Marcos Coll vino a La Guajira en 1.979 a dirigir las selecciones
del departamento que por aquel entonces tenían sede en Maicao, por
determinación del órgano rector del fútbol, un Comité Provisional integrado por
Hernando Urrea Acosta, Hernando Maldonado, Maximiliano Moscote y otros reconocidos
dirigentes locales.
La llegada del ídolo barranquillero causó revuelo en los
medios de prensa de la Costa Caribe, en donde gozaba de gran prestigio por su
carrera como futbolista y especialmente por su actuación en el mundial de 1962
en el que le anotaría a Lev Yashin, La Araña Negra, el único gol olímpico de
todos los mundiales en el mítico juego
que Colombia y la URSS empataron 4-4 en Arica, Chile.
Eran los días de julio y la selección Guajira debía afrontar compromisos muy importantes para terminar el campeonato sub 20 e iniciar su preparación
para el campeonato sub 23.
Los
dirigentes locales pensaban en grande, querían perder el miedo a ganarle a los
mejores y, de paso, demostrar que el futbolista guajiro no tenía nada que
envidiarle a los de otras regiones del país. Querían además un técnico que
infundiera respeto y se constituyera en un atractivo para que los aficionados
llenaran el viejo estadio San José en respaldo a los colores verde y blanco de
la Península.
A su llegada “El Olímpico” solo tuvo tiempo para dejar la
maleta y lavarse un poco la cara en la habitación 101 del Hotel Familiar antes
de partir para la cancha en donde ya lo esperaban los jugadores y una multitud
de aficionados todos ellos emocionados por conocer de cerca a uno de los más
famosos futbolistas de la historia de Colombia.
Entre los jóvenes muchachos se encontraban el portero Nilson
Martínez, el defensa Jairo Pinto, el volante Geobildo “Santico” Carrillo y los
delanteros José Manuel Blanco Cera y Wilson Bocanegra. Eran muchachos jóvenes, algunos de los cuales
estaban cursando la secundaria en el colegio San José y dueños de un estilo
alegre en el que se imponía el gran despliegue físico, la abundancia de
gambetas y jugadas preciosistas y un gran respeto por el balón.
Nilson Martínez, uno de los jugadores más emblemáticos de
aquel proceso recuerda a Marcos Coll como un entrenador muy humano. “Sus
charlas estaban llenas de motivación. Después del entrenamiento se nos acercaba
y comenzaba a hablarnos de nuestras cualidades individuales, siempre tenía algo
que destacar de nuestro desempeño. Nos decía cosas muy buenas sobre nuestro
presente y futuro. Cuando terminábamos de hablar con él, estábamos convencidos
de que éramos grandes jugadores y ansiábamos que llegara el domingo para
ganarle al rival de turno”
La motivación se reflejaba en la cancha cada domingo. El estadio San José parecía un hormiguero en
el que medio pueblo se reunía para apoyar a su equipo. Maicao era un territorio
multicultural, como hoy en el que cada uno respaldaba al de sus preferencias:
los barranquilleros llegaban a apoyar a la selección Atlántico y los samarios
al Magdalena y los vallenatos apoyaban al Cesar hasta rabiar. Pero las cosas
comenzaron a cambiar de manera que un puñado creciente de hinchas de la
selección animaba también a los locales.
Por entonces solo existía la grada de sol que se llenaba de
inmediato. Los demás aficionados se acomodaban como podían cerca de la raya de
cal que demarcaba el campo de juego y de una manila que se constituía en la
única protección para los protagonistas del juego.
La Guajira obtuvo importantes victorias de local y aún de
visitante, pero no le alcanzó para clasificar a las finales. Sin embargo, la
presencia de Marcos Coll fue vital para despertar en Maicao una fiebre de alta
temperatura por el fútbol y un gran amor por los equipos de La Guajira.
El Olímpico Marcos Coll ha iniciado su viaje a la eternidad
y sus biógrafos recuerdan su gol olímpico el recordado Mundial de Chile 1962 y
su paso por varios equipos del fútbol profesional colombiano. Pero pocos
recuerdan que en 1979 hizo parte también de los sueños del fútbol guajiro y de
las esperanzas de los maicaeros de convertirse en un lugar en donde el fútbol
se vive en cada esquina, en cada rincón,
como ese vértice de la cancha de Arica desde donde pateó el balón
que lo alojaría por siempre en la historia del fútbol mundial.