Todo empezó
en una noche tibia, con risas que flotaban como burbujas entre copas medio
vacías. Afuera, la ciudad respiraba con sus luces parpadeantes y el rumor
lejano del tráfico; adentro, la sobremesa se alargaba entre el tintineo de
vasos, platos desplazados, sillas que raspaban el piso y murmullos que se
mezclaban con el vaivén de una canción suave, apenas audible. El aire olía a
vino tinto, a perfume amaderado y a expectativas sin nombre.
Ella era una mujer con una presencia envolvente, de esas que imponen silencio sin pedirlo. Su belleza tenía filo: el cabello oscuro caía en línea recta sobre los hombros, los ojos firmes y atentos parecían tomar nota de todo.
Los labios, precisos y
bien definidos, sabían guardar ironías como secretos valiosos. Vestía con una
sobriedad calculada: un vestido claro, entallado en la cintura, que realzaba la
curva exacta de su figura. Todos sus gestos —el cruce de piernas, el roce de los
dedos en la copa, la inclinación leve del cuello— construía una escena. No era
decorativa. Era el centro del tablero.
Habían
terminado de cenar. Los demás ya se levantaban. Algunos se acercaban a
despedirse con abrazos apurados. Pero ellos dos permanecían sentados, frente a
frente, como si el tiempo entre sus miradas se hubiera cuajado. Ella inclinó el
cuerpo hacia adelante, dejó que sus dedos acariciaran el borde de la copa, y
lanzó la frase con la naturalidad de quien enciende una mecha y se queda
mirando las sombras.
—Apostemos
algo —dijo, con esa chispa en los ojos que solía anunciar tormenta.
Él levantó
una ceja, divertido.
—¿Apostar
qué?
—Mañana. El
que llegue primero a la reunión del proyecto, gana.
—¿Y qué se
gana?
Ella lo
observó, como si midiera si el oponente valía el juego.
—Si tú
ganas, te doy cincuenta mil —dijo, después de un trago largo de vino—. Pero si
yo gano… tú eliges: me pagas el dinero o aceptas la sorpresa.
Él soltó una
risa confiada. Creía que estaba jugando. No entendía aún que ya había perdido.
—¿Y si elijo
sorpresa?
Entonces
apareció esa sonrisa suya. No era amable. No era cruel. Era una promesa.
—Después no
digas que no sabías dónde te estabas metiendo.
La mañana
siguiente trajo un cielo despejado, pero su aliento estaba agitado cuando entró
a la sala de juntas. Llegó tres minutos tarde. Y ella ya estaba allí. Sentada,
impecable, con una blusa blanca sin una sola arruga y un lápiz entre los dedos.
La vio alzar la vista y sonreír con la misma calma de la noche anterior. Había
ganado.
La reunión
fue breve. Formalidades, acuerdos, miradas al reloj. Al final, cuando todos
salían, ella se acercó, le entregó un papel doblado en dos y desapareció por el
pasillo sin más palabras.
Era una
dirección. Piso 6, apartamento 604. A las ocho.
Ella
apareció desde la cocina con el mismo vestido claro de la noche anterior. Tenía
una forma de ocupar el espacio que lo detenía todo. El cabello suelto, la piel
tersa, los ojos fijos. Cada curva suya parecía obedecer una geometría exacta.
Caminaba con la gracia de quien conoce su fuerza y la administra como un arte.
—Llegas
tarde —dijo, sin quitarle los ojos de encima—. ¿Dinero o sorpresa?
Él dejó la
chaqueta sobre el sofá. Tragó saliva.
—Sorpresa.
Ella dejó la
copa sobre la mesa. Cruzó la sala sin apuro y se plantó frente a él. Su voz
bajó una nota.
—Arrodíllate.
El corazón
le golpeó el pecho, pero no dijo nada. Se arrodilló.
Ella tomó un
cinturón del espaldar de una silla. Lo desenrolló con lentitud. El cuero crujió
como una advertencia. Luego se colocó detrás de él, y sin ninguna violencia,
subió sobre su espalda. El peso era liviano, pero el significado lo aplastaba.
—Vas a ser
mi caballo —dijo al oído—. Vas a llevarme por todo este apartamento como si
fuera un reino.
Él obedeció.
Las rodillas ardían sobre la alfombra gruesa. Las manos se apoyaban con
torpeza. Ella daba indicaciones con una voz baja, autoritaria, llena de placer
contenido.
—Más rápido…
Gira… No mires al suelo… Eso es, buen animal…
El cinturón
bajó una sola vez, no para castigar, sino para marcar territorio. Luego lo
acarició. Él no supo si se sentía humillado o bendecido.
Ella reía,
pero no como quien se burla. Reía como quien libera una tensión acumulada
durante años. En ese instante, no era una mujer en juego. Era la dueña de su
deseo, de su cuerpo y de la escena entera. El sillón, la lámpara, la alfombra,
la música, todo le pertenecía. Incluso él.
Cuando ella
desmontó, lo hizo con la elegancia de una reina satisfecha. Se sirvió el resto
del vino, bebió en silencio y lo observó desde la altura, como si evaluara la
resistencia de su montura humana. Él seguía en el suelo, con el cuerpo
adolorido y el orgullo convertido en cenizas, pero sin rastro de rabia: sólo
quedaba una sumisión lúcida, casi agradecida.
Ella se
inclinó, le susurró al oído con una voz que arañaba despacio:
—Buen
caballo. Tal vez mañana juguemos otra vez.
Luego caminó
hacia la ventana y, de espaldas a él, se recogió el cabello con naturalidad,
como si nada hubiera pasado.
Él no dijo
palabra. Se puso en pie con lentitud, con esa gravedad que queda después de los
ritos. La piel le ardía, pero era otra quemadura la que le marcaba más hondo:
la de haber subestimado a la mujer que ahora se convertía, sin pedirlo, en una
obsesión.
Salió sin
hacer ruido. Y mientras el ascensor bajaba, hizo su única promesa:
Nunca más
llegaría tarde.