Por: Joel Peñuela Quintero
Alejandro Rutto Martínez nació un día viernes en Maicao; se presenta a sí mismo como periodista y escritor, actividades estas que amalgama con aquellas relacionadas con su profesión como administrador de empresas. Su herencia literaria se fue cocinando a fuego lento al escuchar los relatos de su padre, un trotamundos italiano que terminó enamorado de la Guajira, y las historias de Isnelda su madre, una Riohachera, que, como cualquiera otra mujer guajira, es una especie de enciclopedia ambulante de relatos e historias costumbristas, propias de la cotidianidad guajira caracterizada por una picaresca natural, la espontaneidad propia de quienes se toman la vida por el lado bueno y amable y la repentización para responder al interlocutor.
Es miembro del taller Relata Guajira, un programa del Ministerio de Cultura del gobierno de Colombia. Ha publicado crónicas, relatos, cuentos y poesías, así como ensayos académicos.
A pesar de auto concebirse como un escritor de concepto, también se puede escuchar su voz pausada y clara en escritos bien elaborados donde el fútbol y graciosos acontecimientos de la cotidianidad son traducidos a letras para el deleite de sus lectores; sus escritos dejan entrever su dedicación al oficio literario y últimamente, motivado por su experiencia en el taller de literatura al que pertenece, ha incursionado en el campo de la crónica, perfilando seres humanos de la cotidianidad de su entorno próximo a quienes presenta de forma ágil y amena y con un dejo de buen fino humor.—Yo nací en Maicao
—dice sin prisas, como si solo repitiera lo que ya ha escuchado en su interior—
el 6 de marzo de 1964 en el hogar de Ernesto Ruto e Isnelda Martínez. Cuando se
casaron mi mamá tenía tres hijos mayores de un matrimonio anterior por eso yo
soy su cuarto hijo, pero el primero de mi papá.
La madre de Alejandro es hija de una afro indígena wayú lo cual constituye un patrimonio cultural de gran significado como ciudadana americana y con identidad propia. Isnelda, quien vivía en Riohacha, salió un día para Maicao, una ciudad a ochenta kilómetros de Riohacha, la capital de La Guajira el departamento más septentrional de Colombia, ese día, Dios le tenía preparada una sorpresa y de forma casual conoció a un italiano soltero que vivía solo en su casa donde también tenía un alambique y un taller de herrería, la atracción fue mutua y luego de unos meses de encuentros motivados por el acoso del deseo, decidieron casarse, y tal como eran las relaciones de antaño, ese encuentro les duró toda la vida.
—Mi papá
Ernesto —dice Alejandro— es de un pueblito en el norte de Italia en la parte
continental, ubicado en la región de Piamonte cuya capital es Turín, famosa
ciudad industrial por ser la cuna de la Juventus,
exactamente de Salamonferrato en la provincia de Alessandria, un pueblo de apenas
cuatrocientos habitantes con tradición vinícola. Mi familia era como un clan en la región.
Alessandro,
abuelo de Alejandro fue capitán del ejército italiano bajo la comandancia de Mussolini,
Il Duce, personaje protagonista de la
Segunda Guerra Mundial. En 1941, en
plena Segunda Guerra Mundial, fue reclutado para ser parte del ejército cuando
apenas contaba con diecisiete años, estando en los Balcanes, donde Italia tenía
un ejército de invasión en esos países, se sintió defraudado por lo que, desmoralizado
por los excesos de Mussolini, renunció al ejército y se adhirió a la guerrilla
italiana que pretendía derrocarlo.
La situación de
posguerra en Italia no era fácil por causa de la caída de la economía, pero en
su caso fue peor porque, por un lado, había sido soldado y por el otro guerrillero,
esa duplicidad política le trajo más de un problema. Consiguió varios trabajos, pero no pudo
sentirse a gusto con ninguno por lo cual emigró a Sudamérica y desembarcó en
Argentina en 1954. Luego de un lapso en
Uruguay y Brasil, se trasladó a Bolivia donde trabajó con la nunciatura
apostólica de ese país; finalmente llegó a Bogotá. Las cosas tampoco le iban muy bien por eso
cuando le propusieron vincularse con una empresa constructora encargada de hacer
unas reparaciones en el internado de Nazaret, en La Guajira, no lo pensó mucho y
terminó en Maicao cuando la empresa en 1956 fue contratada para hacer
remodelaciones en alcaldía. Al año
siguiente la empresa se disolvió, él decidió permanecer en Maicao donde le
propusieron fundar el alambique y un taller de herrería, curiosa vuelta que dio
su vida: de procesar vino en Europa vino a hacer chirrinchi en La Guajira.
