Por: Nuria Barbosa León
Periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
Mirelva López Macías fue alfabetizadora de la Brigada Conrado Benítez, en la casa de la familia de Cecilio Venegas, en un lugar conocido como el Rincón de Mabuya, en el macizo montañoso de La Campana, ubicado en el norte de Ciego de Ávila, provincia central de Cuba.
Tenía unos 14 años e inició sus tareas de enseñar en el mes de mayo de 1961, el país había sufrido en abril la invasión a Playa Girón y merodeaban por las lomas los alzados, personas armadas y desafectas al proceso revolucionario.
En su llegada sintió ese miedo, que recorre el cuerpo pero que no se dice en ningún momento. La oscuridad, el ruido de los insectos, el eco de los animales, el soplar del viento, todo causaba pensamientos de tensión.
El sueño adormecía los párpados con el espanto de escuchar los sonidos del monte y con el deseo de volver a la casa, mirando hacia el techo de guano y mecida por la hamaca colgada de los horcones.
Sin embargo el sol se recibía con cantos de pájaros y ajetreo de trabajo por lo que el temor se ocultaba en las labores cotidianas de la casa, por el día, y enseñar a los campesinos, en las noches.
Desde su llegada hizo mucha empatía con Sofía, una joven de su edad pero ya embarazada de su primer hijo, ella era nieta de Cecilio e hija de Mirtha, quien a su vez tenía dos descendientes menores que laboraban en el campo junto al esposo de Sofía.
Una de esas tardes, escapa una res y todos los hombres se reúnen para hacer una redada y atrapar al animal, quedan las tres mujeres en la casa y Sofía dice sentirse mal, con un malestar bajo vientre.
Al saberse sin protección masculina todas se acuestan en la única cama matrimonial porque escuchaban toques en la madera de la casa y piensan en algún alzado perdido por la zona.
No precisan la hora en que Sofía las despertó con un quejido. Mirtha ordenó encender el farol chino que se trabó por la torpeza del nerviosismo de Mirelva y la única luz que se tenía era la de una vela.
Era evidente que Sofía estaba de parto. Mirtha en los menesteres de socorrerla fue a buscar agua y alguna tela para recibir a la criatura, Mirelva atinaba a decirle algunas palabras de aliento a Sofía y limpiarle el sudor de la frente. Las dos temblaban cuando sentían los toques en la madera.
Sofía con lágrimas en los ojos pedía ayuda, su vientre se ponía duro y ella se acurrucaba para sentir menos dolor y Mirtha repetía constantemente la palabra “puja”.
Al ver el sufrimiento de la muchacha y el tiempo transcurrido, se le ocurrió algo insólito a la maestra-alfabetizadora: Se subió encima del vientre de Sofía y en cuanto le vino la contracción empujó junto con ella la barriga para que saliera la criatura al exterior.
Al fin se sintió el llanto del recién nacido, Mirtha ordenó a Mirelva que lo cargara para trenzar y cortar el cordón umbilical de la parturienta.
La maestra quedó abrazada al niño que calmó su llanto cuando sintió el calor de sus pechos. Amanecía y entonces, Mirelva se asomó a la ventana para ver quien tocaba la madera de la casa, dijo a Mirtha:
- El chivo quiere entrar.
Mirtha sentenció con toda calma:
- Este niño está marcado por el santo del chivo, hay que ponerle su nombre.
Así nació Andrónico.
Mirelva López Macías fue alfabetizadora de la Brigada Conrado Benítez, en la casa de la familia de Cecilio Venegas, en un lugar conocido como el Rincón de Mabuya, en el macizo montañoso de La Campana, ubicado en el norte de Ciego de Ávila, provincia central de Cuba.
Tenía unos 14 años e inició sus tareas de enseñar en el mes de mayo de 1961, el país había sufrido en abril la invasión a Playa Girón y merodeaban por las lomas los alzados, personas armadas y desafectas al proceso revolucionario.
En su llegada sintió ese miedo, que recorre el cuerpo pero que no se dice en ningún momento. La oscuridad, el ruido de los insectos, el eco de los animales, el soplar del viento, todo causaba pensamientos de tensión.
El sueño adormecía los párpados con el espanto de escuchar los sonidos del monte y con el deseo de volver a la casa, mirando hacia el techo de guano y mecida por la hamaca colgada de los horcones.
Sin embargo el sol se recibía con cantos de pájaros y ajetreo de trabajo por lo que el temor se ocultaba en las labores cotidianas de la casa, por el día, y enseñar a los campesinos, en las noches.
Desde su llegada hizo mucha empatía con Sofía, una joven de su edad pero ya embarazada de su primer hijo, ella era nieta de Cecilio e hija de Mirtha, quien a su vez tenía dos descendientes menores que laboraban en el campo junto al esposo de Sofía.
Una de esas tardes, escapa una res y todos los hombres se reúnen para hacer una redada y atrapar al animal, quedan las tres mujeres en la casa y Sofía dice sentirse mal, con un malestar bajo vientre.
Al saberse sin protección masculina todas se acuestan en la única cama matrimonial porque escuchaban toques en la madera de la casa y piensan en algún alzado perdido por la zona.
No precisan la hora en que Sofía las despertó con un quejido. Mirtha ordenó encender el farol chino que se trabó por la torpeza del nerviosismo de Mirelva y la única luz que se tenía era la de una vela.
Era evidente que Sofía estaba de parto. Mirtha en los menesteres de socorrerla fue a buscar agua y alguna tela para recibir a la criatura, Mirelva atinaba a decirle algunas palabras de aliento a Sofía y limpiarle el sudor de la frente. Las dos temblaban cuando sentían los toques en la madera.
Sofía con lágrimas en los ojos pedía ayuda, su vientre se ponía duro y ella se acurrucaba para sentir menos dolor y Mirtha repetía constantemente la palabra “puja”.
Al ver el sufrimiento de la muchacha y el tiempo transcurrido, se le ocurrió algo insólito a la maestra-alfabetizadora: Se subió encima del vientre de Sofía y en cuanto le vino la contracción empujó junto con ella la barriga para que saliera la criatura al exterior.
Al fin se sintió el llanto del recién nacido, Mirtha ordenó a Mirelva que lo cargara para trenzar y cortar el cordón umbilical de la parturienta.
La maestra quedó abrazada al niño que calmó su llanto cuando sintió el calor de sus pechos. Amanecía y entonces, Mirelva se asomó a la ventana para ver quien tocaba la madera de la casa, dijo a Mirtha:
- El chivo quiere entrar.
Mirtha sentenció con toda calma:
- Este niño está marcado por el santo del chivo, hay que ponerle su nombre.
Así nació Andrónico.