Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Mi papá era un hombre alérgico a las fiestas y a las
celebraciones. Por eso, temeroso de que no fuera a la ceremonia de mi
matrimonio y a la posterior celebración, me arrodillé para implorarle a Dios
que lo conmoviera y me acompañara en tan crucial acontecimiento de mi
vida.
Él no me había acompañado a
la graduación de la primaria y tampoco a
la del bachillerato y tan sólo fue una vez a recibir mi boletín ce
calificaciones en la reunión final del curso, y casualmente lo hizo el año en
que salí reprobado en ese malhadado tercero de bachillerato (equivalente al 8º.
Grado de ahora). Ya se imaginan su reacción y lo que mi joven pellejo sufrió por esa grave falta.
Aproveché cuando estaba de rodillas para pedirle a Dios, de
una vez, que mi primer hijo fuera varón, para darle el nombre de Ernesto, su
abuelo, el mismo que no iba nunca a ninguna fiesta.
Yo debía ser un inexperto muchacho en el arte de la oración o
Dios tenía planes muy distintos a los míos, porque mi papá no fue a la fiesta;
y mi primer retoño no fue un varoncito como le pedí, sino una preciosa
niña. Aplacé las ganas de tener un varón
para el nacimiento de mi segundo y último hijo (según mis planes) pero la
adorable sonrisa de una hermosa niña volvió a iluminar nuestro hogar.
Estaba muy feliz con mis tres mujeres, dos que me había regalado Dios y una que me había entregado mi suegro, pero…no renunciaba a la idea de tener un varoncito que se llamara Ernesto, como el abuelo que no asistía a fiestas, porque prefería quedarse en casa sumergido en su hábito de leer todo lo que llegara a sus manos, en el idioma en que fuera y a la hora en que le provocara.
Consciente de que no debía renunciar a mi sueño me apliqué
más en la oración a Dios, ahora de manera más intensa porque el asunto, con el
tiempo se volvió casi que un motivo de orgullo personal. ¿Por qué?
Porque a los hombres de mi familia, léase hermanos, primos y hermanos
comenzaron a practicar de manera sistemática y perniciosa el dudoso deporte de
matonearme. Según su particular modo de analizar la vida ellos, yo era algo así como un “poco hombre”, porque
no era capaz de engendrar un hijo varón.
¿Cómo les parece? Yo feliz con
mis mujeres y ellos burlándose todo el tiempo de mí.
Un día, el vientre de mi esposa comenzó a abultarse de nuevo
y mi corazón comenzó a henchirse de esperanza y de orgullo porque algo me decía
que la tercera era la vencida.
Los meses pasaron rápido, uno, dos tres…el vientre crecía más
y más y era más grande que en las dos ocasiones anteriores. “Ese es un varón” decía mi mamá, una sabia
mujer que nunca fue al colegio pero que en casos como aquellos operaba como la
ginecóloga de sus hijas y nueras.
La
única ecografía que nos aprobaron no mostró con claridad el sexo del bebé. Pero yo le creía a la abuela, que había parido todos sus seis de sus ocho hijos en casa, ayudada por la comadrona y había visto nacer casi una veintena de nietos. ¿Tenía una vasta experiencia! Y yo, unas tremendas ganas de creerle. Y le creí.
El día llegó, un 16 de julio a las 9 de la mañana. La bella
madre estaba en la sala de partos y yo afuera, comiéndome las uñas. Pasó el
tiempo y nada de noticias.
Le pregunté a
alguien, un camillero, que salió de la
habitación a donde no me dejaban entrar y le pregunté con ansiedad. ¿“Usted
sabe si ya mi esposa parió”?
Más agradecido estuviera con él si me hubiera respondido
rápido y directo pero en lugar de hacerlo así, me contestó con otra pregunta: ¿Usted
cuántos hijos tiene?
-Con cara de ansiedad le dije de inmediato: dos y son niñas
-Doble felicitaciones, me dijo. Su esposa acaba de parir y es
un varoncito.