Ernesto, con
una orientación natural hacia los negocios, procesaba el licor, reciclaba las
latas de veinte litros de aceite comestible, las lavaba, empacaba el licor en
ellas y finalmente las sellaba usando el estaño de su taller. El licor era comprado por los nativos wayús
quienes acostumbran celebrar con ello, así que él lo vendía en grandes cantidades
y con su cotorrón lo transportaba obteniendo así otras ganancias para su
negocio.
—Yo me casé con
Carlene Ortega Pérez en 1989 —dice Alejandro mientras levanta un poco su cabeza
y sonríe, como buscando entre el legajo de recuerdos y prosigue—: el 26 de
agosto de 1989 en la iglesia evangélica de la cual soy miembro —es un buen
recuerdo por eso sus ojos brillan—. Tuvimos
cuatro hijos: Yenevi Carlene, profesional en Negocios internacionales, Lian
Alexandra, administradora de empresas; Ernesto Josías, estudiante de séptimo
semestre de Derecho y el último Alejandro Santi, con veinte años estudiante de
Economía. Ernesto Josías es quien le sigue de cerca en el ecosistema literario.
Mi papá es una
persona que enseña con el ejemplo —dice Ernesto Josías— y su forma de llegarle
a las personas es a través del amor, incluso cuando está regañándome lo hace en
forma amorosa; desde niño lo tuve como un punto de referencia, recuerdo que al
verlo escribiendo yo me ponía a su lado a jugar al escritor, y mire, hoy soy
periodista, y en parte creo que es gracias a aquel juego de cuando era niño
inspirado en mi padre.
Cuando se le
pregunta sobre su perfil profesional dice que la profesión que puede acreditar
con un diploma es Administración de Empresas; también tiene un posgrado en
desarrollo social, otro en Orientación Educativa y desarrollo humano y un
tercero en docencia universitaria; en la actualidad es candidato en una maestría
en Pedagogía de la tecnología de la información y comunicaciones.
—Digo del
título que puedo acreditar con un diploma —dice Alejandro—, porque tengo otras
profesiones, o más bien oficios, como por ejemplo el de periodista, ejercido de
manera empírica desde 1984, y el de maestro, el que más me gusta. Yo soy
profesor pura sangre y por ello he permanecido tanto tiempo, aunque no estudié
ninguna licenciatura en nada de eso, pero me he mantenido activo en la cátedra
universitaria, fundamentalmente como instructor del SENA.
En cuanto a su
carrera, Alejandro se ha desempeñado como secretario de educación del distrito
de Riohacha, secretario de Hacienda del departamento de la Guajira en dos oportunidades
y secretario de hacienda del municipio de Maicao.
Cuenta
Alejandro que un día, estando en la emisora La Voz de la Pampa en Maicao, tenía
un programa de deportes que se transmitía de 1:30 a 2:30 P.M., en compañía de
su amigo, el locutor Luis Octavio Cruz, escucharon unos disparos justo al
frente de la emisora; los dos periodistas se asomaron a la ventana del segundo
piso donde funcionaba la estación de radio, y cuál no sería la sorpresa, con
susto incluido, que fueron testigos de excepción del atraco que se estaba
sucediendo a la oficina de un banco que estaba justo al frente de la emisora;
los disparos iban y venían y los dos amigos consideraron que lo más pertinente
era tirarse al suelo, a lo Rambo, y
tomar partida en el atraco, solo que en lugar de fusiles lo hicieron con los
pertrechos propios de un periodista: Con
micrófono en mano se turnaron en la transmisión en vivo y en directo del primero
y único atraco transmitido en vivo en la ciudad de Maicao hasta el presente.
—Gajes del
oficio —dice Rutto, en medio de una sonrisa sin dobleces.
