sábado, 3 de agosto de 2019

La ciudad de las calles estrechas y el señor vestido de gloria

Escrito por: Alejandro Rutto Martínez

La primera vez que yo traté de enamorarme de ella a mis seis años de edad no pude y a decir verdad ni siquiera lo intenté. Caminé por cierto sector que ahora no recuerdo en donde encontramos muchas basuras, un penetrante olor a "chirrinchi" que impregnaba todo: la ropa, la comida, a piel, las hojas de los árboles y hasta la sonrisa de los mayores. Había mucha arena amontonada en las aceras y hombre borrachos tirados en los andenes, tantos que casi no podíamos caminar. Además, era el velorio de alguien muy cercano y el llanto de las plañideras me atravesaba el corazón y me hizo sentir que el muerto era mío y no de ellas.

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Unos años después volvimos, en esta ocasión a una ciudad más alegre, tal vez una aplazada visita familiar y de inmediato me enamoré, no tanto de  ella, como de una palangana de mangos de azúcar que pusieron a mi disposición en el corredor contiguo al jardín en el que se erguían nueve girasoles y media docena de margaritas. 

Una ciudad donde hubiera mangos en abundancia  era el cumplimiento del máximo sueño para un niño que había crecido en el desierto, en donde lo único que veíamos eran sacos de maíz trillado, algunas ahuyamas pequeñas y ciertas cantidades de guineos a medio madurar y algunos limones y naranjas agrias.   De vez en cuando había mangos de hilaza, pero era más fácil llegar al lejano 24 de diciembre    que al tiempo de los mangos.

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De ahí en adelante la visité con más frecuencia y empecé a saber de ella. En cada viaje procuraba que ella me viera bien vestido y dispuesto a conquistarlo. Conocí el río desde cuyas orillas comenzó a crecer vi de cerca a los pescadores celebrando su regreso a tierra firme con su cosecha de frescos frutos marinos dispuestos para la venta al mejor postor.  

Sentí sismos en la epidermis cuando me invitaron a dar un paseo mar adentro en un pequeño cayuco de remos y me negué de manera decente pero firme. Caminé por sus calles derechas y angostas, muy angostas, tanto que me quedé pensando en la dificultad que tendría mi padre para transitar por ellas si viniera a bordo de su vieja volqueta de seis toneladas. 

- ¿Cómo se te ocurre? Me dijo alguien que había escuchado mi pensamiento en voz alta   Estas calles se hicieron hace muchos años para que transitaran coches jalados por los caballos, no para el carro de tu papá. 

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Entonces miré hacia arriba y comencé a ver esas casas hermosas pero muy viejas, con sus techos altísimos, sus balcones de madera sus puertas de doble hoja tu techo oxidado por el paso de los años, del sol y de los aguaceros y me imaginé a sus habitantes de otras épocas, vestidos a la usanza de su tiempo. Si volvieran ahora creeríamos que eran los alegres participantes de un baile de disfraces o una particular comparsa del afamado carnaval que en su seno se realizaba. 

Un señor entrado en años nos hablaba de la herencia centenaria de la ciudad comprometida con el tinte de la sangre de sus héroes y sus villanos sobre la Laguna que le dio el nombre a una batalla. Uno de esos héroes nació en su territorio y, aun siendo no niño se montó un buen día en un barco para cumplir con su quimera de conquistar otros mares, otros territorios y otros mundos. Navegó, trabajó, peleó y creció y regresó vestido de almirante y lleno de gloria, pero con el orgullo de ser de esa tierra tatuado debajo de la piel.    Y como la historia debe tener memoria, me contaron también que al prócer lo mataron un día, por ser de donde era y por tener la piel un poco más oscura de lo que era recomendable.  

Una muchacha morena de lenguaje expresivo, cintura estrecha, caderas suculentas y pechos generosos, me invitó a dar un paseo por el muelle sin nombre, una elongación curvilínea de la  de la ciudad que penetra en el océano como los sueños de libertad de los herederos del temple wayüu y de la nostalgia africana. 

Su forma es como la de una península delgada y larga acoplada a la gran península terrígena cincelada por las aguas del caribe, esculpida por los vientos del nordeste.  