De repente todos estábamos brincando, celebrando y
abrazándonos como cuando Colombia le hace un gol a Alemania y le empata en el
minuto 48 del segundo tiempo, en un mundial.
Entre los que estaban celebrando aparecieron también los que
me burlaban y me habían calificado de “poco hombre” ¡Hermanos poco serios!
Uno de ellos, al que llamaron de urgencia, se
fue para el hospital sin peinarse y sin afeitarse, tenía la camisa desabotonada
y la bragueta abierta. No sé con quién
confundió el vigilante a mi hermano mayor, pues lo llamó aparte y le dijo
“Señor, aquí a veces le damos la sobra del almuerzo a los más necesitados, pero
deben venir por la puerta de atrás y no por ésta donde estamos”
La alegría era indescriptible y hasta mi mamá, que casi no podía
caminar y nunca salía de la casa, se apareció en la habitación donde mi esposa
alimentaba al ansioso nuevo miembro de la familia. Nadie sabe cómo pudo llegar
allá, a pesar de sus complicaciones de salud.
Todo era felicidad y, por supuesto, el niño comenzó a vivir
con la dicha de llamarse Ernesto. Ernesto Josías, para ser más exactos, en una hermosa combinación del nombre
de su abuelo (ese al que no le gustaban las fiestas sino los libros) y el de
uno de los mejores reyes del antiguo Israel.
Mi hijo Ernesto ha sido
una bendición a lo largo de su vida. Y de la mía.
Desde ese día, 16 de julio de 1998,
cuando nuestro Barrio El Carmen de Maicao celebraba ruidosamente su día
clásico, ha sido mi compañero en todos los lugares a donde Dios nos ha
llevado.
Para prepararlo y apara convencerlo de lo que sería su
futuro, comencé a llamarlo “Campeón”. Y me ha seguido siempre a todas partes.
Ahora es todo un hombrecito y ha arribado ni más ni menos que a su mayoría de
edad.
Atrás quedaron los días en que lo montaba en mis hombros para que él
celebrara que era el niño más alto de la familia; atrás quedó el día lleno de
sentimientos en que lo llevé por primera vez a mi trabajo y lleno de orgullo se
lo presenté a mis compañeros y estudiantes; atrás quedó el día en que lloré al
dejarlo llorando en el jardín infantil; atrás quedó el día en que la aguja de
la vacuna me dolió más a mí que a él.
Atrás han quedado los días en que le inculqué los principios
y valores que mis padres me habían enseñado y que yo mismo tomaba de la Biblia
para que a él le quedaran bien claros.
Hoy en día es mi mejor discípulo, mi compañero inseparable
y mi hincha número uno. Yo debo darle gracias a Dios por regalármelo
y a él por existir. Y también le doy gracias por haberme hecho caso cuando le
enseñé que por encima de todo tenía que ser un hombre, un hombre de bien.
Aprovecho la oportunidad de disculparme con él por haberle
transmitido mi enfermizo amor por el fútbol que es como haberlo matriculado en
la universidad del sufrimiento.
Hoy celebro con Dios y con mi familia la presencia de mi
hijo, mi hijo el que tanto esperé; mi hijo el que es respuesta a las oraciones;
mi hijo el que hizo que ya no me siguieran estigmatizando por que no podía
tener hijos varones.
Quiero celebrar también con mi esposa que fue capaz de tener
a ese hombronón 9 meses en su vientre y con los tíos a los que casi sacan del
hospital por no vestirse con decencia en la prisa por conocer a su sobrino.
Quiero celebrar con el camillero que me dio la buena noticia; con Carmelo y Goyo, los médicos que atendieron el
parto.
Quisiera celebrar con la abuela Blanca quien me acompañaba
siempre en estos momentos. Quisiera celebrar con Isnelda, la abuela que volvió
a caminar para aparecerse en el hospital sin que nadie descubriera nunca cómo
llegó allá, pero ella está celebrando con Dios.
Y quisiera celebrar con Ernesto, mi papá, pero él también ha
partido a la eternidad. Y si estuviera aquí tampoco hubiera querido celebrar, porque
él nunca iba ni a las mejores a fiestas.