Con cariño para mi padre
Por: Alejandro Rutto Martínez
Tal vez a alguno de los amables lectores le ha pasado lo que procedo a contarle a continuación o han debido tratar con una persona similar a la de la historia.
Han tratado por casualidad con alguien que les interrumpe el sueño en el momento en que se encuentran bien profundos y por su pantalla mental pasan enjambres de ángeles que tocan con maestría su arpa mientras en el horizonte lejano desfilan los navíos de sus sueños? ¿os han hecho regresar a la realidad cuando más placenteramente se dedicaban a la importantísima función orgánica de dormir? Yo sí tuve quien me hiciera esta maldad con más frecuencia de la deseada.
¿Les ha pasado que alguien quisiera obligarlos a leer los clásicos de la literatura cuando ustedes tenían la edad en que el hombre es indócil por naturaleza y se dedica a vivir sin límites los arrebatos de sus pocos años y los venturosos tiempos de la infancia?
No sé a ustedes, pero a mí me correspondió sufrir l al lado de de alguien que se empeñaba en hacerme leer los libros que otros solo tomaban a los veinte o treinta años, si alguna vez llegaban, por obligación ineludible, a tropezarse con ellos.
¿De casualidad no tuvieron la angustia de compartir con alguien que les diera frecuentemente un curso teórico-práctico de conjugación de verbos?
A mí me tocó con un maestro a quien le gustaba que yo aprendiera a conjugar el verbo trabajar.
Pero el curso tenía más de práctico que de teórico y por eso me pasé una buena parte de mis primeros años en la lucha diaria de transformar las tardes cenicientas y aburridas en jornadas agotadoras de trabajo y más trabajo.
¿Les tocó escuchar historias largas y, en apariencia, sin ningún interés? ¿Sufrieron escuchando sobre las patrañas tenebrosas de Hitler y Mussolini cuando quería saber de fútbol o de cine? Yo conviví con una persona que desnudaba en cada historia sus sentimientos y me hacía viajar por un planeta lleno de fusiles mortales y de dolor enorme, mientras mi mayor deseo era irme a jugar en la cancha de piedra y polvo del vecindario y aplicarme de esta forma un bálsamo en la herida abierta por el dolor ajeno.
A estas alturas usted debe estar compadeciéndome y, en humanitaria solidaridad conmigo tal vez haya expresado alguna frase en rechazo a esa persona.
Si es así, le agradezco su solidaridad y le ruego recoger la frase.
La persona a la que me refiero es mi padre: él me despertaba para mandarme al colegio, me hizo tomarle amor a los libros y al trabajo y me inició en el arte maravilloso de contar historias.
Hoy se cumplen cuatro años de su partida hacia la eternidad.
Y yo sigo portándome bien, como él me enseñó, con la esperanza de que algún día pueda verlo de nuevo para hablar de historias inconclusas.
Por: Alejandro Rutto Martínez
Tal vez a alguno de los amables lectores le ha pasado lo que procedo a contarle a continuación o han debido tratar con una persona similar a la de la historia.
Han tratado por casualidad con alguien que les interrumpe el sueño en el momento en que se encuentran bien profundos y por su pantalla mental pasan enjambres de ángeles que tocan con maestría su arpa mientras en el horizonte lejano desfilan los navíos de sus sueños? ¿os han hecho regresar a la realidad cuando más placenteramente se dedicaban a la importantísima función orgánica de dormir? Yo sí tuve quien me hiciera esta maldad con más frecuencia de la deseada.
¿Les ha pasado que alguien quisiera obligarlos a leer los clásicos de la literatura cuando ustedes tenían la edad en que el hombre es indócil por naturaleza y se dedica a vivir sin límites los arrebatos de sus pocos años y los venturosos tiempos de la infancia?
No sé a ustedes, pero a mí me correspondió sufrir l al lado de de alguien que se empeñaba en hacerme leer los libros que otros solo tomaban a los veinte o treinta años, si alguna vez llegaban, por obligación ineludible, a tropezarse con ellos.
¿De casualidad no tuvieron la angustia de compartir con alguien que les diera frecuentemente un curso teórico-práctico de conjugación de verbos?
A mí me tocó con un maestro a quien le gustaba que yo aprendiera a conjugar el verbo trabajar.
Pero el curso tenía más de práctico que de teórico y por eso me pasé una buena parte de mis primeros años en la lucha diaria de transformar las tardes cenicientas y aburridas en jornadas agotadoras de trabajo y más trabajo.
¿Les tocó escuchar historias largas y, en apariencia, sin ningún interés? ¿Sufrieron escuchando sobre las patrañas tenebrosas de Hitler y Mussolini cuando quería saber de fútbol o de cine? Yo conviví con una persona que desnudaba en cada historia sus sentimientos y me hacía viajar por un planeta lleno de fusiles mortales y de dolor enorme, mientras mi mayor deseo era irme a jugar en la cancha de piedra y polvo del vecindario y aplicarme de esta forma un bálsamo en la herida abierta por el dolor ajeno.
A estas alturas usted debe estar compadeciéndome y, en humanitaria solidaridad conmigo tal vez haya expresado alguna frase en rechazo a esa persona.
Si es así, le agradezco su solidaridad y le ruego recoger la frase.
La persona a la que me refiero es mi padre: él me despertaba para mandarme al colegio, me hizo tomarle amor a los libros y al trabajo y me inició en el arte maravilloso de contar historias.
Hoy se cumplen cuatro años de su partida hacia la eternidad.
Y yo sigo portándome bien, como él me enseñó, con la esperanza de que algún día pueda verlo de nuevo para hablar de historias inconclusas.