lunes, 18 de julio de 2022

Un bribón que en realidad se llama Filiberto

 No tardamos mucho en descubrir que habíamos llegado a un buen vecindario en esos días de abril en que logramos el propósito de tener nuestra casa con un patio poblado de árboles una fuente de agua dulce y abundante y muchos árboles para descansar bajo su sombra generosa o para colgar las hamacas y disfrutar de las escasas horas de descanso que teníamos.

Todo iba bien, teníamos vecinos maravillosos, tiendas cercanas, pequeños mercados ambulantes que nos aprovisionaban de víveres frescos y la compañía de nuestros dos inseparables perros miembros preferentes de la familia. En nuestro nuevo hogar contábamos además con decenas de pájaros multicolores que nos ofrecían sus conciertos desde las copas de los árboles y numerosas iguanas que disfrutaban de su adolescencia reptado felices por las ramas llenas de nutritivos cogollos siempre a su entera disposición.

Hace un momento dije que todo iba bien, tiempo pasado, porque en efecto ocurrió algo que vino a alterar la calma y los momentos de sosiego que vivíamos. 

El delicado asunto ocurrió después de la aparición en escena de cierto personaje malencarado, ruidoso, malgeniado y agresivo, cuyo carácter contrastaba con la amabilidad y el cariño que nos expresaban las mujeres, los caballeros y los niños del barrio.   No logré averiguar su nombre así que me tomé la licencia de pensar que bien podría llamarse Filiberto en un tardío e inconsulto homenaje a cierto profesor de matemáticas que en los tiempos del colegio me había hecho la vida cuadritos con las incomprensibles derivadas, las críticas integrales y las obscenas ecuaciones de segundo grado.

La inauguración de sus repetidas apariciones ocurrió cierto día en que penetró sin permiso al patio y la emprendió a gritos contra nuestros perros, dos buenas almas de Dios que no se meten con nadie, pero tampoco son  adictos a permitir que los extraños invadan su territorio.

Como pudieron, los dos guardianes se las arreglaron para lograr que Filiberto se marchara de mala gana y con expresiones groseras y gestos claros mediante los cuales nos amenazaba con volver en cualquier momento.

Como hace unos años hice un curso intensivo en el arte de ganar amigos mediante la lectura concienzuda del libro Cómo ganar amigos e influir en las personas (Dale Carnegie), no me di por vencido y emprendí la tarea de conquistar los afectos del vecino gruñón.

A veces lo saludaba en la mañana, pero pasaba de largo sin decirme una sola palabra, ni siquiera una grosería. En otras ocasiones le brindaba una merienda, pero la miraba con desprecio y seguía su camino.

En el patio, mientras tanto,  todo marchaba de maravillas. Mis dos perros no se quejaban de nada, ni siquiera de los llamativos nombres con que los habíamos bautizado. Uno se llamaba Sobrino, en honor a las tres docenas de hijos de mis queridos hermanos y la hembra llevaba por nombre Bartola, en recordación de una profesora estudiosa del antiguo sistema educativo conocido con el particular nombre “la letra con sangre entra” del cual nuestro curso era su laboratorio preferido en donde yo fungía como conejillo de indias habitual. 

Lo único que alteraba la paz era cuando llamaba a Sobrino delante de mis sobrinos y entonces reinaba una efímera confusión después de la cual procedían ciertos reclamos sobre la decisión de haber bautizado al inocente animal con ese nombre. Sobrino en cambio, fiel a su respetuosa forma de ser, jamás expresó ningún descontento

Filiberto continuó con sus actitudes desafiantes, pero yo me mantenía firme en la decisión de amar al prójimo y pagarle con el bien, aunque me tratara mal.

Por eso le ofrecía agua, alimentos y otros obsequios que hubieran deslumbrado a cualquier otro ser viviente, pero no a Filiberto, quien me había condenado al foso de la indiferencia.

Una mañana, muy temprano, acudimos presurosos al patio atraídos por los bestiales ladridos de Bartola, Sobrino y un tercer perro que resultó ser, el mismísimo Filiberto.

¿No les había contado que Filiberto era también un perro? Bueno, me disculpan la omisión y se lo cuento ahora.  La intrépida arremetida de Bartola y Sobrino para defender su propiedad era inútil. Podían ladrar, amenazar y lanzar dentelladas, pero Filiberto seguía imperturbable, dedicado a engullir las raciones de alimento de sus contertulios.


