Escrito por: Nilson Pérez
Había mediado cientos de conflictos entre castas y clanes, de muertes, de ofensas, de sangre y de todo tipo. Pero su tradicional wayuco fue abandonado a finales de los ochenta, con esto cesó la tradición en la ranchería aunque todavía se conservan algunas otras.
Aquella noche mientras los tambores de la
yonna se sofocaban en la espesura, y las
hábiles mujeres blandían sus mantas revolcando indios en la arena, el
pecado se gestaba en un enorme chinchorro guajiro de doble cara. La enramada de
la abuela que había desocupado la muerte hacía unos meses, fue el lugar
oportuno para darle curso al amor interrumpido entre Ramón Epieyú y Maria Minta
González. Crecieron cerca, viéndose a escondidas en el molino.
Pero un negocio
mediado por el palabrero, de treinta chivos, cuatro collares y seis chinchorros,
hizo que la hermosa majáyut Guajira de la noche a la mañana tuviese dueño. Un antiguo cacique cargado de
años y de hijos, que tenía chivos y collares para comprar anualmente dos indias
si lo deseaba.
La malicia del viejo se despertó con la
presencia de Ramón, puesto que todos en la región sabían lo que se decía de él
y Maria Minta, por eso buscó y buscó sigiloso de enramada en enramada, al no
notar a su joven mujer entre las bailarinas, pues se suponía que debía estar entre ellas.
El
gemido de los ansiosos amantes en una de las chozas activó la ira del viejo,
quien paciente esperó tras un hato de caballos ensillados que estaba cerca, y luego
de ver dos formas humanas que salían y se incorporaban al círculo de hombres y
mujeres que bailaban, planeó ligeramente, sin dar lugar a negocios ni palabras,
la muerte del joven Ramón.
Un punto treinta en ráfaga de a quince rompió el círculo
humano y el cráneo de aquel bailarín que giraba de espaldas en el eventual pase
del samuro.
Para entonces eran las tres de la madrugada y
la yonna en favor de la lluvia, estaba en su apogeo ¡se equivocaron los dioses!
pedían agua y llovió seso.
Bárbara
noticia para el palabrero, Ramón era su hijo menor, el que no quiso estudiar en
Aremasain por que decía que para ser palabrero no se iba al internado.
Imposible de creer, el intermediario de uno y
mil conflictos no tuvo lugar para mediar el error de su hijo. Error que pudo
ser evitado si le hubiese hecho caso
aquellos ojos que se volvieron agua, meses atrás, cuando llegó hasta la
casa de Mariaminta hablar con sus tíos.
La pobre estaba recostada a una de las
enramadas, muerta de miedo y de tristeza al oír como se negociaba su felicidad
entre siete adultos; le producía pánico el
solo hecho de pensar en ese señor y no se imaginaba tener que convivir
con él, por eso su mirada era de súplica al palabrero, esperanzada en que no
hubiese negocio. Mirada que comprendió demasiado
tarde el hombre de las mediaciones.
Sintió ganas de convocar a los hombres de la
familia, quienes voluntariamente se habían ofrecido, pero recordó cual era su
oficio y lloró por su arte, porque, él, que medió el conflicto entre los Uriana
y los Urariyú, que evitó derramamientos de sangre entre su gente, hoy estaba a
punto de iniciar una guerra ¡que duro es ser palabrero! decía para si mismo en
las noches de insomnio, acosado por el dolor de la perdida de su hijo, por la
sed de venganza en su mente y la presión de los familiares que esperaban una
orden.
Y fue
más dura su experiencia, semanas después, cuando vio enalbardar a un palabrero
que envió el antiguo cacique para mediar el problema de la muerte de su hijo.
Por ética de palabrero le escuchó la oferta, pero no hizo propuesta alguna, si
no que ese día del año 87 se vistió un pana oscuro y colgó su wayuco.
Y semanas después que vinieron tres hombres de
la Alta Guajira
buscándole para mediar un conflicto, les recibió un niño de escasos diez años,
quien les dijo en wayúnaiki. ―Nojotsü pütchipü jülüü tü wepiapá (aquí en esta
ranchería ya no hay palabrero)
Nilson
Pérez