sábado, 28 de enero de 2023

Apuesta peligrosa

 Escrito por:  Mirollav Kessien

Todo empezó en una noche tibia, con risas que flotaban como burbujas entre copas medio vacías. Afuera, la ciudad respiraba con sus luces parpadeantes y el rumor lejano del tráfico; adentro, la sobremesa se alargaba entre el tintineo de vasos, platos desplazados, sillas que raspaban el piso y murmullos que se mezclaban con el vaivén de una canción suave, apenas audible. El aire olía a vino tinto, a perfume amaderado y a expectativas sin nombre.

Ella era una mujer con una presencia envolvente, de esas que imponen silencio sin pedirlo. Su belleza tenía filo: el cabello oscuro caía en línea recta sobre los hombros, los ojos firmes y atentos parecían tomar nota de todo. 

Los labios, precisos y bien definidos, sabían guardar ironías como secretos valiosos. Vestía con una sobriedad calculada: un vestido claro, entallado en la cintura, que realzaba la curva exacta de su figura. Todos sus gestos —el cruce de piernas, el roce de los dedos en la copa, la inclinación leve del cuello— construía una escena. No era decorativa. Era el centro del tablero.

Habían terminado de cenar. Los demás ya se levantaban. Algunos se acercaban a despedirse con abrazos apurados. Pero ellos dos permanecían sentados, frente a frente, como si el tiempo entre sus miradas se hubiera cuajado. Ella inclinó el cuerpo hacia adelante, dejó que sus dedos acariciaran el borde de la copa, y lanzó la frase con la naturalidad de quien enciende una mecha y se queda mirando las sombras.

—Apostemos algo —dijo, con esa chispa en los ojos que solía anunciar tormenta.

Él levantó una ceja, divertido.

—¿Apostar qué?

—Mañana. El que llegue primero a la reunión del proyecto, gana.

—¿Y qué se gana?

Ella lo observó, como si midiera si el oponente valía el juego.

—Si tú ganas, te doy cincuenta mil —dijo, después de un trago largo de vino—. Pero si yo gano… tú eliges: me pagas el dinero o aceptas la sorpresa.

Él soltó una risa confiada. Creía que estaba jugando. No entendía aún que ya había perdido.

—¿Y si elijo sorpresa?

Entonces apareció esa sonrisa suya. No era amable. No era cruel. Era una promesa.

—Después no digas que no sabías dónde te estabas metiendo.

La mañana siguiente trajo un cielo despejado, pero su aliento estaba agitado cuando entró a la sala de juntas. Llegó tres minutos tarde. Y ella ya estaba allí. Sentada, impecable, con una blusa blanca sin una sola arruga y un lápiz entre los dedos. La vio alzar la vista y sonreír con la misma calma de la noche anterior. Había ganado.

La reunión fue breve. Formalidades, acuerdos, miradas al reloj. Al final, cuando todos salían, ella se acercó, le entregó un papel doblado en dos y desapareció por el pasillo sin más palabras.

Era una dirección. Piso 6, apartamento 604. A las ocho.


La puerta estaba entornada. Dentro, la luz cálida de una lámpara bañaba la sala en tonos dorados. Sobre la mesa, dos copas de vino. Una servida hasta la mitad; la otra, intacta. Una lista de jazz suave giraba en el fondo, envolviendo el espacio como una seda invisible. El aire tenía su aroma: una mezcla de madera y cítricos con un rastro de algo más salvaje.

Ella apareció desde la cocina con el mismo vestido claro de la noche anterior. Tenía una forma de ocupar el espacio que lo detenía todo. El cabello suelto, la piel tersa, los ojos fijos. Cada curva suya parecía obedecer una geometría exacta. Caminaba con la gracia de quien conoce su fuerza y la administra como un arte.

—Llegas tarde —dijo, sin quitarle los ojos de encima—. ¿Dinero o sorpresa?

Él dejó la chaqueta sobre el sofá. Tragó saliva.

—Sorpresa.

Ella dejó la copa sobre la mesa. Cruzó la sala sin apuro y se plantó frente a él. Su voz bajó una nota.

—Arrodíllate.

El corazón le golpeó el pecho, pero no dijo nada. Se arrodilló.

Ella tomó un cinturón del espaldar de una silla. Lo desenrolló con lentitud. El cuero crujió como una advertencia. Luego se colocó detrás de él, y sin ninguna violencia, subió sobre su espalda. El peso era liviano, pero el significado lo aplastaba.

—Vas a ser mi caballo —dijo al oído—. Vas a llevarme por todo este apartamento como si fuera un reino.

Él obedeció. Las rodillas ardían sobre la alfombra gruesa. Las manos se apoyaban con torpeza. Ella daba indicaciones con una voz baja, autoritaria, llena de placer contenido.

—Más rápido… Gira… No mires al suelo… Eso es, buen animal…

El cinturón bajó una sola vez, no para castigar, sino para marcar territorio. Luego lo acarició. Él no supo si se sentía humillado o bendecido.

Ella reía, pero no como quien se burla. Reía como quien libera una tensión acumulada durante años. En ese instante, no era una mujer en juego. Era la dueña de su deseo, de su cuerpo y de la escena entera. El sillón, la lámpara, la alfombra, la música, todo le pertenecía. Incluso él.

Cuando ella desmontó, lo hizo con la elegancia de una reina satisfecha. Se sirvió el resto del vino, bebió en silencio y lo observó desde la altura, como si evaluara la resistencia de su montura humana. Él seguía en el suelo, con el cuerpo adolorido y el orgullo convertido en cenizas, pero sin rastro de rabia: sólo quedaba una sumisión lúcida, casi agradecida.

Ella se inclinó, le susurró al oído con una voz que arañaba despacio:

—Buen caballo. Tal vez mañana juguemos otra vez.

Luego caminó hacia la ventana y, de espaldas a él, se recogió el cabello con naturalidad, como si nada hubiera pasado.

Él no dijo palabra. Se puso en pie con lentitud, con esa gravedad que queda después de los ritos. La piel le ardía, pero era otra quemadura la que le marcaba más hondo: la de haber subestimado a la mujer que ahora se convertía, sin pedirlo, en una obsesión.

Salió sin hacer ruido. Y mientras el ascensor bajaba, hizo su única promesa:

Nunca más llegaría tarde.

 


miércoles, 11 de enero de 2023

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martes, 3 de enero de 2023

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