Por:
Julio Manuel Larios RíosEl vier
nes en la provincia de Padilla comenzó a colarse por entre las rendijas de la brisa el olor; este se fue esparciendo con lentitud y nos mandó a acostar temprano, era un olor acre y penetrante.
El sábado en la mañana la intensidad del olor nos hizo despertar más temprano, nuestras narices trataban de descubrir su rastro en los intersticios de la memoria, hasta que descubrimos que era el olor mesiánico del poder, acompañado de el aroma amedrantante de las armas que portaban los policías y militares omnipresentes, encargados por orden del pre monarca de escudriñar con acritud hasta los pensamientos más recónditos, buscando descubrir en los viajeros y la oposición el dulce olor de la rebeldía.
Los retenes de la fuerza pública se multiplicaban a lo largo de la vía, nos obligaban a bajar de los autos y nos requisaban hasta los sueños.
El presidente llegó a San Juan del Cesar a instalar uno más de los cientos de consejos comunitarios que se inventó para poder descuartizar la democracia y pasar así sobre las autoridades territoriales, donde “arregla la patria” y nos muestra los caminos del bien con su acento paternalista. Como cosa rara repartió saludos y sonrisas por doquier, instaló la sesión y como siempre regañó y comprometió a los ministros y directores de los institutos descentralizados, a solucionar los innumerables problemas que aquejan desde siempre a la región, prometió el oro y el moro, embaucó a la cohorte de sus lacayos eternos con el perenne cuento de la “seguridad democrática”, la “confianza inversionista” y la “cohesión social”.
En un momento de sus arrebatos cotidianos, cansado por los plañidos de Gloria Henriquez, de empresarios del combustible y de algún alcalde desubicado, disparó una orden perentoria al comandante de la DIAN, coronel, cero tolerancia y mano dura contra los terroristas del contrabando de gasolina y comida de Venezuela, que no pase ni una gota ni un grano.
El olor de la represión se expandió hacia el resto de la Guajira y llegó a Maicao, los habitantes sintieron entonces la presión de la persecución y se tensionaron.
El domingo la tensión iba creciendo como una marejada, los corrillos olvidaron momentáneamente el fallo del consejo de estado sobre la nulidad de las elecciones de alcalde en Maicao, que nos alimentó la esperanza de la gobernabilidad extrañada y se dedicaron a especular sobre lo que podría pasar ante la orden presidencial.
El lunes el olor de la desesperanza impregnaba todos los rincones de Maicao, el moto taxista que me transportaba me advirtió como en el cuento de García Márquez “aquí va a pasar algo”, lo dijo convencido que el pueblo cansado de tanta ignominia, reaccionaría.
Cumpliendo la orden del presidente el comandante de la DIAN ordenó a sus hombres decomisar toda la gasolina que se vende en pimpinas en cualquier lugar de Maicao, estos acataron la orden y arrebataron a los pimpineros su sustento diario, el olor de la violencia se propagó empujado por los alisios del norte y ahí fue Troya. Los pimpineros se arremolinaron con la rabia latiéndole en las arterias en la sede de la DIAN exigiendo respeto y con el valor de la razón y la justicia, arremetieron a buscar lo que legal y humanamente les pertenecía.
Los ánimos fueron caldeándose ante la injusticia y como siempre las autoridades sordas al dialogo y la concertación en la soberbia del poder reclamaban la verdad universal de la sinrazón.
El olor de la injusticia se huracanó en el pueblo y comenzó la hecatombe.
Cientos de personas arremetieron con furia contra las instalaciones de la DIAN, cuando ya no pudieron mas el huracán cambio de dirección y los llevo a las bodegas de almagrario, deposito de gran parte de la mercancía decomisada desde siempre, quienes no estaban en la turbamenta ansiosa de venganza, se apresuraron a cerrar puertas y ventanas y a atrancarse para impedir el olor del miedo que iba brotando con prisa.
Controlado por las autoridades este desenfreno, la horda ciega, ebria de venganza y acuciada por las voces de la iniquidad se dirigieron al palacio municipal, donde desde temprano los funcionarios habían puesto pies en polvorosa con el miedo corroyéndole las entrañas, el aire olía a miedo y las voces de la ira alimentaban el rencor largamente contenido. Vamos a quemar la alcaldía con el alcalde dentro, gritaban algunos en la barahúnda frenética que iba anegando las calles como un inmenso rio humano. No pudieron. Entonces entre la frustración y el desenfreno hicieron lo que no debieron hacer, destruir y desvalijar el almacén el gran punto, cuyo dueño es una víctima más de la desidia. Los vándalos después de romper los vidrios entraron a arrasar con todo, se guardaban las camisas, los pantalones, hacían envoltorios con las mercancías y soñaban con estrenar por fin ropa de marca, de esa que usan los riquitos, dijo alguien.
El alcalde sacó los últimos arrestos que tenía y decretó a las carreras la ley seca y el toque de queda, la policía y los militares controlaron la situación, las calles se fueron quedando solas y el rancio olor de la inseguridad democrática fue materializándose.
El martes nos despertó el ominoso olor de la zozobra, las calles estaban repletas de gentes angustiadas unas, decididas otras, y otras con el rostro del temor.
En el mercado alguien grito de pronto, allá vienen, el olor de la zozobra se hizo tan denso que casi no nos dejaba respirar, los comerciantes electrizados corrieron a cerrar los negocios, el estruendo de las puertas metálicas y de estera bajando precipitadamente formó una creciente música infernal que nos ponía la carne de gallina y nos aumentaba el miedo.
Todos estábamos a la espera de la hecatombe que arrasaría por y para siempre, este pueblo del desierto que ha sobrevivido a los mil y un embates de las autoridades para borrarlo del mapa y acabar por fin con la pesadilla de este nido de contrabandistas que ahora además son chavistas y ya tienen células terroristas de hezbola para destruir la economía del centro de la patria.
La noche se fue quedando sola, la incertidumbre se paseaba oronda por las calles y las casas.
El olor de de la zozobra se hacía más espeso, de pronto los vientos de la rabia soplaron con reciedumbre e irradiaron hacia, Albania, Cuestecita, Hatonuevo, Barrancas, San Juan, Villanueva, Urumita, y La Paz; el rencor contenido anego los corazones exigiendo justicia, respeto y el fundamental derecho a sobrevivir.
Aún hoy se siente el aroma de a incertidumbre impregnado en todos los rincones. No sabemos cómo puede terminar esta situación alimentada por la soberbia de los que todo lo tienen y la desesperanza de quienes tienen el elemental derecho a sobrevivir ante esta ola de miseria que se extiende silenciosa por todos los vericuetos de a patria.
Amanecerá y veremos.