Penalti de último minuto
Eduardo Galeano: "Han pasado los años, y a la larga he terminado por asumir mi identidad: yo no soy más que un mendigo del buen fútbol. Voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico: una linda jugadita, por amor de Dios. Y cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece".
Ese día el sol derramaba su luz intensa sobre la arena amarilla de las calles sin pavimentar en nuestro pueblo del semidesierto guajiro. No teníamos cómo medir la temperatura pero las gruesas gotas de sudor en nuestras jóvenes caras indicaban que era tan alta como la que se siente a dos metros de distancia de una hoguera encendida con todas las hojas secas del mundo.
Ese día la Selección de la Guajira jugaba de local y sus partidos se disputaban en lo que nuestros gobernantes solían llamar en un uso exagerado y desmedido del lenguaje, "estadio Municipal". Por esos días se le llamaba también Estadio San José en homenaje al santo patrono del pueblo.
No creo que le hayan pedido permiso al santo carpintero porque seguramente se hubiera negado a autorizar que su nombre fuera utilizado para bautizar una cancha llena de piedra y vidrio cercada por una vetusta pared de un metro de altura.
En todo caso allí, en ese potrero viejo, grande, descuidado y querido, se jugaban los más importantes partidos de la época y el de ese día enfrentaba a nuestra gloriosa selección contra la de Sucre. A decir verdad no era una buena temporada para los muchachos quienes conjugaban el verbo perder con más frecuencia de lo que nos hubiera gustado.
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Sin embargo, teníamos la sensación de que ese día íbamos a ganar, así que yo me fui desde bien temprano, esperé a que el policía de la puerta se descuidara, como hacía todos los domingos, pasé por encima de la cerca y me ubiqué lo más cerca que pude de la cancha de la gruesa manila que separaba a la cancha del público.
El público llegaba y llegaba y llegaba...hasta que el lleno fue total. El árbitro dio inicio al partido y yo me preparé para sufrir, pero antes de sufrir busqué en los bolsillos una moneda para comprar un helado, pero cuando terminé la búsqueda comprendí que el sufrimiento sería doble.
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Las acciones del partido me indicaron que esa tarde sería diferente.
A los quince minutos marcamos el primer gol y antes del final del primer tiempo anotamos el segundo. La gente estaba feliz: unos corrían, otros saltaban y cada uno buscaba a alguien para abrazarlo aunque fuera un desconocido. El señor flaco y alto a quien le compraba el periódico las semanas en que podía ahorrar todos los días de la merienda, regaba el contenido de su cerveza en las cabezas de sus vecinos.
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En el intermedio todos estábamos muy felices. Algunos pensábamos en la primera victoria de los últimos cuatro partidos; otros se preparaban para abrazar a los jugadores, y ciertos locos calculaban de qué tamaño era el saco en donde los visitantes tendrían que guardar todos los goles que aún faltaban. Los más pesimistas pensaban que el león dormido despertaría, para anotar tres goles, o más, y arruinarnos la fiesta. Yo hacía parte de ese grupo, pero no se lo comentaba a nadie (espero que ustedes tampoco cuenten esto) y me aguantaba mis temores en silencio.
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No habían transcurrido veinte minutos del segundo tiempo cuando Sucre anotó un gol. Vi a mis vecinos preocupados: unos se agarraban la cabeza, otros decían maldiciones y otros más insultaban al árbitro por no pitar una falta previa al gol. Alcancé a ver a unos señores cuando se dirigían hacia la puerta de salida. Pero regresaron porque en la puerta de afuera se había acabado la cerveza. Después supe que eran de Sincelejo y estaban más contentos que ellos con su gol que nosotros con los dos que llevábamos.
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Los minutos pasaban y la tensión iba en aumento. El balón se amañó en nuestra área grande y no quería salir de ella. Dos veces se estrelló en el horizontal y una vez más en el vertical izquierdo. Además, Nilson Martínez, un muchachito bajo, nervioso, gritó y muy ágil nos había salvado seis veces más.
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-Ya se acabó el tiempo, dijo mi vecino. Sin embargo, el árbitro como que no lo oyó porque el partido siguió de largo. Y Nilson debió esforzarse al máximo para evitar goles casi hechos de nuestros rivales.
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- ¡Se acabó el tiempo árbitro!, gritaba la gente. Y le decían otras palabras que no recuerdo relacionadas con la señora madre del juez. Y contra otros miembros femeninos de su árbol genealógico.
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El balón llegó de nuevo a nuestra área en la última jugada del partido. O en lo que debía ser la última jugada.
