martes, 23 de agosto de 2022
miércoles, 3 de agosto de 2022
El aeropuerto San José
El terminal aéreo fue construido en los años cincuenta por iniciativa ciudadana y como una respuesta a la gran demanda de viajeros que deseaban llegar a Maicao para hacer sus compras, visitar a la familia e iniciar o cerrar negocios en una época de floreciente economía en la que el comercio de productos extranjeros y del café colombiano hacia el exterior le daban una gran dinámica a la economía local.
Por ese entonces no existía la Troncal del Caribe ni la vía hacia Valledupar, de modo que el transporte aéreo era la mejor opción y en ocasiones la única para entrar o salir de Maicao.
Cuentan algunas voces que en su mejor época el aeropuerto logró tener hasta ocho vuelos diarios que interconectaban a Maicao con otras ciudades, especialmente Barranquilla y Valledupar en donde los viajeros podían encontrar conexiones con el interior del país.
En los años ochenta el alcalde Jairo Guerra Gómez hizo cuantiosas inversiones para construir una nueva torre y centro de recibo y partida de pasajeros y le dio vida a la Carrera 19 (Avenida Luis Carlos Galán) para que fuera la nueva vía de acceso, en desmedro de la carrera 12 ( "la de la Virgencita"), lo que propició algunas discusiones entre quienes estaban a favor y en contra de esta iniciativa.
Sin embargo, un poco después de esto, el aeropuerto dejó de funcionar.
El alcalde Willian Ballesteros, quien gobernó a Maicao entre 1.990 y 1.992 se enorgullece de haber dejado en funcionamiento al aeropuerto al término de su mandato.
jueves, 21 de julio de 2022
Carta de un aficionado para el ex portero Raúl Navarro
Ante todo, permíteme que te tutee, porque después de tantos
años de seguirte, considero que ya eres un miembro de mi familia. En segundo lugar déjame decirte que
te escribo desde un rincón de la nostalgia, desde un promontorio de los
recuerdos, para decirte que a ti te debo tres cosas muy importantes: mi amor
por el fútbol (que, como sabes, es el más hermoso de los deportes), mi calidad
de seguidor convencido e irrevocable del Atlético Nacional y mi admiración ilimitada
por quienes en el fútbol eligieron la posición más difícil, que es la de ser el
custodio de las porterías y hacen lo
humanamente posible, y a veces también lo imposible, para evitar que el caprichoso
balón atraviese total y rigurosamente la raya de gol.
En 1972 yo gozaba de la inocencia de mis ocho años y el fútbol para mí no era más que la pequeña pelota que armábamos en casa con los calcetines que le hurtábamos a mi papá y con la que nos divertíamos hasta el cansancio. En mi caso, no me interesaban los campeonatos internacionales ni los encantos del fútbol nacional. Nuestra pequeña pelota de trapo era la única diversión.
Después me enteré que existían Millonarios y Santa Fe, los equipos
por los que suspiraban mis hermanos mayores y Junior, por el cual se volvían locos
nuestros vecinos barranquilleros.
Poco a poco, a través de la radio me enteré de que existían otros equipos, entre ellos uno que comenzó a llamarme la atención: Atlético Nacional. Creo que esa larga historia de amor se inició en noviembre de ese año cuando los relatores narraron una impresionante hazaña tuya: atajarle una pena máxima a Adolfo “El Rifle” Andrade. ¿Te acuerdas? ¡Al Rifle!, ese extraordinario jugador a quien apodaban de esa manera por la potencia de sus disparos.
Fue un momento de gran tensión
en el que todos pensábamos que iba a ser gol pero, cuando escuchamos al
enloquecido locutor narrando tu hazaña, supimos que para contrarrestar el
poderío de un buen Rifle existía la
solución elástica y segura llamada Raúl Navarro.
Después de haberme enamorado de Nacional investigué un poco
más sobre sus colores, su escudo y su historia.
Por cuenta de ésta última supe que el equipo no había ganado un título
en los últimos diecinueve años. Pero todo eso cambiaría pronto, al menos era la
esperanza del nuevo seguidor.
