miércoles, 21 de enero de 2009

Cata

Por: Luis José Barrios De la Hoz (Instructor del SENA Regional Atlántico)

Cata contemplaba boca arriba el rebaño de nubes algodonosas con orillas brillantes y todas de pezuñas inmaculadas sobre un fondo de danza azul que presagiaban la navidad. Unas galanderas revolotearon en estrepitosa bandada hacia las espigas de millo que se mecían al otro lado del barranco, despabilando los sueños de enamorado del fornido mozalbete y espantando las ovejas decembrinas que pastaban en el cielo.

-¡Ahora si que se acabó el año!- dijo hacia sus adentros, suspirando y desemperezándose y colocándose de pie sobre el sembradío de caña de azúcar de su papá Catalino. Un olor suave a miel pura de abejas invadía el ambiente. Inmediatamente se puso a aparejar su burro cho con una especie de ritual que más parecía un protocolo ortodoxo para vestir princesas medievales de castillos encantados, que un procedimiento de rutina campestre para ensillar jumentos.

Primero, le crinó la espesa crin pasando sus dedos, se diría que acariciándolos, luego le daba palmadas amistosas en la quijada –el animal comprendió que pronto emprenderían el regreso-, luego le colocó un sillón muy bien elaborado con madera de calabazo, le aseguró la grupera y revisó las amarras.

El feliz animal de hermosos ojos negros como bolas de billar número ocho, permanecía inmóvil como si estuviera amarrado al horcón imaginario de todas las tardes a la hora de la partida. Dos sacos de millo fueron atados simétricamente a cada lado, dándole a la bestia, el equilibrio exacto para que caminara por caminos estrechos, empinados y difíciles de transitar como las cuerdas flojas de los circos.

Colocó sobre la cruz del sillón, una mochila de majagua con una bangaña vacía que contenía chicha de yuca fermentada en una de las tinajas de cerámica que su hermana Delfina había elaborado como producto de sus habilidades exquisitas para darle formas a la arcilla, oficio heredado de sus ancestros mocanás con una fidelidad tal, que parecían artefactos traídos desde antes que los españoles destriparan las últimas vasijas buscando oro por las cercanías de Malambo, pero, que tenían las cualidades de permanecer nuevas en el tiempo.

Ya se disponía para el regreso, cuando se acordó del encargo de su madre – “Cata, que no se te vaya a olvidar de traerme unas hojas de camajorú, porque voy a hacer pasteles el veinticuatro” –, así que sin desesperarse, hizo un ademán tan claro, que el burro lo tradujo como una orden de espera por lo que se puso de inmediato a mordisquear unos pedacitos de yuca secos por el sol que habían quedado esparcidos cerca de los tres bindes todavía cálidos por el último almuerzo.

Sacó un costal de tela de algodón que tenía impresas en azul unas frases en inglés, se lo había regalado un forastero que acostumbraba a hospedarse en todas las vacaciones de diciembre en “la Cristina”, una casa de bahareque bien construida sobre horcones de coralibe y corazones de trupillos y con un alto techo de palma amarga amarrado con bejucos de cadena y malibú, por maestros caseros malamberos y de Guaimaral y que sus abuelos piojoneros contrataron cuando se establecieron para siempre frente a un torcido árbol de trébol, para no volver jamás a la Serranía de Piojó y dársela más tarde a su padre Catalino, como regalo de compromiso cuando se arrejuntó con Cristina, su madre.

Sus abuelos y parientes eran unos rústicos labriegos, colorados y amonados, que se habían dedicado siempre al cultivo de la caña de azúcar y que en una época de sequía vinieron a parar cerca de un árbol de trébol encontrando un lugar propicio para sus cañaduzales por la cercanía de manantiales transparentes y de aguas plácidas. Por lo que lo hacía ascendiente directo de los fundadores de Pital.

Antes de abandonar sus tierras de origen sus ancestros, comercializaban a lomo de burros, melaza para fabricar panela en Cartagena. Abrieron caminos, fundaron trochas y todas se volvían a cerrar en pocos días, por lo que siempre regresaban por un sendero distinto a aquel por donde se habían ido.