En sus playas las olas suplican ser oídas en el concierto sacrosanto de la cotidianidad en el que ellas cantan mientras las palmeras susurran y crecen cada día como queriendo encadenarse a las estrellas.  
Ese mar, un habitante del corazón de la gente y de la cultura, casi siempre está tranquilo, como un niño dormido en la cuna que sólo se mueve para cambiar de posición. 

Y como los niños, a veces sonríe dormido. Pero narra la leyenda que en mayo de 1.663 se enojó de una manera terrible. Las olas eran gruesas y altas, como monstruosos obeliscos vivos y rugientes que venían a toda velocidad con el fin de tragarse a la ciudad, sepultarla bajo sus aguas, esconderla como una segunda Atlántida en la oscuridad movediza de sus entrañas.   Nada servía para aplacar al caribe enfurecido. Ni los rezos de la abuela ni el llanto desesperado de los niños, ni el ruego de las muchachas bonitas...   Pero cuando todo parecía perdido, trajeron a la Vieja Mello, protectora del pueblo y entonces el mar comenzó a ceder hasta que se retiró a prudente distancia cuando la ley de la gravedad le ofrendó la metálica corona de la distinción.  

Esa tierra de almirantes de los mares y reina de las alturas va hoy más allá del río y sus calles, paralelas a la costa, se alejan y se alejan de la orilla. El antiguo villorrio poblado por pescadores de perlas se extiende bosque adentro. Ya no se trata solo de la ciudad vieja que se enorgullecía de su imponente catedral y sus casas de arquitectura antigua, ni del centro suspendido en el tiempo.  

El devenir le dio aires de modernidad y la convirtieron en el vividero ideal para quienes aman la comodidad de las ciudades grandes, pero sin abandonar la identidad del sentimiento pueblerino en el que todos se conocen, todos se ayudan y todos son primo hermanos de sangre o de consideración.  

Esa tierra con sus más de cien barrios y sus corregimientos macondianos es un cruce de caminos por donde pasa el que viene y el que va, queda en el puro centro y ha sido el puerto de la vida y la puerta del olvido. Racimos de sueños y caja de canciones, cuna primaria del acordeón y arquetipo del pueblo grande.   

Por sus calles quiero caminar siempre, aunque los mayores que me llevaron ya no estén. Y espero encontrarla como una tierra perfumada con el aroma de la vida, del café hecho en el fogón de leña y con los vivos colores de una buena pila de mangos de azúcar. 

Mi vieja Nocaima




Escrito por: Arturo Peña Barbosa

El tiempo no se detiene, parece que fue ayer que te vi como una gigante, amplias calles, inmensa su plaza de mercado, todo era muy grande, éramos tan pequeños que no alcanzábamos a concebirla de una sola mirada. 

Los años transcurren y vamos creciendo y paradójicamente pareciera que el pueblo se iba achicando con el aumento de nuestros pasos. 

Pero te adoramos gigante, las calles eran verdaderos estadios para practicar el fútbol, las esquinas interminables para jugar escondidas en las primeras horas de la noche, la quebrada de La Moya importante cuenca fluvial para la pesca de resbalosos que luego llevaríamos a la paila para comerlos bien fritos. 

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Con el trompo éramos expertos, sin contar a tabardillo que era fuera de serie especialmente en la rayuela, el juego de bolas tenía varios escenarios, la plaza de mercado, la calle de Don Puno por ser la más plana del municipio y frente a la escuela Mariano Ospina Pérez llamado el plan, este era el sitio de mayor concentración de los expertos en trompo, bolas, cinco huecos, entre otros. 

Fuimos a la escuela en cotizas, calzado popular para la mayoría de los estudiantes de la época, los tenis eran para unos pocos privilegiados, pero que a la postre resultaban con una pecueca insoportable, muchas veces el profesor Camilo los hizo descalzar y bañar en plena jornada escolar, eso sin contar a quienes les tocaba baño general por el sarro que almacenaban algunos en barriga y espalda; bueno era que en ese tiempo el agua era muy escasa especialmente en época de verano, que tocaba usar el borrador de leche para quitar la mugre. 