Partido tras partido crecía mi entusiasmo por el equipo,
pero sobre todo mi afecto por el héroe melenudo, ágil y atlético que protegía a
nuestro equipo de los fieros disparos de Jorge Ramón Cáceres; de las geniales incursiones de Alejandro
Brand; de la zurda con potencia recargada de Ponciano Castro; de las ágiles
llegadas de Willigton Ortiz…en fin yo soñaba que tus actuaciones nos llevarían
muy cerca del cielo del fútbol de donde bajaríamos una estrella para adornar nuestro
escudo y la hazaña finalmente fue lograda en ese maravilloso 1.973 y ratificada más tarde en 1.976.
Después de tu retiro del fútbol supe poco de ti, pero mi corazón palpitó de una forma especial cuando supe que vendrías a nuestra tierra como director técnico de un equipo de Montería participante en la Primera C.
Tuve la dicha de estrechar tu
mano y me sentí recargado de grandes
energías; la verdad, no sabía cómo dimensionar el momento y la felicidad de
conocer a mi héroe de la infancia, al argentino que abrazó la ciudadanía de mi
patria, al hombre que jamás dio como
perdido un balón, así tuviera que lanzarse contra un bosque de fornidas piernas
para adueñarse de ese objeto redondo que por ningún motivo podía profanar la
valla de su equipo.
Hace unos días el reloj de tu vida marcó los 79 años, de
los muchos que Dios en su infinita misericordia tiene reservados para ti, y por
tu mente pasarán recuerdos dignos de ser enmarcados en la galería de la
memoria, como las veces en que fuiste la figura del partido; otros, tan
importantes que deberían esculpirse con cincel en el muro de las hazañas
humanas como los penales atajados a “La Fiera” Cáceres, “Pipico” Dos Santos,
Pla, Valiente, Willington, Troncone, Irigoyen, Beltrán y Álvaro Muñoz
Castro.
Mereciste más, mi amigo. Más títulos, más reconocimientos,
más convocatorias a la Selección y más figuración internacional. Pero la vida
te dio todo, una hermosa familia, gente que te quiere y no te olvida y amigos
anónimos como yo que te deben su amor al fútbol, su condición de seguidor del
equipo amado y su profundo respeto por quienes custodian la portería, el umbral
sagrado del fútbol.
Gracias mi buen amigo, gracias por tanto.
Atentamente,
Alejandro Rutto Martínez
Maicao-Guajira-Colombia
lunes, 18 de julio de 2022
Un bribón que en realidad se llama Filiberto
No tardamos mucho en descubrir que habíamos llegado a un buen vecindario en esos días de abril en que logramos el propósito de tener nuestra casa con un patio poblado de árboles una fuente de agua dulce y abundante y muchos árboles para descansar bajo su sombra generosa o para colgar las hamacas y disfrutar de las escasas horas de descanso que teníamos.
Todo iba bien, teníamos vecinos
maravillosos, tiendas cercanas, pequeños mercados ambulantes que nos
aprovisionaban de víveres frescos y la compañía de nuestros dos inseparables
perros miembros preferentes de la familia. En nuestro nuevo hogar contábamos
además con decenas de pájaros multicolores que nos ofrecían sus conciertos
desde las copas de los árboles y numerosas iguanas que disfrutaban de su
adolescencia reptado felices por las ramas llenas de nutritivos cogollos
siempre a su entera disposición.
Hace un momento dije que todo iba
bien, tiempo pasado, porque en efecto ocurrió algo que vino a alterar la calma
y los momentos de sosiego que vivíamos.
El delicado asunto ocurrió
después de la aparición en escena de cierto personaje malencarado, ruidoso,
malgeniado y agresivo, cuyo carácter contrastaba con la amabilidad y el cariño
que nos expresaban las mujeres, los caballeros y los niños del barrio. No logré averiguar su nombre así que me tomé
la licencia de pensar que bien podría llamarse Filiberto en un tardío e
inconsulto homenaje a cierto profesor de matemáticas que en los tiempos del
colegio me había hecho la vida cuadritos con las incomprensibles derivadas, las
críticas integrales y las obscenas ecuaciones de segundo grado.
