miércoles, 1 de marzo de 2023
Taza de café
Escrito por: Yorledis Pabón Aguilar
Sírveme caliente y bébeme sorbo a sorbo
saboréame y endúlzame con tus labios,
rózame con tu lengua quiero sentir tu aliento.
Soy negra como el café tostado, fuerte como cada grano
te seduzco con mi aroma, el sentirlo te enamora,
con un solo sorbo te reinicia la vida y te aferras a mi cada día.
Tómame poco a poco siente como pasa por tu cuerpo
lléname de energía desata en mi esta agonía
de no querer que te acabes y tenerte todos los días.
Ese aroma cautiva, ese aroma apasiona
llenando todos mis sentidos
con cada sorbo vuelve a mí esos recuerdos vividos.
Soy tu taza de café caliente
aunque suene un poco demente pero siempre estarás,
en mi mente ya no tengo escapatoria siempre te llevo presente.
miércoles, 8 de febrero de 2023
Autorretrato de José Cárdenas
El siguiente es el autorretrato del escritor colombiano José Cárdenas, autor del libro "El hijo de los dementes"
Este es mi autorretrato.
Me defino, como un autodidacta
y a modo de un hombre que se siente enorgullecido de haber nacido en el campo.
De haber tenido, desde mi edad primera,
Un directo contacto
Con la madre Naturaleza
Ella tan sabia me impuso sus influjos.
Las Náyades de sus fuentes.
Las driades de sus bosques,
me ungieron con sus manos secretas.
Me han hecho un formidable soñador
De un imperecedero amor
aguerrido luchador y poeta.
Se cómo arde el leño, en las humildes cabañas
como crecen las sementeras en la úberrima tierra.
He subido a escarpadas montañas
Cómo también al terrado,
de arquitectura moderna.
Hoy ya no cuento con mis años nuevos
Pero si con la experiencia de las décadas.
Mis cabellos han volado al viento
cómo en verano, las hojas secas.
Los cauces que surcan mi tez
Son anuncios con premura
campanazos sin ventura
de mi ya, inminente vejez.
Soy frugal en el comer
Parco en la oratoria
Pero si prolijo En el papel.
Hay tantas huellas en mi alma
dejadas por amores castos
otras de infieles y desalmadas
que sin recato se marcharon.
¡Son tantas!
como léntigos en mi piel.
Progresiva es la penumbra de mis ojos
Más, viva y creadora la luz de mi pensamiento.
Siempre cualquier camino que tomo
la lírica me sale al encuentro.
Será porque vive libre y pura
En la inquieta naturaleza de los vientos.
Y siento que me lleva y me guía
Con alto vuelo, vuelo alto de firmamento.
¡Oh Sublime poesía!
sábado, 28 de enero de 2023
Apuesta peligrosa
Todo empezó
en una noche tibia, con risas que flotaban como burbujas entre copas medio
vacías. Afuera, la ciudad respiraba con sus luces parpadeantes y el rumor
lejano del tráfico; adentro, la sobremesa se alargaba entre el tintineo de
vasos, platos desplazados, sillas que raspaban el piso y murmullos que se
mezclaban con el vaivén de una canción suave, apenas audible. El aire olía a
vino tinto, a perfume amaderado y a expectativas sin nombre.
Ella era una mujer con una presencia envolvente, de esas que imponen silencio sin pedirlo. Su belleza tenía filo: el cabello oscuro caía en línea recta sobre los hombros, los ojos firmes y atentos parecían tomar nota de todo.
Los labios, precisos y
bien definidos, sabían guardar ironías como secretos valiosos. Vestía con una
sobriedad calculada: un vestido claro, entallado en la cintura, que realzaba la
curva exacta de su figura. Todos sus gestos —el cruce de piernas, el roce de los
dedos en la copa, la inclinación leve del cuello— construía una escena. No era
decorativa. Era el centro del tablero.
Habían
terminado de cenar. Los demás ya se levantaban. Algunos se acercaban a
despedirse con abrazos apurados. Pero ellos dos permanecían sentados, frente a
frente, como si el tiempo entre sus miradas se hubiera cuajado. Ella inclinó el
cuerpo hacia adelante, dejó que sus dedos acariciaran el borde de la copa, y
lanzó la frase con la naturalidad de quien enciende una mecha y se queda
mirando las sombras.
—Apostemos
algo —dijo, con esa chispa en los ojos que solía anunciar tormenta.
