargaron de irnos predisponiendo al festejo. Las novenas supieron congregar a los fieles y contagiar con estridencia de bengalas y “varillas” una expectativa para que cada año la fiesta sea mejor.
Quienes hemos vivido en el barrio El Carmen no podemos sustraernos a un fervor que desde niño se alimenta de tradición. Y es que todos, como la mayoría de habitantes de Maicao, viven la fiesta por devoción; otros que han visto resquebrajada su fe la viven por tradición. Una sola vez tuve el infortunio de vivirla fuera de la ciudad y casi lloro de nostalgia.
En la lontananza de los habitantes del barrio se aglutinan recuerdos desde que la iglesia era una pequeña capilla de madera al lado de la terrosa cancha en la que glorias como Jairo De la Rosa, Jesús Molina o el extinto Azael Castilla arrancaban el aplauso con sus faenas balompédicas.
Eran épocas en que la fiesta de la virgen se vivía entre el fragor temeroso de la “bola de candela” y la “vacaloca” y los concursos de carreras en saco y la vara de premios. Hoy la fiesta tiene mucho de espectáculo pero se vive con igual o mayor intensidad y convocatoria.
Es la hora de la procesión. Algunos apenas de desperezan del festejo de la víspera. Otros llegan apresurados de viaje porque no quieren quedarle mal a la virgen. La iglesia se queda pequeña para acoger a los que llegan de todos los rincones de la ciudad. Mientras los privilegiados que lograron apreciar la misa se deslumbran con el esplendoroso arreglo de la virgen, afuera se comienza a apretujar la grey fervorosa. Allí entre ventorros y kioskos que expenden licor y golosinas para los niños, entre ocasionales ventas de escapularios, estampas, velas y demás instrumentos de imaginería popular la gente se apila para aplaudir a la advocación mariana del Monte Carmelo.
Las vírgenes comienzan a aparecer. Cada uno de los fieles ha querido siempre cargar a la patrona. Pero son tantos los concurrentes al festejo que con el tiempo se fueron resignando y decidieron adquirir su propia imagen.
Es la virgen de la familia. Llega cada familia, portando como estandarte glorioso, una escultura de la virgen del Carmen. El padre porta la virgen, a su lado se apiña la esposa, los hijos, los sobrinos, son como una especie de comisión familiar que se hace presente y que busca lugar en el cada vez más estrecho espacio del frente de la iglesia. Otros traen la virgen en el carro, decorada con flores, en improvisados retablos, sobre bases de icopor o de madera.
Lo importante es llevar la virgen, es ponerla a caminar detrás de la imagen mayor. Lo que importa es que cada familia haga su pequeña procesión en medio de la multitudinaria congregación que sigue a la patrona.
Las hay de muchos colores y tamaños. Este año se destaca la de la familia Torrado que se aferran a la virgen para que el secuestro de uno de sus miembros termine pronto para júbilo familiar.
Pero cada año aparecen imágenes que casi igualan a la de la iglesia. Unas que deben llevarse en el carro por lo pesado, otras que se cargan el hombro, hay también las que caben en la mano y su reducción extrema: quienes no han adquirido su imagen portan el escapulario: el segundo símbolo de la virgen del Carmelo.
Muchos devotos agradecidos regalan escapularios a los asistentes. Y es que desde el 16 de julio de 1251, fecha en que la Virgen María se apareció a San Simón Stock, líder de los religiosos eremitas llamados Hermanos de Santa María del Monte Carmelo, el escapulario se convirtió en la reducción simbólica de la virgen aceptada universalmente.
El otro símbolo le fue entregado por la virgen a San Simón, era el hábito que había de ser su principal signo distintivo. Así que en el barrio El Carmen, los fieles revalidan la fe regalando los escapularios para sumarse a la procesión de tantas vírgenes.
