No tardamos mucho en descubrir
que habíamos llegado a un buen vecindario en esos días de abril en que logramos
el propósito de tener nuestra casa con un patio poblado de árboles una fuente de
agua dulce y abundante y muchos árboles para descansar bajo su sombra generosa
o para colgar las hamacas y disfrutar de las escasas horas de descanso que
teníamos.
Todo iba bien, teníamos vecinos
maravillosos, tiendas cercanas, pequeños mercados ambulantes que nos
aprovisionaban de víveres frescos y la compañía de nuestros dos inseparables
perros miembros preferentes de la familia. En nuestro nuevo hogar contábamos
además con decenas de pájaros multicolores que nos ofrecían sus conciertos
desde las copas de los árboles y numerosas iguanas que disfrutaban de su
adolescencia reptado felices por las ramas llenas de nutritivos cogollos
siempre a su entera disposición.
Hace un momento dije que todo iba
bien, tiempo pasado, porque en efecto ocurrió algo que vino a alterar la calma
y los momentos de sosiego que vivíamos.
El delicado asunto ocurrió
después de la aparición en escena de cierto personaje malencarado, ruidoso,
malgeniado y agresivo, cuyo carácter contrastaba con la amabilidad y el cariño
que nos expresaban las mujeres, los caballeros y los niños del barrio. No logré averiguar su nombre así que me tomé
la licencia de pensar que bien podría llamarse Filiberto en un tardío e
inconsulto homenaje a cierto profesor de matemáticas que en los tiempos del
colegio me había hecho la vida cuadritos con las incomprensibles derivadas, las
críticas integrales y las obscenas ecuaciones de segundo grado.
La inauguración de sus repetidas
apariciones ocurrió cierto día en que penetró sin permiso al patio y la
emprendió a gritos contra nuestros perros, dos buenas almas de Dios que no se
meten con nadie, pero tampoco son adictos a permitir que los extraños
invadan su territorio.
Como pudieron, los dos guardianes
se las arreglaron para lograr que Filiberto se marchara de
mala gana y con expresiones groseras y gestos claros mediante los cuales
nos amenazaba con volver en cualquier momento.
Como hace unos años hice un curso
intensivo en el arte de ganar amigos mediante la lectura concienzuda del libro
Cómo ganar amigos e influir en las personas (Dale Carnegie), no me di por
vencido y emprendí la tarea de conquistar los afectos del vecino gruñón.
A veces lo saludaba en la mañana,
pero pasaba de largo sin decirme una sola palabra, ni siquiera una grosería. En
otras ocasiones le brindaba una merienda, pero la miraba con desprecio y seguía
su camino.
En el patio, mientras tanto, todo
marchaba de maravillas. Mis dos perros no se quejaban de nada, ni siquiera de
los llamativos nombres con que los habíamos bautizado. Uno se llamaba Sobrino,
en honor a las tres docenas de hijos de mis queridos hermanos y la hembra
llevaba por nombre Bartola, en recordación de una profesora estudiosa del
antiguo sistema educativo conocido con el particular nombre “la letra con
sangre entra” del cual nuestro curso era su laboratorio preferido en donde yo
fungía como conejillo de indias habitual.
Lo único que alteraba la paz era
cuando llamaba a Sobrino delante de mis sobrinos y entonces reinaba una efímera
confusión después de la cual procedían ciertos reclamos sobre la decisión de
haber bautizado al inocente animal con ese nombre. Sobrino en cambio, fiel a su
respetuosa forma de ser, jamás expresó ningún descontento
Filiberto continuó con sus
actitudes desafiantes, pero yo me mantenía firme en la decisión de amar al
prójimo y pagarle con el bien, aunque me tratara mal.
Por eso le ofrecía agua,
alimentos y otros obsequios que hubieran deslumbrado a cualquier otro ser
viviente, pero no a Filiberto, quien me había condenado al foso de la
indiferencia.
Una mañana, muy temprano,
acudimos presurosos al patio atraídos por los bestiales ladridos de Bartola,
Sobrino y un tercer perro que resultó ser, el mismísimo Filiberto.
¿No les había contado que
Filiberto era también un perro? Bueno, me disculpan la omisión y se lo cuento
ahora. La intrépida arremetida de
Bartola y Sobrino para defender su propiedad era inútil. Podían ladrar, amenazar
y lanzar dentelladas, pero Filiberto seguía imperturbable, dedicado a engullir
las raciones de alimento de sus contertulios.