En cuanto a su
cadencia literaria, Alejandro se configuró como escritor desde muy chico:
—Escribo
prácticamente desde niño, y por obligación —dice Alejandro y aprieta sus labios
como si de esta manera los recuerdos fluyeran mejor—: a mí me hizo escritor fue
mi profesora de ciencias naturales quien constantemente dejaba tareas de tipo
investigativo; recuerdo que cuando me ponía alguna tarea sobre pollos, gallinas,
culebras, palomas en la clase de Ciencias Naturales, muchos de nosotros no
teníamos libros entonces nos tocaba pedirlos prestados, los otros niños iban y copiaban la tarea en casa de algunos de los
chicos que sí los tenían, mientras ellos copiaban en el libro prestado yo me
iba para el gallinero, bien fuera de mi mamá o de alguna vecina y observaba a la
gallina y empezaba describir todo cuanto veía, igual si eran palomas u otros
animalitos como perro y gatos.
Se queda un
momento en silencio y retoma su conversación:
—Pero fue el profesor Choles —aclara Alejandro— que en sus clases relacionadas con literatura nos invitaba a talleres de escritura y nos mandaba a escribir sobre la cotidianidad, en mi caso comencé a escribir solo para ver su gesto de satisfacción cuando yo leía en voz alta en la clase; eso para mí fue importante en esos años de mi infancia y adolescencia.
Ramiro Choles Andrade |
Alejandro
admite que ha escrito más por sus obligaciones como docente universitario, donde
obtuvo buenos resultados debido por establecer un alto nivel de exigencia, esmerándose
por hacer buenos ensayos.
—Tal vez eso ha
mantenido oculto al escritor creativo —dice—, es decir como escritor de literatura
propiamente dicho. Mis escritos mayormente han sido textos académicos para usar
en clases como docente, son módulos elaborados para la universidad donde trabajé.
Al hablar de
esto, no puede ocultar su síndrome del escritor mostrando sus narices: “Si se
puede considerar escritor a alguien porque escriba textos académicos, debería considerarse
como escritores a todos los profesores universitarios que hacen eso todo el
tiempo, cuando hacen sus guías propedéuticas y sus producciones intelectuales”. Alejandro se auto define como un escribidor
de textos académicos.
—La palabra
escribidor —aclara Alejandro—, no es un error, la digo porque solo transcribo las
ideas que ya están escritas en mi borrador mental desde donde las paso al papel
en blanco.
Uno de los
escritos que pone de relieve esa capacidad creativa para producir literatura —muy
a pesar de su confesa humildad—, es uno titulado: Desde el almendro hacia las
alturas:
“Nuestro viejo almendro con sus cuatro metros de alto y sus ramas
extendidas en todas las direcciones era uno de nuestros mejores amigos en
aquellos años en que las sonrisas de la infancia adornaban nuestros rostros
curtidos por el sol calcinante de la mañana y por la arena recogida en las
excursiones permanentes hacia los rincones ruidosos de las más inimaginables
travesuras.
Junto a su tallo rugoso y rudo nos contamos los secretos más importantes:
el lugar donde escondíamos las almojábanas sustraídas del horno en donde mamá
las guardaba celosamente antes de mandárselas a la abuela Meme; el remedo al
español precario de nuestros padrinos extranjeros; los defectos imperdonables y
la fealdad extrema de las novias de nuestros hermanos mayores. Ahí, a su lado,
cobijados por benévolas sombras, planeábamos lo que pediríamos al niño Dios en
diciembre y las perversidades que le haríamos al viejo Epifanio, al señor Lito
y a don Ovidio en el día de los inocentes.
No obstante, lo que más nos gustaba de ese viejo amigo clorofiláceo,
eran sus cuatro metros de altura que nos permitían escalar al segundo lugar más
alto del mundo conocido después de la antena recién instalada del televisor en
blanco y negro que los viejos sacaron a crédito donde "Chito
Guerrero". Montarse a ese almendro alto, viejo y quebradizo era una
aventura peligrosa y por peligrosa apetecida por quienes formábamos parte de la
pandilla de sus amigos.
Todavía me duelen las costillas al recordar el porrazo salvaje y los
gritos lastimeros causados por el aterrizaje forzoso, inesperado y abrupto, el
día en que caí de unas de sus elevadas ramas.
»…Los aviones zumbaban por nuestras cabezas y el nuevo juego consistía
en probar quién era capaz de recordar la matrícula de las aeronaves o la cara
de los pilotos. Casi siempre coincidíamos y nadie perdía. Todos teníamos los
ojos saludables de nuestros primeros años y esos aviones pasaban verdaderamente
cerca de nosotros.