La virgen está por salir, ya todos los “carmeros” (habitantes del barrio) están apostados. Se encuentran los compadres y se preparan para la caminata con “una cervecita”. Los jóvenes que están aún de vacaciones o que se vinieron para “no perderse la fiesta” se saludan.
La expectativa crece como crece la masa que se vuelve densa. Llegan por la calle trece los que viene de Divino Niño, San Francisco, Mareigua o Buenos Aires, por la calle 11 llegan los del cercano Paraíso, Víncula Palacio, Santander o Loma Fresca. Por la calle catorce se asoman los del Pastrana o San Martín. Por los lados del hospital se arremolinan quienes vienen del centro y barrios como Los Comuneros, Primero de Mayo o Colombia Libre.
Es que la festividad de la Virgen del Carmen arropa en una sola fe a todos los maicaeros. Siempre se ha dicho que el patrono de Maicao, San José tiene pocos devotos. “Es que San José y San Pedro nunca han hecho milagros” explicaba mi difunto padre el viejo Erasmo. No se si es por eso, pero aunque la fiesta de San José pase tan desapercibida para la comunidad católica de los barrios esta religiosidad y fe la recluta cada año la virgen del Carmen. Ya su fiesta se celebra en otros sectores como Mareygua, Buenos Aires, barrios aledaños a Centrama contagiados por el festejo de los choferes.
Pasan los minutos, la ansiedad por ver a la virgen aumenta. Allí están los choferes, ayer se roció agua bendita a los carros. Allí están los propietarios de barcos. Es también la virgen de los marinos desde que por la invasión de los sarracenos, los la cofradía de los Carmelitas se vieron obligados a abandonar el Monte Carmelo. Una antigua versión dice que antes de partir se les apareció la Virgen mientras cantaban el Salve Regina y ella prometió ser para ellos su Estrella del Mar, nombre con el que los marinos también llaman a la virgen. Allí deben estar los bomberos preparados para cantar salves a quien los salva de las llamas. Allí también médicos y enfermeras. Cada quien con su virgen.
Sale la virgen, se apretuja la grey frente a la iglesia, todo se aprieta, todo se intercala, sale la doña encopetada de las primeras bancas de la iglesia, se encuentra con el wayuú que aún conserva en sus pies el polvo del camino desde la ranchería. El político que vino a pedir favores electorales a la patrona con el vendedor de pescado del mercado que implora por mejores tiempos. El aplauso es estruendoso ¡Que linda está la virgen! Se escucha por doquier. Ya unos comienzan a adelantarse a la procesión.
Muchos se disputan el privilegio de cargarla, comienzan a mecerla para que se baile al ritmo de la banda de viento. La procesión de las cien vírgenes comienza sus tres horas de comunión espiritual, su trasiego anual, su peregrinaje de rogativas, cánticos y vivas, su recorrido de promesas y mandas.
Cruza por la carrera 21 como para que los enfermos del Hospital San José sientan su presencia con promesa de sanidad. Es la cuadra más estrecha del recorrido. Aún el sol está en su esplendor pero la canícula no arredra a la feligresía.
Cuando llega a la calle 11 la esperan ya, en cada esquina, lotes de carmelitas venidos de los barrios del sureste. Los carros y busetas esperan la cola para sumarse al recorrido. Cuando toma la calle 11 ya se multiplica el gentío. Se notan aquellos que hoy cumplen una promesa o manda, la de toda la vida. La que hicieron el año pasado. Unos caminan descalzos para que la virgen palpe la desnudez de su fe, otros de espaldas para que la Santa Señora vea siempre de frente su fervor. Otros dejan escurrir por sus dedos el fervoroso chisporroteo de las velas.
Nuevos vivas, estrépito de voladores. La virgen que baila y se contonea en hombros de fieles que preferirían perder la vida antes que dejarla caer. La virgen se deja llevar, liviana y oronda. No es de esas imágenes veleidosas que se ponen pesadas cuando se disgusta con sus fieles.
