Por: Alejandro Rutto Martínez
A Cilia Pimienta la conocí en una mañana remota de 1974. Vivía el fragor de mis nueve años y una etapa bella e incomparable en que el arco iris era un portón abierto por Dios para que entraran al cielo todos los niños que respetaran a sus padres y quisieran a sus maestras; el arroyo del barrio era un río cuyas aguas, muchos kilómetros más adelante, servía para que los ángeles le dieran reposo a sus alas de algodón y lavaran sus ropas inmaculadamente blancas.
El bosque era una sábana pintada de verde por la mano firme del Padre Celestial en donde las vacas comían toronjil; el mar era una inmensidad azul coloreada por Dios cuando tenía nueve años como yo; y el fútbol era un deporte lejano y raro que se jugaba en una cancha enorme como una finca y mucho más grande que el pedazo de calle en donde nosotros jugábamos con nuestra pelota hecha de medias viejas hurtadas a nuestros padres.
Había comenzado 1.974 y los niños del Gimnasio Girardot, educados con la disciplina y el coraje del héroe de Bàrbula, nos disponíamos a beber gota a gota ese mundo de conocimiento que nos servían en el vaso siempre lleno de la aplicación y el amor al estudio.
La nueva profesora de ciencias naturales era “una señora alta y morena que habla bonito” según el decir de los niños. Y llegó el día en que al fin nos visitó. Era una mañana soleada y tibia de esas en que la mente está dispuesta a explorar el universo ancho y largo de la investigación. La nueva “seño” nos miró la cara y desde un principio puso sus condiciones: “vamos a conocer los animales. Los animales son seres muy importantes y los vamos a conocer a todos. Tienen que comprar un libro donde hablen de los animales y me van a hacer las tareas y las tienen que entregar a tiempo”
Y sí que hubo tareas. Y empezamos a conocer el mundo inexplorado, casi desconocido y mil veces maravillosos del reino animal. Supimos así que el sapo no era solo un animal repugnante o un príncipe llevado a esa deplorable condición por el hechizo perverso de una bruja, sino un aliado de la naturaleza para eliminar las plagas; que el chivo no era solo el plato suculento que con tanto cuidado preparaban nuestras mamás sino un animal cuadrúpedo cuyos propietarios se llamaban pastores; que la vaca no era solo una intrusa que revolvía las basuras en el mercado y nos asustaba con sus enormes cornamentas sino un generoso e involuntario proveedor de carne, leche y cuero.
Las clases de la nueva seño se volvieron cada vez más amenas y eran esperadas con el mismo interés con que mis amigos leían los paquitos de SANTO, el enmascarado de plata o con el ánimo que mis hermanos y yo teníamos cuando escuchábamos las aventuras de “Martín Valiente, el ahijado de la muerte” a través de Radio Maracaibo. Eran otros tiempos en que no perdíamos unos minutos para gozarnos la infancia.
Los mayores andaban preocupados con la guerra fría y la crisis del petróleo; se escuchaban aun los ecos de la aventura lunar protagonizada por el Apolo 11 y sus tripulantes quienes unos años antes habían dado su pequeño paso para el hombre y el paso gigante para la humanidad. Los noticieros hablaban de una cosa que podía comenzar en cualquier momento llamada Tercera Guerra Mundial y que José Manuel, el más despistado del curso confundía con una presentación de titiriteros. Eran tiempos de gran agitación en Maicao.
De noche recorríamos, de la mano de mi viejo, las calles del centro donde miles de personas visitaban los almacenes que solo cerraban después de las 8 de la noche. Nuestro moderno aeropuerto recibía y despachaba hasta cinco vuelos diarios y los aviones volaban tan bajito que rozaban casi el techo de nuestras viviendas. Alguien dijo que un avión rojo con blanco quedaba suspendido sobre el patio de su casa todos los días a las 12 del mediodía. Era la hora exacta en que su hermana, una portentosa quinceañera, tomaba el baño antes de ir a sus clases en la escuela La Inmaculada.
Así pasaban las jornadas hasta el día aquel en que la Seño Cilia me pidió que investigara una tarea sobre un animalito andariego, ruidoso y apetecido: la gallina. Llegué a casa y le pedía mi padre que me ayudara a buscar la lección en mis dos libros de ciencias naturales, pero no tuvimos éxito: los autores habían infestado las hojas de los textos con alusiones a los gusanos, ratas y mosquitos, pero no decían nada sobre la amable y generosa gallina. El viejo me permitió revisar sus libros pero comprendí con tristeza y desesperación que Alejandro Dumas no escribía sobre mis plumíferas amigas y Miguel de Cervantes andaba muy ocupado en la descripción de Rocinante para detenerse en estas aves de corto vuelo.