El defensa Solano se dispuso amortiguarla con el pecho para luego enviarla lo más lejos posible. Pero entonces sucedió lo increíble...la pelota se elevó por encima de la cabeza del zaguero y este debió pensar que si la dejaba pasar, se metería irremediablemente en la enorme portería situada a sus espaldas.
Debió pensar también que el portero estaba desmayado o muerto porque hizo lo que ninguno hubiera querido que hiciera: golpeó la pelota con la mano. Y pensar que estaba en plena área de pena máxima.
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El árbitro estaba asoleado, cansado y casi enfermo. Seguramente quería desembarazarse rápido y bien de ese juego, pero la jugada fue tan evidente...y no tuvo más remedio: se llevó el pito a la boca y señaló el punto maldito de los once metros.
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A todos se nos vino el mundo encima: al pobre defensa a quien jamás volvería a ver en la vida, al vecino experto en mandarle saludos a la progenitora de los árbitros y hasta a los policías que después de tres meses de vivir en el pueblo habían aprendido a quererlo.
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Nilson Martínez estaba en el piso, muerto ahora sí, pero de la rabia y el coraje. Los demás jugadores se resignaron. Después de todo el penalti, una vez convertido en gol, sería un empate y no una derrota.
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El árbitro fue donde Nilson y le habló como un padre al más querido de sus hijos. Debió ser muy persuasivo porque lo vi levantarse y encogerse en la portería al estilo de Pedro Zape en el Deportivo Cali y la selección Colombia.
El árbitro volvió a decirle algo y luego se dirigió a donde el ejecutante. Era un jugador alto, moreno, de pómulos salientes y ojos pequeños. Le dijo algo y se alejó de él.
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Yo miré a quienes estaban a mi alrededor y pude ver los rostros de hombre y mujeres absolutamente invadidos por la preocupación. Si les hubieran medido la presión sanguínea en ese momento los habrían hospitalizado a todos en la unidad de cuidados intensivos.
El verdugo tomó cinco metros de impulso y dio el primer paso hacia adelante. Nilson se encogió aún más...el árbitro fijó los ojos en su auxiliar y la multitud contuvo la respiración. Luego, el segundo paso y comencé a pensar en la tristeza de toda la semana; y de todo el año y de todos los demás días.
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Tercer paso y alcancé a ver a varios hombre fuertes y pendencieros cuando cerraban sus ojos; dos policías luchaban para mantener a raya a un niño que, inocente de la gravedad del momento, pretendían jugar con su balón en la cancha.
..Cuarto paso y miré a las golondrinas posarse en el árbol del solar vecino con la mirada vuelta hacia el rectángulo marcado por las rayas blancas casi borradas por la brusquedad del fútbol; quinto paso y Nilson Martínez llegó al máximo de su tensión. El pie derecho del sucreño pateó con fuerza el balón y yo no pude más...también cerré los ojos. Pero los abrí en el momento justo...
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El momento justo en que el baló se dirigía al vertical de la mano derecha de nuestro portero para incrustarse en el fondo de la portería; para convertirse en gol para decretar el empate; para echar sobre nuestra tristeza mil toneladas de melancolía.
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En el momento justo en que el baló iba a penetrar en el marco, apareció una mano salvadora. Era la mano providencial de Nilson Martínez, quien en el último suspiro voló con la fuerza de toda su sangre y con el impulso de nuestra rabia contenida para interponerse entre la miseria absoluta y la prodigalidad plena; entre la desgracia burlona y la victoria refrescante; entre el final abrupto y el comienzo nuevo.
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La pelota se fue a la última raya y no supimos si el árbitro ordenó cobrar el tiro de esquina o el final del encuentro porque ni la manila ni los policías fueron capaces de contener la turba que, enloquecida por la alegría se lanzó en búsqueda de Nilson para pasearlo en hombros. Yo me quedé un rato más y vi la historia redonda y pecosa, encerrada en un partido de fútbol.
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Presuroso por llegar a casa antes de que se venciera el permiso que me dieron para ir a buscar la tarea de historia en casa de un profesor, abandoné pronto los límites del "San José". Pero cuando me iba alcancé a ver una veta de amor en los ojos claros de Mileida, la bonita del colegio, quien hubiera dado todo lo que tenía por un abrazo con el héroe de la tarde.
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Y vi al flaco de los periódicos derramar más cerveza sobre las cabezas de sus felices vecinos quienes se gritaban enloquecidos como si la vida empezara de nuevo después de un cataclismo.
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