»…Cuando los aviones pasaban, si estábamos trepados en el árbol, casi
podíamos tocar su fuselaje. Cuando íbamos a la sala conocíamos el significado
verdadero del verbo temblar que la profesora de lenguaje trataba de explicarnos
sin éxito en el colegio. Temblaban los vasos en las mesas; las lámparas de
petróleo que colgaba del techo; temblaba el anafe lleno de brazas en donde
comenzaba a prepararse el guiso de chivo; temblaba el piso y temblábamos los
niños de miedo y los mayores de rabia.
»…Una vez sorprendí al piloto a unos metros de nuestro techo, mirando
con ojos entusiasmados. El baño de nuestra casa no tenía techo y los ojos de mi
hermana no tenían cataratas. Los del piloto tampoco. El avión quedaba
suspendido por unos segundos en el aire mientras él y ella se miraban; y se
decían cosas que yo no entendía en la candidez de mis nueve años. Mi hermana
prolongaba su sonrisa y el hombre de la nave renunciaba a su parpadeo. Sospecho
que su corazón dejaba de latir mientras contemplaba el rostro sencillamente
bello de aquella mujer en tierra. ¿Y mi hermana? Ella se marchaba al colegio
llena de felicidad y regresaba en la tarde aún llena de gozo, volviéndose a
meter al baño, para ensayar de nuevo, la escena del próximo día.
Alejandro
oculta su talento detrás de las cortinas de su recato cuando dice: “la verdad
yo no me considero un gran cuentista, ni gran poeta, en realidad, más bien soy un
cronista, más o menos, aunque el fuerte mío va por el lado de los relatos en aquello
relacionado con escritura creativa. Este
cuento sobre el almendro fue uno de los más elogiados por Víctor bravo, mi
profesor de literatura y siendo que lo considero como una autoridad, eso cuenta
mucho para mí”.
Cuando se le
pregunta sobre la respuesta de sus lectores frente a sus escritos, dice que su
mayor satisfacción ha venido por el lado de internet pues algunos de sus
escritos han sido publicados en otros países y traducidos a otros idiomas;
recientemente ha hecho perfiles biográficos sobre la vida de ciertas personas y
han tenido un nivel de lectura muy bueno, por ejemplo: un escrito sobre el
profesor Idalid Bolaño fue leído por más de cuarenta y cinco mil personas; otro
titulado El cotorrón, una historia sobre un camión el cual tuvo su padre y con
el que obtenía los ingresos para sacar adelante a su familia, tuvo también como
cuarenta y cinco mil lectores.
—He escrito siete
libros —dice Alejando, sin permitirse dejar notar algo de soberbia u orgullo
por ello—: tres sobre temas académicos y cuatro sobre temas bíblicos: los relacionados
con la iglesia son parte de mis apuntes como profesor del instituto bíblico. Uno
de ellos me gustó mucho: La bendición del nazareno; otro es: Jesús mi héroe y
amigo; hay un tercero sobre oratoria y el cuarto es sobre liderazgo: Si mañana
fuera hoy, un libro sobre relaciones humanas, ahora que recuerdo hay otro: Aunque
tiemble la tierra, que es un libro donde compilo algunas de las columnas que
había escrito en los periódicos.
Alejandro es incapaz de escribir una palabra soez, a pesar de no escribir siempre para un público cristiano. No escribiría —asegura sin dudas en su tono— un texto, ni una línea, que vaya contra mis principios cristianos o contra mis principios morales. También estoy seguro de no querer nunca escribir un libro que sirva para el mal ejemplo, eso está totalmente descartado y tampoco escribiría un libro de obviedades, la escritura debe ser para hacer crecer al otro.
Alexandra, su
segunda hija, dice: “mi papá se ha esmerado por ser una excelente persona y
padre… trata siempre de impulsarnos a hacer lo correcto y con un alto estándar
de excelencia”. Mi padre intenta no caer
en chismes ni en contravenciones sociales nunca; dice que la imagen de su padre
es el croquis donde ella mide a los hombres que se le acercan intentando
conquistarla.