Al llegar a la carrera 20, como siempre, como cada 16 de julio estará un camión inmenso, con una banda papayera, una imagen de la virgen inmensa y en la carrocería unos 40 wayuú que bailan, toman licor y lanzan voladores. Son la familia Correa Fandiño. Vienen del barrio San Martín a ofrendar su alegría a la virgen. Un ritual que se revalidad cada año, en el mismo lugar. A la misma hora, con el mismo motivo. La tradición se alimenta de eso, de la repetición, de la costumbre, de la trasmisión generacional. Allí están los padres, los hijos que cuando sean mayores traerán a sus propios vástagos.
De pronto aprecio que algo falta este año. Se trata de Genara. Alguien me dijo que nunca la llamara así en su presencia porque corría peligro. Es aquella señora de derroche de carmín que con vestido rojo, el cabello alborotado y unas estampas, no de la virgen del Carmen sino de Rafael Orozco, camina encabezando cada año la procesión. Es como un estandarte de otra idolatría, canta los éxitos de que no mueren de Rafael Orozco y grita frases delirantes en medio de su insania. Falta este año. “Así andará de descachuchá que ya hasta la fecha de la virgen se le olvidó” se queja como se reclamara a la ausente un feligrés que de pronto nota su ausencia.
En cada esquina se suma una nueva romería a la procesión que se va tornando tumultuosa, desde la esquina de la carrera 18 se observa como un río de gente, y en lo alto, las vírgenes, las cien vírgenes que compiten por estar más cerca del cielo. Es esta esquina se suma el lote mayor.
Los que vienen de muchos barrios más distantes. Ya son miles de devotos que se integran a los que partieron. Apenas se ha caminado cuatro cuadras y la procesión se triplicó en feligreses. Ya se cumple una hora. Algunos que se adelantan descansan en las esquinas mientras toman “otra cervecita".
La corriente humana cruza entonces buscado la calle 15. Ya son muchos quienes se adelantan al grupo que carga la virgen, en especial son aquellos que llevan consigo niños pequeños y temen que la turba anodina los tropiece. Al llegar a la calle 15 un nuevo afluente se suma al torrente.
Allí esperan cientos de carmelitas que vienen del sector norte y noroeste de Maicao. Son algunos que apenas terminan su jornada laboral van al compromiso espiritual de cada año. Es que aunque sea día laboral los fieles no le incumplen a la patrona. Aunque mañana los colegios registren el mayor número se ausentismo escolar del año y sean miles las excusas de los asalariados por la resaca post virgen del Carmen. “Debiera algún político hacer que la fiesta del Carmen sea festivo” se escucha decir con frecuencia para esta fecha.
Al tomar la calle 15 la procesión es una larga mancha abigarrada, como río caudaloso que en su recorrido trae las cien esculturas que se mecen. Al llegar a la carrera 20 se enciende el jolgorio, muchos carros con pasacintas a alto volumen repiten la canción “Virgen del Carmen” de Emiliano Zuleta o “El muchacho” de Diomedes Díaz. Ya el licor hace su efecto en muchos caminantes que gritan exultantes “!Viva la virgen!”.
En la esquina la imagen mayor se detiene, los fieles hacen que se baje de la cimera altura de lo sublime y baile al son de prosaicos pero alegres vallenatos. Llegando a la esquina de la carrera 21 espera el mismo camión repleto de indígenas que cada año repite el mismo trayecto. Llegan a la cita con la certeza de cumplir una promesa inexorable.
La procesión baja la amplia calle 15 rauda y nutrida. El Carmen afortunadamente es un barrio de calles planas y la virgen transita sin tropiezos. Todo lo contrario a esos empinados cerros del Monte Carmelo donde hizo su aparición esta advocación y por la que recibió el nombre de Virgen del Carmen.
El Carmelo, lugar donde el profeta Elías Tesbita viera la nube que figuraba la fecundidad de la Madre de Dios es una cadena montañosa de Israel que, partiendo de la región de Samaria, acaba por hundirse en el Mar Mediterráneo, cerca del puerto de Haifa. El barrio El Carmen, teatro local de la fe carmelita es un privilegiado sector que la progresiva urbanización hizo que hoy fuera céntrico.