A pesar que algunas familias querían marcar diferencias sociales, los muchachos nunca paraban bolas a eso, pues todos íbamos a la escuela pública, no había otra alternativa, lo único que diferenciaba era las cotizas y los tenis, porque en el nivel de notas muchas veces las cosas se invertían, pero todo era alegría, respeto a los profesores y una gran amistad entre compañeros, claro que no faltaba tal cual riña especialmente entre los del pueblo y los venidos del campo, más precisamente de las veredas cercanas, pues allí no había escuelas, estas existían en las veredas lejanas. 

Qué tiempos aquellos como dicen los abuelos, cada vez que crecíamos y avanzamos en vida académica y corporal, el pueblo se achicaba más, a medida que crecíamos, las cosas ya no parecían tan grandes, pero el amor por nuestro amado terruño cada día sería más grande.  

Los docentes no escatimaban el más mínimo esfuerzo para alcanzar sus objetivos con aquellos chicos ansiosos de saber y de futuro; nos enseñaron a cantar hermosas canciones (Hurí, Allá en mi casita, entre otras), nos llevaron al rio y nos enseñaron a nadar, a tejer mochilas en piola y allí cargaríamos los sueños e ilusiones de un niño en camino a la pubertad. Era una entrega total de estos maestros, la jornada era completa y feliz (mañana y tarde), eso sin contar las famosas tardes deportivas en las cuales departíamos y competíamos con otras sedes de primaria, que comúnmente eran los miércoles; se rendía en el estudio o no había tarde deportiva. 

Culminar la primaria era un primer peldaño, pues la mirada estaba puesta en la Normal Nacional de Nocaima, eso era como ir a la universidad hoy en día, muchos llegamos, otros no alcanzaron y tomaron rumbos diferentes, pero la amistad de aquellos tiempos no cambió para nada y seguíamos siendo buenos amigos y paisanos. 

En el camino de la secundaria se quedaron otros compañeros, más por falta de interés o compromiso, no había excusa, teníamos el privilegio de tener este importante claustro en nuestro poblado, prácticamente no se pagaba nada, era muy bajo el costo de la matrícula y pensión, sin contar a quienes alcanzamos, por méritos académicos, ganar una beca que nos exceptuaba de dicho pago. 

Allí encontramos nuevos amigos, unos paisanos, otros venidos de diferentes lugares del país, llegaron delegaciones del Chocó, Bogotá, llaneros, el Tolima, costa atlántica y diferentes partes de Cundinamarca, era todo intercambio cultural: Intercambiamos costumbres, dichos y tal o cual manía; nos enseñaron y les enseñamos, inclusive hasta cazar Gamusinas que a la postre nunca conocieron, pues no vieron ni una sola, pero siempre permanecerán en el recuerdo de quienes lo intentaron y quienes no lo intentaron. No hubo un solo extranjero, (como solíamos llamar a los no nocaimeros) que no haya participado de esta cacería, pues era como una forma de pagar la novatada para quedar bien matriculado en esta bella institución que nos abrió las puertas al futuro.

Los momentos allí vividos no tienen precedentes, compartimos con profesores excelentes, buenos, regulares y hasta malos, todo hubo en la viña del señor, a los primeros le sacamos provecho y a los últimos casi que los ignorábamos, pero como todo no es negativo, también aprendimos de estos últimos algo importante y fundamental: Como futuros educadores, nunca seriamos como ellos.

Cuando llegamos a cursar quinto de bachillerato (hoy grado décimo), nos encontramos con nuevos e inolvidables compañeros, unos muy cuerdos otros medio locos… pero ¡qué combo tan espectacular!, Llegamos a tramar tantos lazos de amistad que al final de la meta parecíamos como hermanos, hecho que se ratifica muchos años más tarde con los encuentros bianuales, donde pasamos los momentos más agradables, son tertulias de recuerdos y anécdotas jocosas que nunca nos cansaremos de repetir y repetir, donde casi siempre salen mal librados aquellos compañeros que por sus diversas ocupaciones y compromisos no pueden asistir. Ustedes saben que el ausente no se puede defender. 