En sus largas travesías desafiaron una hechicera legendaria que habitaba en las montañas, extraviando a los incautos viajeros entre lianas y bejucos encantados y espinosos, que se enmarañaban de tal forma que el sol podía aparecer en cualquier parte menos en el sitio exacto, así que terminaban embotados y despistados sin acordarse donde estaba el pueblo y cuando lo encontraban estaban tan perdidos que ni ellos mismos se encontraban, por lo que era lo mismo devolverse y seguir por caminos sin huellas, comiendo lobos polleros, ardillas y raíces extrañas.

– “Un día de estos, alguno de ustedes va a terminar embrujado, irrespetuosos” –, decía una anciana que miraba con desaprobación a los intrépidos mercaderes.

Ellos nunca le contestaron, ni le hicieron caso, es más se iban borrachos jueves santo, para aparecer lunes de pascuita con ganas de seguir bebiendo guarapo fermentado de los trapiches artesanales en forma de palanca y los que ellos le pusieron el nombre de “vieja” para burlarse de la bruja de la serranía.

Cata bajó hasta el cauce del arroyo, el sol todavía dejaba ver su luz agonizante entre las ramas más bajas de los altos árboles de carito y caracolí, apresuró el paso conciente de que la búsqueda tenía que ser rápida porque la noche caería de un momento a otro sin dar espera.

Caminó unos pasos por entre las aguas cristalinas que formaban especie de pequeño estuario de diminutos ríos que se juntaban una y otra vez para desaparecer y aparecer otra por entre los miles de agujeros labrados en las piedras sedimentarias de los fondos y que formaban especie de mesitas por donde el agua se despeñaba en forma de cascadas burbujeantes y borbotones de espumas transparentes y esferas multicolores, donde jugaban pececitos grisáceos y vivían camarones gigantes que custodiaban armados de tenazas descomunales, las entradas de las piedras, pero que preferían esconderse al paso del novel campesino.

Atisbó un árbol muy joven de camajorú de hojas suculentas y propicias para el encargo, que parecían enormes manos verdes con sus nervaduras bien marcadas, que bien podrían ser leídas por una quiromántica adivina con el fin de leer el futuro de las siembras.

Escogió las mejores y más sanas y con sumo cuidado las fue colocando una encima de la otra como hojaldres delicados en el saco de tela de algodón que tenía impresas en azul las frases en inglés y que le había regalado el forastero.

No faltarían algunas, cuando, vio en el recodo del arroyo, una encantadora y hermosa mujer de cabellos largos, negros y de brillo fascinante, que se acicalaba su cabellera con sinuosos y sensuales movimientos que enervaban los sentidos.

Su ropa volátil y transparente dibujaba su cuerpo más allá de sus entrañas y los pliegues se confundían con las suaves ondas del agua como si formara parte del mismo vestido convirtiendo el arroyo en un traje de nupcias que llegaba hasta los pies del buscador de hojas.

Estaba sentada en una roca que nunca había estado allí a la manera de las sirenas griegas dándole la espalda. Sin saber que aire respirar, si el de ese diciembre encantador o el del hálito de embrujo de la Venus pueblerina caminó por entre las aguas, subió piedras resbaladizas patinadas de verdín sin perder el equilibrio, trazó huellas sobre las hojas secas y doradas que flotaban en la superficie y así permanecieron bien dibujadas hasta que caminó sumergido hasta el cuello y volvió a emerger frente a la más hermosas de las mujeres que hubiera visto jamás, quedando paralizado con un aire de neptuno idiotizado.

Sus ojos por un instante se acordaron de su novia para más nunca acordarse de ella, sus labios temblaban como alas de colibrí y deseaba que la fantástica hembra le diera un beso así fuera mortal y ahogarse en el fondo del estanque.

No sabe cuanto tiempo pasó allí frente a la sensual afrodita y cuando recordó estaba en la otra orilla totalmente seco como si nunca se hubiera chapaleado entre las aguas, ni caminado por las piedras resbaladizas, ni caminado con el agua hasta el cuello en la poza.

El costal de tela de algodón estaba en sus manos con las mismas hojas de camajorú apiladas como hojaldres, frescas y sin ningún rasguño. El burro lo estaba esperando medio asustado con sus orejas paradas y sus ojos de bolas de billar número ocho donde se dibujaba su amo, uno en cada pupila, uno antes del encuentro y otro después del encuentro.

