Michel d'Eychem, señor de Montaigne: "Las arrugas del espíritu nos hacen más viejos que las de la cara"
Era sábado, día de pago para quienes trabajaban en las faenas de construcción y mi padre salió de casa presuroso, cuando el sol indicaba que el mediodía daba paso a la tarde. Su finalidad: recibir el pago por todos los viajes hecho durante la semana a los ingenieros para los cuales trabajaba. Corrían los años setenta y en Maicao se construían grandes edificios, locales comerciales y bodegas para almacenar mercancías.
Cuando anochecía el viejo regresó con las manos vacías: el pago no se hizo efectivo y le pidieron esperar hasta el próximo lunes. Mi mamá, para consolarlo, echó mano de uno los dichos de su extenso repertorio y, antes de que siguiera con los lamentos le dijo "paciencia piojo que la noche es larga".
Así solía decir nuestra madre, una riohachera de pura cepa, cuando las cosas parecían complicarse y tomaban un color, digamos, poco favorable a los intereses de la familia o a nuestros deseos o esperanzas. Cuando ella decía así todos sabíamos que lo recomendable era tener calma y saber que el desenlace, de ser favorable, no sería en corto tiempo. Esa noche mi papá se que a dormir sin plata en los bolsillos pero con la convicción de que no debía preocuparse por algo que no estaba en sus manos resolver.
Mi madre y sus contemporáneos, casi todos ellos de pocos años en la escuela, aprendieron comunicación, lenguaje, música y hasta un poco de literatura en las tertulias vespertinas que los reunía a todos, niños, jóvenes, adultos y ancianos, para intercambiar las vivencias del día. Era un tiempo en que la palabra fluía, el tiempo se detenía y el conocimiento era compartido de manera franca, abierta y amena.
Algunos aprendieron más que otros pero nuestra representante en esas concurridísimas reuniones de la Calle del Carmen, aprendió, sobre todo, hermosas letras de boleros y dichos con los cuales nos guió durante todo el tiempo en que estuvo con nosotros. Y tenía uno para cada ocasión.
Por ejemplo, cuando veía sufrir a alguien, comentaba: "Caramba, ese pobre hombre está pasando más trabajo que Justo Rojas en Villanueva".
Nunca supimos quién era Justo Rojas, ni qué le pasó en cuál Villanueva. Pero sea quien haya sido fue un nombre que siempre nos inspiró pesar y un poco de piedad. No sabemos si fue un padre de familia desempleado o un político caído en desgracia o un campesino que perdió su finca hipotecada.
Pero, a juzgar por el tono con que se referían a él, debió ser alguien especializado en los más terribles sufrimientos.
Pero no era esa la única forma de referirse a quienes la vida probaba con los malos ratos. A veces, cuando se refería a sus propias penas del pasado, decía: "A mí en esa época me tocó pasar la mar de un brinco y la ciénaga de un pugío(sic)".
Muy grande debe ser el esfuerzo de quien atraviese el mar de un solo salto y una ciénaga con solo un grito lastimero, que es lo que aproximadamente traduce "un pugío". Y cuando esa forma de decir estaba muy repetida, entonces acudía a otra de sus máximas. "¿Qué como estoy? Aquí, como tres en el anca de un piojo, siendo yo la de más atrás".
Yo, que siento dolor ajeno cuando veo a tres personas montadas en una motocicleta, me imagino como sería el viaje sobre el minúsculo animal, más que todo cuando son tres viajeros. Y... ¿Qué tal "el de más atrás"?
En esos tiempos, al igual que ahora, había personas inclinadas a crear conflictos y meterse en problemas.
Para ellos, recuerdo dos frases contundentes, de las que se pueden publicar sin temor a que los niños las lean (porque también había de las otras): "Fulano cree que la mazamorra es caldo".
Y otra aún más contundente, como para regañar a un grupo de jóvenes con ganas de buscar pleito: "Y ustedes qué creen... ¿Qué la guerra es cumbiamba?
Poco a poco las velitas de la tertulia se fueron apagando y toda esa generación de sabios de la calle y poetas de la palabra sencilla fue silenciada por el paso inexorable del tiempo.
A mi mamá también le llegó el turno de partir y, cuando eso sucedió, el mundo se me hizo pedazos. Ella se fue en el momento en que más me hubieran servido sus frases, su apoyo, su sonrisa y el hombro en donde me recostaba cuando quería desahogarme.
Pero, un poco después de su partida, cuando tuve una de las pruebas más grandes de mi existencia, comprobé que ella me acompañaba desde la eternidad con las sabias frases que me enseñó en la infancia.
En medio de la turbulencia y los colores grises de la adversidad, alcancé el recuerdo me trajo su voz dulce y llena de convicción: Tranquilo mijo, que ningún hijo de Dios muere boca abajo"