Allí el toque triste lo ponen aquellos que de manera repentina e inesperada han partido de la vida terrenal al recuerdo infinito, algunos sin tener la oportunidad de refugiarse en el calor y aprecio de sus antiguos condiscípulos, vivían muy ocupados y comprometidos con sus quehaceres cotidianos, no sacaron un espacio para sí mismo. Es lamentable pero real, a ellos los llevaremos en nuestro recuerdo imperecedero hasta el encuentro final.  

El sexto de bachillerato (hoy grado once) nos daba la ilusión de estar a las puertas de tan anhelada meta: Ser maestro es sublime ideal y de sabios suprema misión, esta frase de nuestro himno encerraba toda la vocación y compromiso frente a la labor que desempeñaríamos como educadores: Como gestores de cambio, como aportadores de ese granito de arena en la construcción de una patria más justa y equitativa. 

Sábado 30 de noviembre de 1974 y con diploma en mano nos sentíamos empoderados para ejercer esa bella profesión, que nos brindaría la oportunidad de dar los primeros pasos por los caminos de la pedagogía, sueño cumplido, familias felices de este gran logro, habíamos atravesado el arco del triunfo cual guerrero victorioso, Colombia nos esperaba, pues tomamos rumbos diferentes a lo largo y ancho de la geografía nacional. 

Hoy, después de más de cuatro décadas, gozamos de la dicha de volver a compartir estos reencuentros maravillosos que nos hace regresar al pasado y compartir y comentar los logros alcanzados, que, sin llegar a ser ningunos potentados, la vida nos premió con estabilidad económica, social, cultural y sobre todo con la satisfacción de la labor cumplida. 

miércoles, 31 de julio de 2019

Julio Larios Ríos, candidato al concejo de Maicao

Julio Manuel Larios Ríos dedicó más de 45 años de su vida a la docencia en los colegios San José y Colombo Libanés de Maicao. Miles de niños y jóvenes pasaron por sus clases de educación estética e historia de Colombia e historia universal. 

El primer contacto de los niños  con los grandes músicos como Beethoven, Mozart y Bach fue en las clases del profe Larios, quien además enseñaba sobre el pentagrama y sus notas musicales y la música clásica colombiana. Era la primera persona que les hablaba de la poesía gaucha, la música típica de todos los países  latinoamericanos y quien los iniciaba en el uso de la voz con fines musicales.      

Una sección especial estaba dedicada al teatro, en el que destacaba los aportes del Teatro Popular de Bogotá y la importancia del maestro Enrique Buenaventura para las artes escénicas de nuestro país. 

En algunas ocasiones sus clases fue historia, lo que le permitió a sus estudiantes hacer un interesante viaje a través de los tiempos.    

La imposición de una férrea disciplina y la rigurosa exigencia a los estudiantes fueron algunas de sus características en la docencia. 

Durante su ejercicio de la docencia fungió también como directivo sindical en la Asociación de Educadores de La Guajira. En ese escenario fue un inclaudicable defensor de los derechos de los docentes, en especial los reclamos para obtener un mejor servicio de salud. 

Desde hace unos cinco años es uno de los máximos líderes del partido Unión Patriótica en Maicao. El pasado 26 de julio se inscribió como candidato al concejo por la lista de la alianza entre Unión Patriótica y Colombia Humana, la que reconoció sus méritos y le asignó la responsabilidad de ser cabeza de lista. 

Las luchas por la educación y la cultura serán dos de los frentes que promoverá desde la campaña y defenderá en el concejo municipal. 

Hugo Sierra, candidato al concejo de Maicao


Hugo Sierra Deluque es un joven que se ha dedicado a cultivar el difícil arte de la carpintería metálica.   Su arte es trabajar el aluminio, el hierro y otros metales para convertirlos en hermosas puertas, ventanas y portones. Además es un luchador de las causas cívicas. 