Al llegar a la carrera 21, al lado izquierdo, como todos los años, como manda la tradición local esperan un grupo, cada vez más numeroso, de devotas de la parroquia, amas de casa de profunda fe y asiduas visitantes de la iglesia. Se sientan y esperan la procesión entonando cánticos, alabanzas y recitando el rosario. Es el momento más espiritual y menos bullicioso de la procesión, como un alto en el desenfreno colectivo.
Ya el tumulto de creyentes llega a la esquina de la vía a Carraipía. Allí reposa otra imagen pero estática. Es una escultura que por años ha cultivado sus propios feligreses. Allí por muchos años el emblemático Rafael Ripoll quemaba pólvora mientras el Negro Amaya y los conductores de carrotanques expendedores de agua pagan un picó que amenizaba el jolgorio de amanecida.
Allí esperan más de mil personas, las que viven en San Francisco, Divino Niño o Mareywa y los que se adelantaron a los cargueros y los esperan allí. Suena la pólvora jubilosa, la música anima. La virgen se detiene para recibir los salves y vivas.
Luego cruza hacia la calle trece para iniciar el retorno hacia la catedral. Al llegar al sector de los molinos de sal encuentra otra estancia de festejo. Allí los saleros han preparado un altar, mucha pólvora y entusiasmo para honrar a la patrona. A esta altura la mitad de los caminantes están en alto grado de alicoramiento. Cada vez son más emotivos los gritos de ¡viva la Virgen del Carmen!. Sigue su camino entre una calle que trepida con los parlantes de los equipos.
En cada casa una parranda, en cada esquina un festejo. Los habitantes del barrio ese día son anfitriones de compañeros de trabajo, parientes, compadres, amigos o colegas que saben, con certeza, que ese día quien viva en El Carmen “tiene que brindar”.
En la carrera 24 está, desde muy temprano, la colonia de Monguí. La parranda comenzó al mediodía así que a esa hora “es mucho el Old Parr que han reventado” dijo alguien que pasa en la procesión y los saluda. Ellos hacen parte de la historia migratoria del barrio, poblado desde finales de los 60´s por racimos de “mitios” o campesinos de la zona rural de Riohacha, específicamente de pueblos como Monguí, Machobayo y Cotoprix.
La procesión va llegando a su fin. Ya es de noche. Ya la tarima comienza a rodearse de la gente que no camina la procesión pero que si se goza las fiestas patronales. Los kioskos revientan música en una pesada competencia sonora. Las cervezas vienen y van.
La virgen, mientras tanto, llega a la catedral después de haber paseado por cientos de hombros. Se despide de las otras 99 vírgenes que la acompañaron y que multiplicaran la gracia de portarla. Son sus ayudantes, son sus réplicas que dejan la satisfacción a cada familia de haber cargado la figura religiosa más importante para los maicaeros. Al entrar se grita, los vivas, la música, los aplausos, el fervor, la profunda fe no tiene descanso. Una vez llega a su pedestal, cada quien siente que cumplió con un deber sagrado. Este año la virgen dio vida y salud para honrarla.
Culmina la procesión y las demás vírgenes se dispersan. Van al descanso y a la intimidad del culto familiar. Volverán el otro año. Ya no serán cien, serán mucho más.
Cada año nuevos devotos adquieren esculturas de la patrona para el santuario familiar. Mientras esto pasa, comienza el espectáculo pirotécnico y musical que solo morirá cuando raye el alba. Al amanecer las madres del barrio saldrán a barrer la calle y los vestigios del derroche. Preguntarán si hubo algo que lamentar, pero casi siempre la virgen cuida de su grey, aún de los borrachos. Dirán en coro entonces: “Que bonita estuvo la fiesta de la Virgen del Carmen este año”.
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