La inauguración de sus repetidas
apariciones ocurrió cierto día en que penetró sin permiso al patio y la
emprendió a gritos contra nuestros perros, dos buenas almas de Dios que no se
meten con nadie, pero tampoco son adictos a permitir que los extraños
invadan su territorio.
Como pudieron, los dos guardianes
se las arreglaron para lograr que Filiberto se marchara de
mala gana y con expresiones groseras y gestos claros mediante los cuales
nos amenazaba con volver en cualquier momento.
Como hace unos años hice un curso
intensivo en el arte de ganar amigos mediante la lectura concienzuda del libro
Cómo ganar amigos e influir en las personas (Dale Carnegie), no me di por
vencido y emprendí la tarea de conquistar los afectos del vecino gruñón.
A veces lo saludaba en la mañana,
pero pasaba de largo sin decirme una sola palabra, ni siquiera una grosería. En
otras ocasiones le brindaba una merienda, pero la miraba con desprecio y seguía
su camino.
En el patio, mientras tanto, todo marchaba de maravillas. Mis dos perros no se quejaban de nada, ni siquiera de los llamativos nombres con que los habíamos bautizado. Uno se llamaba Sobrino, en honor a las tres docenas de hijos de mis queridos hermanos y la hembra llevaba por nombre Bartola, en recordación de una profesora estudiosa del antiguo sistema educativo conocido con el particular nombre “la letra con sangre entra” del cual nuestro curso era su laboratorio preferido en donde yo fungía como conejillo de indias habitual.
Lo único que alteraba la paz era
cuando llamaba a Sobrino delante de mis sobrinos y entonces reinaba una efímera
confusión después de la cual procedían ciertos reclamos sobre la decisión de
haber bautizado al inocente animal con ese nombre. Sobrino en cambio, fiel a su
respetuosa forma de ser, jamás expresó ningún descontento
Filiberto continuó con sus
actitudes desafiantes, pero yo me mantenía firme en la decisión de amar al
prójimo y pagarle con el bien, aunque me tratara mal.
Por eso le ofrecía agua,
alimentos y otros obsequios que hubieran deslumbrado a cualquier otro ser
viviente, pero no a Filiberto, quien me había condenado al foso de la
indiferencia.
Una mañana, muy temprano,
acudimos presurosos al patio atraídos por los bestiales ladridos de Bartola,
Sobrino y un tercer perro que resultó ser, el mismísimo Filiberto.
¿No les había contado que Filiberto era también un perro? Bueno, me disculpan la omisión y se lo cuento ahora. La intrépida arremetida de Bartola y Sobrino para defender su propiedad era inútil. Podían ladrar, amenazar y lanzar dentelladas, pero Filiberto seguía imperturbable, dedicado a engullir las raciones de alimento de sus contertulios.
Cuando Sobrino, “el hombre del
patio” intensificó sus amenazas Filiberto dio un grito que se escuchó hasta en
el Cabo de la Vela. Miré desconsolado a mi primo Ofo, quien tiene poderes
sobrenaturales para entender el idioma perruno y le solicité que me hiciera una
sucinta traducción de lo que le había gritado Filiberto a Sobrino:
-Acaba de decirle hijo de perra
- ¿Y eso es muy ofensivo? Por que
se me ocurre que le dijo fue la verdad…todo perro es, en esencia, un hijo de
perra
-No es tanto lo que le dijo, sino
el tonito, agregó mi primo
Desde ese día decidí servir tres
raciones en lugar de dos, para que Filiberto pudiera alimentarse sin pelear con los de la casa, pero el muy abusivo no había estudiado el tema del derecho
a la igualdad y se tragaba el contenido de los tres platos sin importarle las
quejas de los legítimos propietarios del territorio.
Me preocupé mucho el día en que
aprecié la progresiva flacura de Sobrino y Bartola, así que decidí tomar
cartas en el asunto.
Serví las tres raciones de
costumbre y me quedé para vigilar que todos consumieran sus alimentos sin
abusar de los demás. Filiberto no
respetó mi presencia. En mis propias barbas se dispuso a despojar a mis
mascotas de lo que era suyo, así que intervine con un grito fuerte y muy
explícito
- ¡Filiberto!, no seas abusivo
El muy truhán me respondió con un
terrible gruñido, me miró con odio, dio media vuelta y se fue con rumbo
desconocido.