De un brinco saltó sobre su montura y sin decir nada y con la sensación de haber hecho el amor mil veces, no maniobró siquiera las riendas, el cuadrúpedo equilibrado por los sacos de millo, lo llevó al pueblo por los senderos estrechos y pendientes, pasó por entre bejucos y palizadas, cruzó por el marco del playón del pueblo muy cerca de un árbol legendario que se erguía torcido al lado de una capillita de barro y paja de enea, cruzó el portón de su casa y llegó al establo justo en el momento en que comenzaban a salir las últimas estrellas.

Descendió del animal como todas las tardes, pero esa vez de noche, bajó todos los pertrechos y las hojas de camajorú con el mismo protocolo con que los había subido. Cristina su madre lo observaba y lo dejó terminar para reprenderlo por la tardanza cuando su hijo cayó desmayado y ardiendo en fiebre.

Las luces de unas linternas de gasolina Cóleman iluminaban el cuarto donde lo acostaron en un catre impecablemente limpio, una cobija de retazos multicolores como un tablero de ajedrez de carnaval lo arropó hasta el día siguiente entre delirios entrañables y balbuceos de amor.

El único médico que había llegó hasta el día siguiente, se quedó con él a solas, le abrió los ojos, le tomo el pulso, la temperatura, le examinó la lengua para aparecer una hora después en el umbral de la puerta de la alcoba diciendo:

“Tiene un resfriado de los mil demonios” entregó una receta garabateada en jeroglífico de médico y se marchó. La fiebre no le bajó en cinco días y cuando lo dejó, despertó del otro lado del mundo sin reconocer a su novia, con unas ganas espantosas de comer raspado de melaza y soñando con los caminos que llevaban al arroyo.

Cata siguió su vida de enamorado sideral, con su alma puesta en el monte y su cuerpo en el pueblo, gastaba su tiempo haciendo juegos con estacas y puntales de madera de carito, que a manera de trapiche emborrachaban a los niños y jóvenes de la plaza en medio de los chirridos de los carbones de la ingeniosa máquina en forma de T y el vómito de los osados jugadores que pagaban un centavo para marearse dando vueltas y ver la capilla del pueblo en todas direcciones.

Cuando se acordaba de la bañista encantada le daban ataques y terminaba cansado, sonriendo y acostado de nuevo en catre con la sábana de cuadros de colores. Todos en el poblado aseguraban que una fiebre mala lo había trastornado, “le ha dado el trapiche, fue en milagro que se salvara” decían otros.

Lo único que nunca se le olvidó fue el arte de nadar y bucear en las cacimbas del arroyo y lo hacía con tanta maestría que el más cuerdo de los pitaleros. En sus zambullidas sacaba del fondo de los estanques piedras en forma de corazoncitos, que sólo él podía encontrarlos en los intrincados agujeros secretos de los cantiles. Ninguno otro pudo sacar alguno parecido.

Él los volvía a tirar para encontrarlos nuevamente en el lugar menos inimaginable; en sus idílicas búsquedas subacuáticas que duraban más de lo normal, se sumergía en la Guaya y aparecía en el Chorro de la Laura y nunca nadie descifró los pasadizos lacustres y secretos, tanto que la gente también pensaba que de tanto nadar se le había metido agua en el “coco” y se había enloquecido.

Un día lo encontraron bien temprano tumbado, boca abajo y sin respirar en el agua menos profunda, más cristalina y apacible del arroyo, cerca del pozo del diablo. Nadie creyó que se hubiera ahogado. Lo enterraron a tres metros de profundidad y se llevó una cara de felicidad y con la parte del corazón caliente como los días de la fiebre.

Jamás supieron que su fiebre no era un resfriado por bañarse sofocado, sino de un amor embrujado y que la única persona que sabía la verdad, una viejita que le predijo a sus abuelos – “Un día de estos, alguno de ustedes va a terminar embrujado, irrespetuosos” –, había fallecido hacía más de cuarenta años al otro lado de la serranía; ni tampoco descifraron que su muerte se debió a una convulsión de amor en la arena en un nuevo, último y definitivo encuentro con su adorada mojana, cuya misión era llevarse a uno de los Villanueva, así fuera un descendiente aunque terminara enamorada de él.

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