Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Muchos años después de haber terminado mis estudios en la Universidad de La Guajira me encontré al profesor Jaime Espeleta en la puerta de la Catedral a la que ambos habíamos concurrido para asistir al sepelio de un amigo común. Lo saludé con el cariño de siempre y él me correspondió con su acostumbrada elegancia y efusividad.
Una vez más le di las gracias por
haber contribuido en mi formación como profesional, a lo que respondió con su
característica modestia:
-“No tiene nada que agradecerme,
sólo cumplía con mi deber”
-¿Se acuerda profe que yo era uno
de sus buenos estudiantes? ¿Se acuerda que yo le borraba el tablero al final de
cada clase?
No me dio ninguna respuesta, pero
en su rostro pude ver el esfuerzo que hacía para recordar los tiempos en que me
había dado clases de Matemáticas III en la Universidad de La Guajira.
Me imagino que antes de responder
quería asegurarse de decir la verdad. Al
leer su rostro meditabundo pude comprender que había iniciado un viaje
retrospectivo en los caminos del tiempo.
En el maravilloso viaje a través de los calendarios pretéritos el profe
debía llegar a 1985 para acordarse de este alumno que ahora estrechaba su mano.
Érase una vez los felices años
ochenta. Por esos tiempos la Universidad de La Guajira comenzaba a emerger como
la esperanza de centenares de jóvenes guajiros para convertirse en
profesionales, un privilegio que muy pocos alcanzaban.
En esa época el profesor Jaime
Espeleta se convirtió en una apasionante leyenda de las aulas y de los pasillos
del viejo edificio ubicado en la vía a Valledupar. Dentro de las aulas explicaba
con la destreza de un orfebre trabajando en el áureo metal los secretos de las
ecuaciones, Las complejidades de las derivadas y las ilimitadas posibilidades
de viajar por el tortuoso mundo de las integrales y las derivadas.
En los pasillos se hablaba de las
rigurosas exigencias académicas del profesor Espeleta.
-“Si le ganas la materia a
Espeleta puedes considerarte ingeniero”, le comentaba un compañero a otro antes
de presentarse al inevitable examen
final.
Con el paso de los semestres el
profe Espeleta se convirtió en una especie de filtro para seleccionar sólo a los
mejores candidatos a ser buenos ingenieros o administradores de empresas. Su
fama crecía en proporción directa con el número de estudiantes que mencionaban
su nombre y tomaban decisiones guiadas por el respeto o por el temor que su
fama les causaba.
Quienes respetaban las ciencias
exactas preferían matricularse en sus clases. Quienes les temían a los números
hacían todos los esfuerzos posibles para no encontrarlo en su camino y evitarse
un dolor de cabeza con el cálculo diferencial o las matemáticas aplicadas.
Las campanas de la Catedral nos
indicaron que la misa había terminado, así que le volví a hacer la pregunta a
mi antiguo profe.
-¿Cierto que yo fui de sus buenos
estudiantes?
-Me contestó que ya no se
acordaba, que había pasado mucho tiempo desde cuando coincidimos en el aula, él
como profesor y yo como estudiante.
Al parecer se dio cuenta de que
le había provocado un pequeño golpe a mi maltrecha autoestima delante de más de
veinte personas que nos rodeaban y, antes de despedirse levantó la voz para
afirmar:
-Si usted ganó matemáticas y se
graduó, entonces es de los buenos, por que a mí solo me ganaban la materia los
que estudiaban de verdad.
El profe Jaime Espeleta también
fue de los buenos, de los que se esforzaban por enseñar y, a cambio, exigía que
sus estudiantes se esforzaran por aprender.
En este momento, cuando nuestro insigne
profesor ha partido hacia la eternidad, solo le pido a Dios que ponga consuelo
en el corazón de su esposa Gladis Niño de Espeleta y de sus hijos Gladis Elena,
Susan, Idenis, Diana y Jaime Alberto.
Ojalá que un ángel del Señor
borre el dolor de sus vidas como yo borraba el tablero después de cada clase. Y
que el Espíritu Santo llene el inmenso vacío que nos deja nuestro querido
maestro.