Cuando Sobrino, “el hombre del patio” intensificó sus amenazas Filiberto dio un grito que se escuchó hasta en el Cabo de la Vela. Miré desconsolado a mi primo Ofo, quien tiene poderes sobrenaturales para entender el idioma perruno y le solicité que me hiciera una sucinta traducción de lo que le había gritado Filiberto a Sobrino:

-Acaba de decirle hijo de perra

- ¿Y eso es muy ofensivo? Por que se me ocurre que le dijo fue la verdad…todo perro es, en esencia, un hijo de perra

-No es tanto lo que le dijo, sino el tonito, agregó mi primo

Desde ese día decidí servir tres raciones en lugar de dos, para que Filiberto pudiera alimentarse sin pelear con los de la casa, pero el muy abusivo no había estudiado el tema del derecho a la igualdad y se tragaba el contenido de los tres platos sin importarle las quejas de los legítimos propietarios del territorio.

Me preocupé mucho el día en que aprecié la progresiva flacura de Sobrino y Bartola, así que  decidí tomar cartas en el asunto.

Serví las tres raciones de costumbre y me quedé para vigilar que todos consumieran sus alimentos sin abusar de los demás.   Filiberto no respetó mi presencia. En mis propias barbas se dispuso a despojar a mis mascotas de lo que era suyo, así que intervine con un grito fuerte y muy explícito

- ¡Filiberto!, no seas abusivo

El muy truhán me respondió con un terrible gruñido, me miró con odio, dio media vuelta y se fue con rumbo desconocido.

Le pedí al primo Ofo que hiciera la traducción de las expresiones filibertinas.  Él se llevó las manos a la cabeza y contestó:

-Primo hermano, lo que ese animal le dijo es impublicable, ni se le ocurra escribirlo en su relato

- ¿El muy bribón dijo que yo era un h…?

-Déjelo hasta ahí primo…

Un día tuvimos una muy grata visita en casa. Se trataba de Margoth, la vecina que vende  helados deliciosos y, además, los lleva a domicilio. Resultó ser que ella era la afortunada dueña del tal Filiberto y hablaba maravillas de él y, hasta decía amarlo como a un hijo.

No quise desilusionarla, así que me abstuve de instaurar las respectivas quejas por las gravísimas faltas de ese monstruo peludo a quien tenía por hijo adoptivo.

Sin embargo, mi sobrino Víctor Andrés, el que no se queda con nada ajeno, creyó que era la oportunidad para exponer la crítica situación que estaba a punto de desatar una guerra intercanina.

-Ténganle paciencia, él es muy tierno, dijo ella con un tono tan dulce como sus cremosas paletas de chocolate. 

Y agregó:

-Antes de que el barrio se poblara él era el único habitante de estos solares. Ustedes ocuparon lo que él considera su propiedad privada y por eso su molestia, pero ya se le pasará y será un buen amigo.

La señora nos contó que, de la cerca para allá, es decir en su casa, el perro se llamaba de otra manera.

-Peluche

- ¿Peluche? Gritamos en coro el sobrino Víctor Andrés, el primo Ofo y yo.

Era evidente que dicho nombre hubiera sido correcto para un perro melindroso, amanerado, lelo, baboso, pazguato…Pero en honor a la verdad Filiberto no era nada de eso, así que decidimos seguir llamándolo como lo habíamos hecho en esos meses.

Además, le agradecimos al buen perro que nos permitiera vivir en su propiedad y que no nos expulsara a dentelladas ni mediante la intervención de la policía. Por otro lado, no le convenía mandarnos a desocupar porque él no habría podido asumir los exagerados costos de la factura de energía eléctrica, gas y agua y mucho menos TV cable e internet.

Al día siguiente, valiéndome de los poderes sobrenaturales del primo Ofo le propuse a Filiberto un pacto de no agresión resumido en los siguientes puntos: él no nos echaría de “su propiedad”, no utilizaría su fuerza desproporcionada contra Bartola y Sobrino y se portaría un poco más amable. A cambio, habría para él generosas raciones de concentrado y agua.

Estoy a la espera de que el primo Ofo termine de fumar su cigarrillo y me traiga la respuesta. Si no es un mensaje impublicable, la compartiré con usted, pero eso será en otra ocasión, porque estoy ocupado dando cuenta de un helado de chocolate que acaba de traer la mamá de un supuesto Peluche que en realidad se llama Filiberto.

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