Todas mis abuelas, mis tías y mi vieja habían sido por siempre criadoras de gallina y nuestra casa era casi un gallinero donde también vivía la gente. Pero no teníamos un solo libro que nos hablara de esos animales. Así que, para remediar la desesperada situación, porque ya eran las 9 de la noche del día antes a la entrega del trabajo, desperté a una gallina y, sin pedirle permiso por la interrupción a su profundo sueño, la puse ante mí y empecé a describirla: mencioné sus alas cortas, sus patas arrugadas, su cresta pequeña y roja, sus plumas variopintas, sus huevos amarronados o blancos, su cacareo y cloqueo, su afición al maíz y a escarbar en busca de la vida, sus amoríos fugaces con el gallo altivo y madrugador, su costumbre de echarse durante 21 días en el y sus bellísimos y tiernos hijos a los que cuidaba con el celo con que todo ser de sexo femenino defiende a la familia.
Al día siguiente la seño Cilia, en vez de revisar como hacía siempre, me pidió que yo mismo leyera el escrito. Leí como escuchaba que leían los locutores de Radio Península, sin saber que esa lectura estaba marcando mi destino. La seño me escuchó con atención y sorpresa. Se notaba que no había leído antes ese relato.
Al final me preguntó que de cuál libro había copiado la tarea. Nunca he tartamudeado tanto. Asustado dije que no había sacado ese texto de un libro oloroso a nuevo como los de mis compañeros sino de un gallinero enorme como el corazón de mi madre.
“Eso no parece escrito por un niño de nueve años, me dijo”, “Pero está muy bueno y tiene 5”. Mis compañeros no se lo creían y yo tampoco. Pero con el tiempo supe que esa mañana impregnada por el olor a lluvia de la noche anterior y por el arco iris radiante que conducía al cielo, marcó mi vida para siempre.
Desde entonces siento como Cilia Pimienta me lleva la mano como lo hizo la señora Sara Viecco para enseñarme a hacer las planas de mis primeros días en la escuela. Cilia me lleva la mano para convertir imágenes en palabras y paisajes en poesía. Todo comenzó en aquella aula del cuarto grado guardada en las nostalgias de mi infancia desde donde tomo fuerza para decir que Cilia es una científica de las letras, una mujer de temperamento y palabra.
A Cilia Pimienta la conocí en una mañana remota de 1974. Vivía el fragor de mis nueve años y una etapa bella e incomparable en que el arco iris era un portón abierto por Dios para que entraran al cielo todos los niños que respetaran a sus padres y quisieran a sus maestras; el arroyo del barrio era un río cuyas aguas, muchos kilómetros más adelante, servía para que los ángeles le dieran reposo a sus alas de algodón y lavaran sus ropas inmaculadamente blancas.
El bosque era una sábana pintada de verde por la mano firme del Padre Celestial en donde las vacas comían toronjil; el mar era una inmensidad azul coloreada por Dios cuando tenía nueve años como yo; y el fútbol era un deporte lejano y raro que se jugaba en una cancha enorme como una finca y mucho más grande que el pedazo de calle en donde nosotros jugábamos con nuestra pelota hecha de medias viejas hurtadas a nuestros padres.
Había comenzado 1.974 y los niños del Gimnasio Girardot, educados con la disciplina y el coraje del héroe de Bàrbula, nos disponíamos a beber gota a gota ese mundo de conocimiento que nos servían en el vaso siempre lleno de la aplicación y el amor al estudio.
La nueva profesora de ciencias naturales era “una señora alta y morena que habla bonito” según el decir de los niños. Y llegó el día en que al fin nos visitó. Era una mañana soleada y tibia de esas en que la mente está dispuesta a explorar el universo ancho y largo de la investigación. La nueva “seño” nos miró la cara y desde un principio puso sus condiciones: “vamos a conocer los animales. Los animales son seres muy importantes y los vamos a conocer a todos. Tienen que comprar un libro donde hablen de los animales y me van a hacer las tareas y las tienen que entregar a tiempo”
Y sí que hubo tareas. Y empezamos a conocer el mundo inexplorado, casi desconocido y mil veces maravillosos del reino animal. Supimos así que el sapo no era solo un animal repugnante o un príncipe llevado a esa deplorable condición por el hechizo perverso de una bruja, sino un aliado de la naturaleza para eliminar las plagas; que el chivo no era solo el plato suculento que con tanto cuidado preparaban nuestras mamás sino un animal cuadrúpedo cuyos propietarios se llamaban pastores; que la vaca no era solo una intrusa que revolvía las basuras en el mercado y nos asustaba con sus enormes cornamentas sino un generoso e involuntario proveedor de carne, leche y cuero.