Hay una
anécdota donde se puede apreciar la estructura psicológica de Alejandro: “Una
vez en la universidad calificando un trabajo de una alumna que se había quejado
porque otro profesor le había calificado muy bajito, me encargaron a Alejandro
darle una segunda calificación, pero para mi sorpresa la señora había plagiado mi
propia investigación académica. Estuve a
punto de calificarla más bajito de lo que el profesor anterior había hecho, pero
me dio lástima con ella y lo que hice fue renunciar como su segundo evaluador”.
—Quisiera escribir
un libro —dice Alejandro—: una compilación de relatos sobre personas cuya vida haya
sido edificante, lo tengo bastante adelantado y creo que próximamente lo tendré
finalizado y listo para ver la luz.
Dios es mi todo:
El principio y fin de todas las cosas, guía y centro de mi vida; cada instante estoy
imaginando qué pensará Dios de lo que estoy haciendo y por supuesto me esfuerzo
por serle agradable.
Alejandro tiene
un blog desde 2007 pero últimamente se ha percatado de que los lectores acceden
con mayor facilidad a las páginas de Facebook, allí la gente se encuentra los
escritos hasta por casualidad.
—Las
estadísticas indican que me leen más Facebook que en mi propio blog —dice—. La
internet ha sido algo así como mi despegue como escritor porque con los libros
físicos yo nunca pude trascender fuera de Maicao, pero a través de las redes he
podido trascender hasta el ámbito internacional.
Cuando se le inquiere
sobre sus mejores recuerdos, Alejandro levanta su mentón, entre cierra sus ojos
y evoca en sus recuerdos las reminiscencias de la adolescencia y sus tiempos
del colegio.
—Yo creo que los
recuerdos más felices —dice mientras mueve muy despacio su cabeza de un lado a otro—
están asociados con las clases del bachillerato, sobre todo los días finales de
los años escolares y especialmente toda esa parafernalia de la ceremonia de
grado: ¡Eso fue incomparable! A pesar
que me ha graduado muchas otras veces, no hay comparación con eso.
Otro de los
recuerdos que forman parte de su patrimonio emocional es aquel cuando empezó a
ser visibilizado como un buen docente y comenzaron a hablar bien de él en Riohacha
y Maicao. Otro momento inolvidable fue
cuando hicieron la presentación de su primer libro y por supuesto: el feliz momento
del nacimiento de sus hijos, especialmente el primero.
Dentro de los
recuerdos que ponen sus sentimientos sobre la epidermis, están aquellos cuando perdió
a sus padres, de manera especial destaca aquel día cuando a su padre lo
diagnosticaron con cáncer.
—No fue la
noticia en sí, sino la forma como lo hicieron —dice en medio de una melancolía
que le atraganta el alma, más allá de su garganta—; eso me dolió incluso más
que el día cuando mi papá falleció.
Alejandro tiene
un indeleble compromiso con la naturaleza: ama las plantas, a los perros, pero
además se auto define como alguien muy sensible con el sufrimiento ajeno. Los amigos lo reconocen como alguien que es
dado para el servicio público, quien disfruta atendiendo a la gente y se pone
triste cuando le piden favores y no puede hacerlos, bien sea porque están fuera
de su alcance o bien porque están por fuera de sus parámetros éticos.
Alessandra, su
segunda hija, tiene recuerdos valiosos como cuando escribe cartas para ella y
sus otros tres hermanos. “Me encanta la emotividad de mi papá y todo cuanto transmiten
con las letras”, dice. En sus cartas les
declara a sus hijos que ellos son su mayor inspiración y fuerza. Dice Alessandra
que cuando sus amigas los visitan, destacan la forma cómo Alejandro trata a su
esposa, también es un padre involucrado por completo en todo cuanto hace y
participa a su familia de todo cuanto sea posible.
Alessandra
levanta su mirada y con la voz quebradiza dice: “hay un recuerdo vívido que llega
a mi mente con mucha frecuencia y fue aquel día cuando fue a entregar su hoja
de vida en el Servicio Nacional de Aprendizaje, la institución educativa
pública más importante de Colombia, mi hermana y yo lo acompañábamos, apenas
éramos unas bebés todavía, mi padre se arrodilló y mientras nos abrazaba le pidió
al Señor que le diera la oportunidad de trabajar en ese lugar, le dijo al Señor
que lo hiciera por nosotros, sus hijas”.
Alejandro laboró como instructor de dicha institución durante dieciocho
años.