Él levantó
una ceja, divertido.
—¿Apostar
qué?
—Mañana. El
que llegue primero a la reunión del proyecto, gana.
—¿Y qué se
gana?
Ella lo
observó, como si midiera si el oponente valía el juego.
—Si tú
ganas, te doy cincuenta mil —dijo, después de un trago largo de vino—. Pero si
yo gano… tú eliges: me pagas el dinero o aceptas la sorpresa.
Él soltó una
risa confiada. Creía que estaba jugando. No entendía aún que ya había perdido.
—¿Y si elijo
sorpresa?
Entonces
apareció esa sonrisa suya. No era amable. No era cruel. Era una promesa.
—Después no
digas que no sabías dónde te estabas metiendo.
La mañana
siguiente trajo un cielo despejado, pero su aliento estaba agitado cuando entró
a la sala de juntas. Llegó tres minutos tarde. Y ella ya estaba allí. Sentada,
impecable, con una blusa blanca sin una sola arruga y un lápiz entre los dedos.
La vio alzar la vista y sonreír con la misma calma de la noche anterior. Había
ganado.
La reunión
fue breve. Formalidades, acuerdos, miradas al reloj. Al final, cuando todos
salían, ella se acercó, le entregó un papel doblado en dos y desapareció por el
pasillo sin más palabras.
Era una
dirección. Piso 6, apartamento 604. A las ocho.
Ella
apareció desde la cocina con el mismo vestido claro de la noche anterior. Tenía
una forma de ocupar el espacio que lo detenía todo. El cabello suelto, la piel
tersa, los ojos fijos. Cada curva suya parecía obedecer una geometría exacta.
Caminaba con la gracia de quien conoce su fuerza y la administra como un arte.
—Llegas
tarde —dijo, sin quitarle los ojos de encima—. ¿Dinero o sorpresa?
Él dejó la
chaqueta sobre el sofá. Tragó saliva.
—Sorpresa.
Ella dejó la
copa sobre la mesa. Cruzó la sala sin apuro y se plantó frente a él. Su voz
bajó una nota.
—Arrodíllate.
El corazón
le golpeó el pecho, pero no dijo nada. Se arrodilló.
Ella tomó un
cinturón del espaldar de una silla. Lo desenrolló con lentitud. El cuero crujió
como una advertencia. Luego se colocó detrás de él, y sin ninguna violencia,
subió sobre su espalda. El peso era liviano, pero el significado lo aplastaba.
—Vas a ser
mi caballo —dijo al oído—. Vas a llevarme por todo este apartamento como si
fuera un reino.
Él obedeció.
Las rodillas ardían sobre la alfombra gruesa. Las manos se apoyaban con
torpeza. Ella daba indicaciones con una voz baja, autoritaria, llena de placer
contenido.
—Más rápido…
Gira… No mires al suelo… Eso es, buen animal…
El cinturón
bajó una sola vez, no para castigar, sino para marcar territorio. Luego lo
acarició. Él no supo si se sentía humillado o bendecido.
Ella reía,
pero no como quien se burla. Reía como quien libera una tensión acumulada
durante años. En ese instante, no era una mujer en juego. Era la dueña de su
deseo, de su cuerpo y de la escena entera. El sillón, la lámpara, la alfombra,
la música, todo le pertenecía. Incluso él.
Cuando ella
desmontó, lo hizo con la elegancia de una reina satisfecha. Se sirvió el resto
del vino, bebió en silencio y lo observó desde la altura, como si evaluara la
resistencia de su montura humana. Él seguía en el suelo, con el cuerpo
adolorido y el orgullo convertido en cenizas, pero sin rastro de rabia: sólo
quedaba una sumisión lúcida, casi agradecida.
Ella se
inclinó, le susurró al oído con una voz que arañaba despacio:
—Buen
caballo. Tal vez mañana juguemos otra vez.
Luego caminó
hacia la ventana y, de espaldas a él, se recogió el cabello con naturalidad,
como si nada hubiera pasado.
Él no dijo
palabra. Se puso en pie con lentitud, con esa gravedad que queda después de los
ritos. La piel le ardía, pero era otra quemadura la que le marcaba más hondo:
la de haber subestimado a la mujer que ahora se convertía, sin pedirlo, en una
obsesión.
Salió sin
hacer ruido. Y mientras el ascensor bajaba, hizo su única promesa:
Nunca más
llegaría tarde.