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lunes, 28 de enero de 2008

MAICAO AL DÍA: La columna de Mara Ortega

Mara Judith Ortega es una de las personas que más conoce el tema de fronteras en Colombia. Sus desempeño como abogada, sus años de dirigente gremial y el hecho de ser una gran estudiosa del tema le dan la autoridad necesaria para escribir sobre el comercio entre Colombia y Venezuela y su delicada crisis actual.



CONOCER LA HISTORIA
“El que no conoce su historia está obligado a repetirla”
La realidad humana, como campo inteligible, no se puede entender si no es a través de la historia. Del documento FRONTERA EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN. (EL PROYECTO ZIF. Edgar C. Otálvora. 1992) extraje el siguiente aparte:


“Durante 1987, Venezuela y Colombia estuvieron ante un eventual conflicto armado. El gobierno colombiano, presidido desde 1986 por el ingeniero cucuteño Virgilio Barco Vargas, había incluido entre sus líneas de acción exterior el lograr una solución en el asunto de la delimitación de áreas marinas y submarinas en el golfo de Venezuela. En ese contexto, en agosto de 1987 se produce el “incidente del Caldas” (Bendeck Olivella, 1994, 92-121; Romero, 1991, 60), cuando la presencia en aguas del golfo de Venezuela del buque de la armada colombiana ARC Caldas desató una crisis diplomática y militar entre ambos países. El deterioro en las relaciones entre los gobiernos no sólo atendía al tema limítrofe, sino a una larga lista de incidentes previos referidos a la seguridad y el orden público en la zona fronteriza.

Superado el incidente del Caldas sin que se produjera un enfrentamiento armado, las comunidades nacionales de ambos países permanecieron altamente sensibilizadas por discursos nacionalistas, en ocasiones abiertamente guerreristas, a la par que se iniciaba una intensa política de incremento del gasto militar en ambos países (Vivas Gallardo, 1999, 242).

Por otra parte, la frontera era y sigue siendo un escenario privilegiado donde confluyen impactos de las circunstancias económicas internas de cada uno de los países vecinos, lo que se denomina “efectos de derrame” (SELA, 1996, 41). Desde la devaluación de 1983 en Venezuela, los gobiernos de este país mantuvieron un sistema de control de cambios, así como una política de subsidios a productos de consumo masivo.

Los cargamentos de leche en polvo o aceite comestible ofrecidos en el mercado interno venezolano con precios subsidiados no sólo atendían la demanda nacional, sino que llegaban incluso hasta lejanos lugares de la geografía andina suramericana, dado el importante diferencial de precio con respecto a los vigentes en países vecinos.
Este fenómeno fue denominado en el discurso popular y oficial venezolano como “contrabando de extracción”, el cual se producía a través de las fronteras, y de forma resaltante en los límites con Colombia. “La devaluación del bolívar en 1983 generó un cambio radical en la orientación del comercio fronterizo, por la pérdida de valor progresivo de la moneda venezolana en los mercados oficiales y libres.
La economía fronteriza colombiana, especializada en comercio de exportación, se vio tan afectada que las autoridades se esforzaron en reorientarla hacia el sector productivo. Del lado venezolano el proceso devaluacionista generó una fuerte progresión del comercio en el área fronteriza, reorientándose éste desde la tradicional reexportación de productos electrodomésticos hacia la venta de bienes considerados como de primera necesidad, como consecuencia de una política de subsidios masivos que no fue sustancialmente modificada entre 1983 y 1988” (Martens, 1992, 382).

Como parte del ambiente bilateral posterior al incidente del Caldas, el gobierno venezolano decidió frenar la exportación de productos subsidiados, primero, con medidas policiales por parte del resguardo aduanero a cargo de la Guardia Nacional. Luego, mediante dos decretos presidenciales que prohibían la apertura de nuevos establecimientos comerciales en una franja fronteriza de 20 kilómetros en una primera versión, y de cuatro kilómetros en su normativa definitiva. Los decretos presidenciales y la mano dura de la Guardia Nacional no lograban controlar el flujo comercial, no sólo de los productos con subsidios directos del Estado sino de la más amplia gama de bienes de consumo de fabricación venezolana. Esta situación variaría a partir de 1989, cuando el programa de ajuste económico del nuevo gobierno venezolano haría variar el sentido del comercio fronterizo.
De hecho, la economía fronteriza y la economía nacional actuaron en direcciones radicalmente opuestas en cuanto al comercio con Colombia, a raíz del programa de apertura comercial iniciado aquel año. Venezuela, con precios más atractivos, incrementó sus ventas globales a Colombia y redujo sus importaciones desde ese país, mientras el comercio de la frontera venezolana redujo sus ventas (basadas en bienes anteriormente subsidiados en el mercado venezolano) e incrementó sus compras de bienes esenciales de origen colombiano (Otálvora, 1992, 175).

Sorprende la similitud de las causas y las consecuencias de la tensa situación que vivimos ahora con la sucedida en 1987. Como resultado positivo de este rifirrafe se firmó El 3 de febrero de 1989, el Acuerdo de Caracas, que modificó el estatus de las negociaciones entre los dos países. Los presidentes de Venezuela y Colombia, Pérez y Barco, respectivamente, acordaron crear un mecanismo para atender los asuntos pendientes, en obvia referencia al tema de la delimitación territorial. A su vez, anunciaron la constitución de otro mecanismo bilateral el cual trabajaría sobre los aspectos “relativos al desarrollo económico y social de las áreas fronterizas”.
El Acuerdo de Caracas se plasmó en la Declaración de Ureña del 28 de marzo de aquel mismo año, mediante la cual se designaron los integrantes de las comisiones, señalándoles un temario básico y un mandato amplio en cuanto a iniciativas. La creación del mecanismo de las Comisiones Nacionales de Asuntos Fronterizos, amén de su propia composición, buscaba ser una instancia de vocería regional binacional.

Veinte años después, como escribiría Dumas, los guajiros seguimos sufriendo la incertidumbre del futuro gris y, los wayuu, con menos población, resultan más vulnerables en su propio territorio. En el referente histórico citado debemos buscar la solución a la problemática actual y entender de una vez por todas que además de ser colombianos de primera línea, los guajiros somos ante todo: ciudadanos de fronteras, con una “identidad cultural de frontera” y que en este momento nos sentimos presionados desde el exterior fronterizo, es decir desde las capitales nacionales, y no tenemos porque convertirnos en guardianes de la nacionalidad, sino que debemos propender por el respeto a esa convivencia en la frontera caracterizada por lazos de parentesco, la homogeneidad de cosmovisiones, de prácticas sociales, religiosas y alimentarias, de hábitos de vestir, la cercanía de los pueblos y el intercambio económico y sobre todo por el respeto al derecho inalienable a la libre autodeterminación de la gran nación Wayuú.


Mara Ortega Acuña
Email: oa_mara@hotmail.com

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