Le pedí al primo Ofo que hiciera la traducción de las
expresiones filibertinas. Él se llevó
las manos a la cabeza y contestó:
-Primo hermano, lo que ese animal le dijo es impublicable, ni
se le ocurra escribirlo en su relato
- ¿El muy bribón dijo que yo era un h…?
-Déjelo hasta ahí primo…
Un día tuvimos una muy grata visita en casa. Se trataba de
Margoth, la vecina que vende helados deliciosos y, además, los lleva a
domicilio. Resultó ser que ella era la afortunada dueña del tal Filiberto y
hablaba maravillas de él y, hasta decía amarlo como a un hijo.
No quise desilusionarla, así que me abstuve de instaurar las
respectivas quejas por las gravísimas faltas de ese monstruo peludo a quien tenía por hijo adoptivo.
Sin embargo, mi sobrino Víctor Andrés, el que no se queda con
nada ajeno, creyó que era la oportunidad para exponer la crítica situación que
estaba a punto de desatar una guerra intercanina.
-Ténganle paciencia, él es muy tierno, dijo ella con un tono
tan dulce como sus cremosas paletas de chocolate.
Y agregó:
-Antes de que el barrio se poblara él era el único habitante
de estos solares. Ustedes ocuparon lo que él considera su propiedad privada y
por eso su molestia, pero ya se le pasará y será un buen amigo.
La señora nos contó que, de la cerca para allá, es decir en
su casa, el perro se llamaba de otra manera.
-Peluche
- ¿Peluche? Gritamos en coro el sobrino Víctor Andrés, el
primo Ofo y yo.
Era evidente que dicho nombre hubiera sido correcto para un
perro melindroso, amanerado, lelo, baboso, pazguato…Pero en honor a la verdad
Filiberto no era nada de eso, así que decidimos seguir llamándolo como lo
habíamos hecho en esos meses.
Además, le agradecimos al buen perro que nos permitiera vivir
en su propiedad y que no nos expulsara a dentelladas ni mediante la
intervención de la policía. Por otro lado, no le convenía mandarnos a desocupar
porque él no habría podido asumir los exagerados costos de la factura de
energía eléctrica, gas y agua y mucho menos TV cable e internet.
Al día siguiente, valiéndome de los poderes sobrenaturales
del primo Ofo le propuse a Filiberto un pacto de no agresión resumido en los
siguientes puntos: él no nos echaría de “su propiedad”, no utilizaría su fuerza
desproporcionada contra Bartola y Sobrino y se portaría un poco más amable. A
cambio, habría para él generosas raciones de concentrado y agua.
Estoy a la espera de que el primo Ofo termine de fumar su
cigarrillo y me traiga la respuesta. Si no es un mensaje impublicable, la
compartiré con usted, pero eso será en otra ocasión, porque estoy ocupado dando
cuenta de un helado de chocolate que acaba de traer la mamá de un supuesto
Peluche que en realidad se llama Filiberto.
Buses de Copetrán en el Maicao de ayer
Para la época no existía el Terminal de Transportes, pero las empresas tenían sus oficinas en el centro y parqueaban los buses en la acera, para que los pasajeros subieran o bajaran.
Lea también: el primer avión en el aeropuerto de Maicao
En una época dichas empresas estaban situadas en la carrera 11, cerca de la alcaldía y también en la Calle 13, vecinas al Colegio San José de El Centro.
Eran calles sin pavimentar, muchas veces llenas de charco y fango, en donde la presencia de los buses y de los viajeros. Los trancones en los sectores eran monumentales, se caracterizaban por la gran afluencia de personas y por las grandes ventas que realizaban los negocios aledaños como las provisiones y almacenes de electrodomésticos.
Al lado de las empresas de transporte surgieron algunos oficios como el del carretillero, que transportaba mercancías de un lugar a otro en trayectos cortos; los empacadores, ocupados en disponer la mercancía de manera que ocupara menos espacio en los vehículos, los vendedores de jugos, restaurantes al aire libre, revoleadores, cambiadores de moneda extranjera, vendedores ambulantes.
Gracias Cristian Hernández por su apoyo