Las clases de la nueva seño se volvieron cada vez más amenas y eran esperadas con el mismo interés con que mis amigos leían los paquitos de SANTO, el enmascarado de plata o con el ánimo que mis hermanos y yo teníamos cuando escuchábamos las aventuras de “Martín Valiente, el ahijado de la muerte” a través de Radio Maracaibo. Eran otros tiempos en que no perdíamos unos minutos para gozarnos la infancia.
Los mayores andaban preocupados con la guerra fría y la crisis del petróleo; se escuchaban aun los ecos de la aventura lunar protagonizada por el Apolo 11 y sus tripulantes quienes unos años antes habían dado su pequeño paso para el hombre y el paso gigante para la humanidad. Los noticieros hablaban de una cosa que podía comenzar en cualquier momento llamada Tercera Guerra Mundial y que José Manuel, el más despistado del curso confundía con una presentación de titiriteros. Eran tiempos de gran agitación en Maicao.
De noche recorríamos, de la mano de mi viejo, las calles del centro donde miles de personas visitaban los almacenes que solo cerraban después de las 8 de la noche. Nuestro moderno aeropuerto recibía y despachaba hasta cinco vuelos diarios y los aviones volaban tan bajito que rozaban casi el techo de nuestras viviendas. Alguien dijo que un avión rojo con blanco quedaba suspendido sobre el patio de su casa todos los días a las 12 del mediodía. Era la hora exacta en que su hermana, una portentosa quinceañera, tomaba el baño antes de ir a sus clases en la escuela La Inmaculada.
Así pasaban las jornadas hasta el día aquel en que la Seño Cilia me pidió que investigara una tarea sobre un animalito andariego, ruidoso y apetecido: la gallina. Llegué a casa y le pedía mi padre que me ayudara a buscar la lección en mis dos libros de ciencias naturales, pero no tuvimos éxito: los autores habían infestado las hojas de los textos con alusiones a los gusanos, ratas y mosquitos, pero no decían nada sobre la amable y generosa gallina. El viejo me permitió revisar sus libros pero comprendí con tristeza y desesperación que Alejandro Dumas no escribía sobre mis plumíferas amigas y Miguel de Cervantes andaba muy ocupado en la descripción de Rocinante para detenerse en estas aves de corto vuelo.
Todas mis abuelas, mis tías y mi vieja habían sido por siempre criadoras de gallina y nuestra casa era casi un gallinero donde también vivía la gente. Pero no teníamos un solo libro que nos hablara de esos animales. Así que, para remediar la desesperada situación, porque ya eran las 9 de la noche del día antes a la entrega del trabajo, desperté a una gallina y, sin pedirle permiso por la interrupción a su profundo sueño, la puse ante mí y empecé a describirla: mencioné sus alas cortas, sus patas arrugadas, su cresta pequeña y roja, sus plumas variopintas, sus huevos amarronados o blancos, su cacareo y cloqueo, su afición al maíz y a escarbar en busca de la vida, sus amoríos fugaces con el gallo altivo y madrugador, su costumbre de echarse durante 21 días en el y sus bellísimos y tiernos hijos a los que cuidaba con el celo con que todo ser de sexo femenino defiende a la familia.
Al día siguiente la seño Cilia, en vez de revisar como hacía siempre, me pidió que yo mismo leyera el escrito. Leí como escuchaba que leían los locutores de Radio Península, sin saber que esa lectura estaba marcando mi destino. La seño me escuchó con atención y sorpresa. Se notaba que no había leído antes ese relato.
Al final me preguntó que de cuál libro había copiado la tarea. Nunca he tartamudeado tanto. Asustado dije que no había sacado ese texto de un libro oloroso a nuevo como los de mis compañeros sino de un gallinero enorme como el corazón de mi madre.
“Eso no parece escrito por un niño de nueve años, me dijo”, “Pero está muy bueno y tiene 5”. Mis compañeros no se lo creían y yo tampoco. Pero con el tiempo supe que esa mañana impregnada por el olor a lluvia de la noche anterior y por el arco iris radiante que conducía al cielo, marcó mi vida para siempre.
Desde entonces siento como Cilia Pimienta me lleva la mano como lo hizo la señora Sara Viecco para enseñarme a hacer las planas de mis primeros días en la escuela. Cilia me lleva la mano para convertir imágenes en palabras y paisajes en poesía. Todo comenzó en aquella aula del cuarto grado guardada en las nostalgias de mi infancia desde donde tomo fuerza para decir que Cilia es una científica de las letras, una mujer de temperamento y palabra.