El pasado 26 de octubre se inscribió como candidato al concejo en la lista de la alianza entre Colombia Humana  y Unión Patriótica, en la que fue premiado con el número 5

Como bandera anuncia trabajar por el deporte, la seguridad programas para fortalecer a la juventud.

domingo, 28 de julio de 2019

Tierra de inmigrantes

Escrito por: Alejandro Rutto Martínez

¿Cómo haría para describir esta tierra de todos y de nadie sin decir nunca mi nombre, como me lo ha pedido el maestro Víctor Bravo en nuestro placentero taller sabatino de crónicas?   ¿Tal vez deba aludir a las cinco salas de cine que un día existieron y luego se cerraron para siempre?  ¿O mencionar el recuerdo borroso de los colegios privados de primaria en donde aprendieron sus primeras letras varias generaciones de ciudadanos? ¿O traer a la mesa una fotografía en la que aparece, casi irreconocible, la laguna que un día fue y que ahora no está?  ¿O referirme al edificio de trece pisos que fue el símbolo de una bonanza comercial sin límites y que fue el más alto de la comarca durante mucho tiempo?

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La tierra de los memorables molinos de viento tiene hoy un mapa distinto al de hace diecinueve años cuando le cercenaron parte de su territorio, calles derechas y llenas de voces de otros tiempos, pinceladas de bellezas que vienen vagamente a la memoria y hombres y mujeres con otros acentos y otras costumbres que llegan por un lado y se van por el otro, como el viento que se mueve sobre los tejados y aúlla en los desolados potreros de mi barrio. 

El pueblo del que hablamos mientras se hace el esfuerzo por no decir su nombre se fue poblando de la misma forma en que llegan las hormigas al sitio en que se sabe que hay un pedacito de panela.  Los primeros, obviamente, fueron los propios wayüu, los dueños de la tierra. Y un poco después los criollos de espíritu emprendedor quienes vieron la oportunidad de ubicar allí sus establecimientos comerciales. 

Así fueron llegando los papayaleros, barranqueros y riohacheros. Del interior del país vinieron policías y soldados con la misión de cuidar los caminos de la patria y triunfaron en su tarea pero sucumbieron ante la seducción de mujeres guajiras; del otro lado del mar vinieron los árabes, a quienes equivocadamente llamaron turcos y le dieron un fuerte impulso a la venta de mercancías extranjeras. Aquí se encontraron con algunos colegas judíos y unieron sus esfuerzos para convertir a su nueva tierra en un lugar próspero y muy conocido en todo el país como epicentro del comercio en el Caribe. 

Así mismo se asentaron  los hijos de la sabana del Sinú, quienes iban de paso hacia la poderosa Venezuela en donde venderían las fuerzas de sus brazos y su sabiduría ancestral para hacer producir la tierra, pero algunos se quedaron, mientras encontraban cupo en la próxima caravana de Cresenciano, un palenquero experto en llevar a los colombianos hacia su deseado destino y que entre otros llevó de la mano a Antonio Cervantes Kid Pambelé y a otros héroes anónimos del Caribe. 

 A algunos sinuanos se les hizo larga la espera y decidieron armarse de valor y de unos termos de tinto, mientras le anunciaban la hora de su partida. Pero para muchos de ellos el mientras tanto se les convirtió en un eterno “mientras siempre” y aún viven en este pueblo de piedra y arena, peinando sus canas y peleando con los nietos para que no anden por el monte con el pie en el suelo. 

Hoy, la tierra que describimos, recibe nuevas oleadas de inmigrantes extranjeros, quienes han llegado en las condiciones más desfavorables de pobreza y en la mayor indignidad que podamos imaginar; duermen muy mal, comen cuando pueden, se bañan donde no deben y sobreviven por la misericordia del transeúnte que se conmueve de tanta miseria junta. 

Esa es la tierra de todos y de nadie.  Aquí llegan muchas personas en calidad de pasajeros en tránsito, pero a algunos del destino los conduce a quedarse para siempre. 

Si aún no han dado con el nombre de la tierra que describimos, entonces para terminar con el misterio podríamos decir que es el pueblito al que le canta Álvaro Pérez, al que consiente Dios con su generosidad, la cuna de Muebles Leyda y la sede de una mezquita hermosa como los atardeceres del Caribe. 

Es la tierra en donde se hubiera quedado a vivir por siempre un tal Antonio Cervantes  Kid Pambelé, sin el buen Cresenciano Cañate no se hubiera apurado para llevarlo al otro lado de la frontera para que un tiempo después se convirtiera en campeón del mundo y el mejor deportista del siglo en Colombia. 

Esa tierra es la tierra de quien firma este texto, y es la suya también, si aprende a quererla como la quiero yo. 

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