El personaje llegó sin saludar y se acomodó sin pedir permiso
a los dueños de la casa, el hecho no me hubiera molestado en lo más mínimo de
no ser por dos cosas: La singular criatura de enorme fealdad a los ojos de la
mayoría no había sido invitada. Y segundo porque el lugar al que había
llegado con semejante frescura era, ni más ni menos, mi propia residencia: Se
instalo en cierto lugar en el que no tardó en amañarse, porque allí encontró
lo que necesitaba alojamiento, y comida.
Esta
última, vale decirlo, la ganaba con el sudor de su propia frente o,
para ser más preciso, con el sudor de su propia lengua. Mi inesperado
huésped era un individuo del grupo de los batracios definido por el
Diccionario de la Real Academia Española como “anfibio, anuro, de cuerpo
rechoncho y robusto, ojos saltones, extremidades cortas y piel de aspecto
verrugoso”. Era dueño de dos enormes ojos y de cuatros extremidades
terminadas en manos multifuncionales y completaba su dotación una boca
gigantesca y una lengua larga y pegajosa con la cual casaba toda clase de
pequeños insectos.
Con
el paso de los días ya no me resultó tan extraño y a decir verdad comencé a
tenerle algo parecido al afecto y hasta me habría convertido en su amigo, de
esos que le preguntan al otro por su trabajo, por las ganancias del día,
cosas por el estilo, pero surgió algo inesperado: los de mi familia me pusieron a
elegir: el sapo o ellos.
Y
tuve que escoger y no propiamente me incliné por el intruso. Le
comunique mi decisión y aunque el idioma sapuno es de los que nunca
aprendí a hablar, debió entenderme porque se abandonó a los brazos del
nerviosismo y empezó desesperadamente a cumplir mi perentoria orden de
desalojo solo que a bases de una estrategia alocada y a todas luces
equivocada y en lugar de salir por la puerta, completamente abierta,
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pretendía hacerlo saltándose lo que para él debía ser una
infinita pared de tres metros, coronada por un techo de concreto cuya
perforación hubiera dado un buen trabajo al mismísimo Clark Kent entalegado
en el uniforme de Superman.
Quise
ayudarlo con una escoba. Lo empujé con cuidado pero logró escabullirse de
nuevo y continuó con su inútil ejercicio de saltar contra la pared con la
intención de destrozarla o de pasar por encima de ella. Un poco
confundido por su actitud recordé a Biroco el más alto de mis
compañeros de 7º quien resolvía sus diferencias con los sapos y los demás
animalitos utilizando métodos criminales que hoy, en los tiempos de la
protección al medio ambiente, le habrían valido como mínimo una
demanda ante la Corte Penal Internacional.
Reprendí
el momento en que me vino a la cabeza
Biroco y su salvajismo; y regrese a la realidad de mis pobres resultados en
el prolongado operativo de desalojo, dejé las cosas como estaban confié en el
que el tiempo haría su parte, y dejé al sapo
en paz en su refugio.
Un
buen día desapareció de mi vista y entonces respiré alivio, pues también
declino la presión que me hacia la familia, dudo mucho que el sapo hubiera
salido por un sitio diferente a la puerta, y no puedo dejar de pensar
en todo el tiempo perdido por él y de paso por mí, debido a su terquedad de
tratar de salir por el lugar que no era; tampoco fue posible ignorar el
número de personas pertenecientes al
género humano, intelectual y evolucionado, utilizan la
estrategia sapuna de estrellarse contra la pared dura de la terquedad
sin concederse la opción de mirar a otro lado y encontrar
lugares, villas, y caminos despejados a través de los cuales puedan iniciar
su tránsito hacia la cumbre del ÉXITO.
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