Por Alejandro Rutto Martínez
Y de las que no son largas también. Así piensan algunos de mis mejores amigos acerca del tema. Uno de ellos, el más fundamentalista piensa que éstas no sirven para nada y se ufana al decir que tiene diez años que no pierde su tiempo asistiendo a ellas.
Bueno, ya debe tener como once porque, lo conocí, precisamente en una reunión y nuestra amistad se fortaleció mientras asistíamos a este tipo de eventos, pero hace algún tiempo no lo veo.
Antes era el más puntual y consagrado: según su disciplina debía ser siempre el primero en llegar y el último en irse. Pero con el tiempo su entusiasmo se marchitó cuando descubrió que llegar de primero no servía de nada porque las reuniones no comienzan cuando llega el más puntual sino cuando hace su aparición el último de los incumplidos.
Él ignoraba la decisión secreta de quienes convocaban: «digamos que la reunión es a las tres, para que vengan a las cuatro». Mi amigo ignoraba el perverso acuerdo y por eso era, según él mismo se califica, «el primer idiota en llegar» y quedarse esperando treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta minutos hasta cuando llegaba el más retrasado de los retrasados. «Un domingo por la tarde, el único rato de la semana en que puedo descansar, me hicieron ir a una reunión: duramos dos horas esperando el inicio y otras dos discutiendo tonterías.
Desde ese día me convertí a una religión cuyo único credo es no asistir, por nada del mundo, a una reunión». Otro de mis amigos, menos fundamentalista, tiene como norma de vida asistir a reuniones que duren sólo una hora o menos.
En caso de que se cumplan sesenta minutos sin que el moderador exprese la anhelada frase «No habiendo nada más que tratar...», simplemente recoge sus cosas, las mete en el maletín y... se retira, sin pedir permiso ni despedirse.
De acuerdo con su filosofía una reunión prolongada solo servirá para perder el tiempo. Su norma de conducta es clara en este aspecto: «si yo soy el «dueño» de la reunión la termino a los cincuenta y nueve minutos y si soy invitado me voy antes de que se cumpla una hora.
Mi tiempo vale mucho para perderlo inútilmente». Los expertos en el tema son menos drásticos pero igual hacen serias recomendaciones para evitar que una buena reunión se constituya en algo interminable, aburrido e inútil.
Esa necesario no hacerlas con tanta frecuencia, respetar el día y la hora para la cual fue convocada, no hacerlas demasiado largas, controlar adecuadamente el tiempo, fijar un orden del día con dos (máximo tres) puntos claves y, algo para no olvidar nunca, fijar una hora para terminar y hacer el máximo esfuerzo para respetarla. Así los asistentes podrán programar otras actividades en las que estén comprometidos.
Hoy volví a saber de mi amigo el fundamentalista. Lo invité para una reunión y me respondió con una nota de cuatro líneas: «a todo el que me invite a una reunión lo excluyo de la lista de mis amigos. Y a quien me llame para una reunión de domingo en la tarde lo declaro objetivo militar».
Hoy tengo un amigo menos pero puedo estar tranquilo: la reunión a la que lo invité no era domingo sino jueves.
Bueno, ya debe tener como once porque, lo conocí, precisamente en una reunión y nuestra amistad se fortaleció mientras asistíamos a este tipo de eventos, pero hace algún tiempo no lo veo.
Antes era el más puntual y consagrado: según su disciplina debía ser siempre el primero en llegar y el último en irse. Pero con el tiempo su entusiasmo se marchitó cuando descubrió que llegar de primero no servía de nada porque las reuniones no comienzan cuando llega el más puntual sino cuando hace su aparición el último de los incumplidos.
Él ignoraba la decisión secreta de quienes convocaban: «digamos que la reunión es a las tres, para que vengan a las cuatro». Mi amigo ignoraba el perverso acuerdo y por eso era, según él mismo se califica, «el primer idiota en llegar» y quedarse esperando treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta minutos hasta cuando llegaba el más retrasado de los retrasados. «Un domingo por la tarde, el único rato de la semana en que puedo descansar, me hicieron ir a una reunión: duramos dos horas esperando el inicio y otras dos discutiendo tonterías.
Desde ese día me convertí a una religión cuyo único credo es no asistir, por nada del mundo, a una reunión». Otro de mis amigos, menos fundamentalista, tiene como norma de vida asistir a reuniones que duren sólo una hora o menos.
En caso de que se cumplan sesenta minutos sin que el moderador exprese la anhelada frase «No habiendo nada más que tratar...», simplemente recoge sus cosas, las mete en el maletín y... se retira, sin pedir permiso ni despedirse.
De acuerdo con su filosofía una reunión prolongada solo servirá para perder el tiempo. Su norma de conducta es clara en este aspecto: «si yo soy el «dueño» de la reunión la termino a los cincuenta y nueve minutos y si soy invitado me voy antes de que se cumpla una hora.
Mi tiempo vale mucho para perderlo inútilmente». Los expertos en el tema son menos drásticos pero igual hacen serias recomendaciones para evitar que una buena reunión se constituya en algo interminable, aburrido e inútil.
Esa necesario no hacerlas con tanta frecuencia, respetar el día y la hora para la cual fue convocada, no hacerlas demasiado largas, controlar adecuadamente el tiempo, fijar un orden del día con dos (máximo tres) puntos claves y, algo para no olvidar nunca, fijar una hora para terminar y hacer el máximo esfuerzo para respetarla. Así los asistentes podrán programar otras actividades en las que estén comprometidos.
Hoy volví a saber de mi amigo el fundamentalista. Lo invité para una reunión y me respondió con una nota de cuatro líneas: «a todo el que me invite a una reunión lo excluyo de la lista de mis amigos. Y a quien me llame para una reunión de domingo en la tarde lo declaro objetivo militar».
Hoy tengo un amigo menos pero puedo estar tranquilo: la reunión a la que lo invité no era domingo sino jueves.