Escrito por: Luis Eduardo Acosta Medina
“A
Riohacha no hay porque tenerle intriga ella se merece muchos honores, allá fue
donde nació ese gran hombre se llamó José Prudencio Padilla lo fusilaron y
perdió su vida porque se amarró bien los pantalones ese Almirante fue
Riohachero luchó constante fue por su pueblo”
Es el epónimo hijo de El Molino Armando Zabaleta Guevara autor de la canción Titulada “Riohacha” merecido homenaje a la ciudad capital de La Guajira de la cual hemos transcrito un aparte preliminarmente, han sido hasta ahora sus únicos interpretes Los Hermanos Zuleta. Vino en el corte 3 del “Lado B” LP titulado “Dinastía y folclor” lanzado por la disquera CBS en el mes de noviembre de 1979, ninguna otra canción mas oportuna para iniciar nuestra crónica conmemorativa del Bicentenario de la madre de las batallas lideradas con éxito y ganadas con su inteligencia por el malogrado libertador de los mares de América José Prudencio Prudencio Padilla López.
Ha
sido la ingratitud desde la Historia Sagrada inclusive la peor enemiga de las
causas nobles, porque despierta la ira de quienes logran sus propósitos por
medios innobles, José Prudencio Padilla fue víctima de ello, porque en lugar de
admiración y respeto por sus triunfos en sucesivas batallas que hicieron
posible la Independencia le generó la
animadversión gratuita y los celos de
sus similares combatientes y de su superior funcional también hasta propiciar
el inútil sacrificio de su vida con su infructuoso propósito de borrar de la
memoria nacional su grandeza, sus logros y su gran obra libertadora.
Recordamos
hoy cuando celebramos el Bicentenario de
la Batalla del Lago de Maracaibo que Padilla fue Juzgado con violación de su
derecho de defensa, columna indispensable para el Debido proceso como garantía
irrenunciable para todos los seres
humanos, sometido a tratos crueles antes de sentenciarlo a morir fusilado por
un delito que no cometió, pero nunca lo pudieron humillar, por eso las balas de
la patria que ayudo a liberar no pudieron acabar con su vida en el primer
intento de su envidiosos enemigos por deshacerse de el, necesitaron fusilarlo
por segunda vez para hacerlo partir sin haber muerto a pesar de la horca
posterior porque contrario a lo que pretendían sus verdugos allí inicio fue su
inmortalidad.
Estoy
plenamente de acuerdo con quienes piensan que a Bolívar no lo llevo al sepulcro el paludismo, el tabardillo ni la
amibiasis que se había concentrado en el pulmón después de haberle perforado el
diafragma, se lo llevó la pena moral, el remordimiento, y la debilidad de su
corazón arrepentido de haber sucumbido a
la lisonja, el chisme y las consejas pasionales que lo enloquecieron de celos y
alimentaron convicción errada e invencible de que era el Héroe Riohachero una
amenaza para sus pretenciosas tentaciones sentimentales y dictatoriales, por
eso le falto valor para firmar la sentencia de la ignominia, cumpliendo con esa
ritualidad prevaricadora e inconstitucional
en cuerpo ajeno a través de José María Córdova
l quien firmo aquel documento para consumar el crimen de Estado, nada
extraño en ese violáceo personaje quien tiempo atrás en Popayán asesinó a José
del Carmen López Sargento del mismo ejército libertador por ser
el amante de una hermosa hembra llamada Manuela Morales, de la cual el estaba enamorado, o sea que el de Padilla
era para el un crimen más que también involucraba un tema que le traía ingratos
recuerdos… las faldas.
Evidentemente
el 2 de octubre, siete días después de “La conspiración septembrina”, y bajo la
autoridad del juez Rafael Urdaneta, fue ejecutado ese hombre inocente pero incómodo para los saca micas de
Bolívar en la plaza mayor de Bogotá
junto al coronel Ramón Nonato Guerra, a
quien Urdaneta le anuló la sentencia que lo había condenado a ocho años de prisión, y le
impuso la pena capital, todo con el beneplácito como ya se dijo de Simón Bolívar quien todavía debe estar
dándole explicaciones al Todo Poderoso.
José
Prudencio, el héroe de los mares, admirado por las tropas por su coraje y por
las mujeres de la época por su personalidad y su porte, agravantes para su
injusto enjuiciamiento y condena fue colocado frente al pelotón fusilador a las
once de aquella mañana fría y lluviosa en la plaza mayor, en aquel momento hasta el cielo lloró, después del fusilamiento, fue colgado al lado
de Ramon Nonato Guerra emulando macabramente las practicas escarmentadoras de
los españoles con los criollos, esta vez para que los opositores a Bolívar y
sus seguidores supieran a qué atenerse, era una versión reeditada de la pacificación
de don Pablo Morillo.
Coinciden todos los investigadores en el sentido de que Padilla no participo en la conspiración septembrina, no tenía maneras de hacerlo, porque había sido puesto prisionero desde cuando inicio la Convención de Ocaña por su enemigo Mariano Montilla y por órdenes expresas de Bolívar para neutralizarlo por ser hombre sin preparación académica académica pero de gran valor militar, y ya había caído en desgracia con Bolívar porque en la larga permanencia de éste en Lima a donde al parecer estuvo disfrutando de fiestas y lujuriosas contiendas, Padilla y otros le comunicaron la necesidad de su urgente regreso preocupados por la situación que se estaban presentando Padilla en una carta se atrevió a decirle sinuosamente lo siguiente:: “¿Qué encanto especial será el que detiene allá a su Excelencia?”, creo que allí estuvo su sentencia de muerte.
Estaba detenido en el batallón
Vargas desde el tiempo de la convención de Ocaña, como ya se dijo esa noche del
25 de septiembre cuando los conjurados se acordaron de el fueron a buscarlo
para ponerlo en libertad y ver si se sumaba a su causa, el no quiso participar y
desconocía los planes contra el Libertador porque lo tenían incomunicado, pero
su suerte estaba echada, estaba condenado de antemano, solo lo absolvió la
historia.
Roberto Tiznes
describió así aquel crimen de Estado; “Para ejecutar a aquellos dos proceres se
hizo ostentación del más imponente aparato. En los costados norte, oriente y
occidente de la plaza principal
de Bogotá, estaban formados los batallones de la guarnición de la capital; en el centro, del lado sur, se hallaban dos horcas detrás de los banquillos que habían servido el 30 de septiembre, a cofradía de los hermanos de la Veracruz con su fúnebre aparato, se presentó en el cuartel de Artillería donde esperaban los que iban a morir, al toque de corneta de atención dada en la plaza, contestaron las campanas de los templos con doliente plegaria y se puso en marcha el aterrador cortejo precedido del crucifijo de los agonizantes, a las 11 de la mañana del día 2 de octubre de 1828.
La entrada de aquella siniestra procesión
a la plaza fue saludada por el sonido estridente de los tambores y cornetas,
que batían marcha militar, en contraste con el lúgubre tañido de las campanas y
en medio de las voces de mando de los jefes de los batallones para que estos
echasen al hombro las armas.
Padilla marchaba
altivo y vestía uniforme de general de división; apenas atendía a las
exhortaciones del religioso que lo acompañaba llevando el crucifijo, era un mulato esbelto, de constitución
de atleta, usaba patillas, el pelo cortado al rape, bizco, de mirada
inteligente, de andar cadencioso, como es costumbre en los hombres de mar, sin
otra instrucción que la necesaria para gobernar un barco y valiente hasta la temeridad.