Cuando Sobrino, “el hombre del
patio” intensificó sus amenazas Filiberto dio un grito que se escuchó hasta en
el Cabo de la Vela. Miré desconsolado a mi primo Ofo, quien tiene poderes
sobrenaturales para entender el idioma perruno y le solicité que me hiciera una
sucinta traducción de lo que le había gritado Filiberto a Sobrino:
-Acaba de decirle hijo de perra
- ¿Y eso es muy ofensivo? Por que
se me ocurre que le dijo fue la verdad…todo perro es, en esencia, un hijo de
perra
-No es tanto lo que le dijo, sino
el tonito, agregó mi primo
Desde ese día decidí servir tres
raciones en lugar de dos, para que Filiberto pudiera alimentarse sin pelear con los de la casa, pero el muy abusivo no había estudiado el tema del derecho
a la igualdad y se tragaba el contenido de los tres platos sin importarle las
quejas de los legítimos propietarios del territorio.
Me preocupé mucho el día en que
aprecié la progresiva flacura de Sobrino y Bartola, así que decidí tomar
cartas en el asunto.
Serví las tres raciones de
costumbre y me quedé para vigilar que todos consumieran sus alimentos sin
abusar de los demás. Filiberto no
respetó mi presencia. En mis propias barbas se dispuso a despojar a mis
mascotas de lo que era suyo, así que intervine con un grito fuerte y muy
explícito
- ¡Filiberto!, no seas abusivo
El muy truhán me respondió con un
terrible gruñido, me miró con odio, dio media vuelta y se fue con rumbo
desconocido.
Le pedí al primo Ofo que hiciera la traducción de las
expresiones filibertinas. Él se llevó
las manos a la cabeza y contestó:
-Primo hermano, lo que ese animal le dijo es impublicable, ni
se le ocurra escribirlo en su relato
- ¿El muy bribón dijo que yo era un h…?
-Déjelo hasta ahí primo…
Un día tuvimos una muy grata visita en casa. Se trataba de
Margoth, la vecina que vende helados deliciosos y, además, los lleva a
domicilio. Resultó ser que ella era la afortunada dueña del tal Filiberto y
hablaba maravillas de él y, hasta decía amarlo como a un hijo.
No quise desilusionarla, así que me abstuve de instaurar las
respectivas quejas por las gravísimas faltas de ese monstruo peludo a quien tenía por hijo adoptivo.
Sin embargo, mi sobrino Víctor Andrés, el que no se queda con
nada ajeno, creyó que era la oportunidad para exponer la crítica situación que
estaba a punto de desatar una guerra intercanina.
-Ténganle paciencia, él es muy tierno, dijo ella con un tono
tan dulce como sus cremosas paletas de chocolate.
Y agregó:
-Antes de que el barrio se poblara él era el único habitante
de estos solares. Ustedes ocuparon lo que él considera su propiedad privada y
por eso su molestia, pero ya se le pasará y será un buen amigo.
La señora nos contó que, de la cerca para allá, es decir en
su casa, el perro se llamaba de otra manera.
-Peluche
- ¿Peluche? Gritamos en coro el sobrino Víctor Andrés, el
primo Ofo y yo.
Era evidente que dicho nombre hubiera sido correcto para un
perro melindroso, amanerado, lelo, baboso, pazguato…Pero en honor a la verdad
Filiberto no era nada de eso, así que decidimos seguir llamándolo como lo
habíamos hecho en esos meses.
Además, le agradecimos al buen perro que nos permitiera vivir
en su propiedad y que no nos expulsara a dentelladas ni mediante la
intervención de la policía. Por otro lado, no le convenía mandarnos a desocupar
porque él no habría podido asumir los exagerados costos de la factura de
energía eléctrica, gas y agua y mucho menos TV cable e internet.
Al día siguiente, valiéndome de los poderes sobrenaturales
del primo Ofo le propuse a Filiberto un pacto de no agresión resumido en los
siguientes puntos: él no nos echaría de “su propiedad”, no utilizaría su fuerza
desproporcionada contra Bartola y Sobrino y se portaría un poco más amable. A
cambio, habría para él generosas raciones de concentrado y agua.
Estoy a la espera de que el primo Ofo termine de fumar su
cigarrillo y me traiga la respuesta. Si no es un mensaje impublicable, la
compartiré con usted, pero eso será en otra ocasión, porque estoy ocupado dando
cuenta de un helado de chocolate que acaba de traer la mamá de un supuesto
Peluche que en realidad se llama Filiberto.