Por: Alejandro Rutto Martínez
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Son las cuatro de la mañana de un lunes de enero y nuestro vehículo avanza por el camino de tierra, piedras y hierbas secas de regreso a la ciudad. Hemos estado durante varios días de visita en una comunidad wayüu en donde compartimos gratos momentos y pudimos conocer algunos de los usos, tradiciones y costumbres de este pueblo que se aferra a su identidad para conservar el legado histórico y cultural acumulado durante centenares de años.
Hemos aprovechado muy bien el tiempo y gracias a Julio, un cacique esmerado en cuidar a sus hijos, sobrinos y a otros miembros de su parentela, tuvimos acceso al cementerio, el corral de los chivos, el jagüey, el baile de la yonna, la preparación de la chicha y la varias tertulias familiares de las que tuvimos que conformarnos con algunas pocas palabras que entendimos del idioma de la etnia.
Después de esta experiencia maravillosa en la cual hemos pasado una de las mejores vacaciones amamos un poco más a este pueblo que ha resistido con valentía todas las pruebas que el tiempo, la violencia, y la avaricia de los invasores le ha hecho. Incluso se han sobrepuesto a las sequías intensas y prolongadas que en algunos años ha soportado la región y que ellos han podido soportar gracias a su paciencia, fortaleza y un estilo muy particular de afrontar su cotidianidad.
Los indios wayúu han convivido siempre con la escasez y por ello han aprendido a hacer un adecuado uso de sus recursos escasos. De esta manera son verdaderos expertos en el uso racional del agua, en el acto mínimo de carbón vegetal y en la adecuación de sus viviendas para aprovechar la dirección de las brisas y tener un ambiente siempre fresco en medio de las fuertes temperaturas de la media y la Alta Guajira.
Ellos, como ninguno, y sin aprenderlo de nadie son especialistas en eficiencia energética por varias razones. La necesidad ha sido su maestra y la escasez su universidad. Exploremos juntos el universo Wayüu en relación con el uso eficiente de las formas de energía a su alcance.
Las hojas al viento y las ramas al horno
El carbón vegetal es uno de los mejores amigos en la cocina de los wayüu. Su gastronomía no fuera la misma si utilizaran la misma estufa de los “alijuna” (así nos dicen a quienes no pertenecemos a su pueblo, pues el “
frichi” y el chivo basado adquieren una sazón especial cuando son preparados en el fogón como al fuego incandescente producido por el carbón.
Para elaborar el carbón la familia cuenta con un horno hecho expresamente para ese fin. Sus abuelos le enseñaron que el mejor carbón se logra utilizando la madera del trupillo, un árbol que ha sido como su Hermano y, que junto al cardón, lo ha acompañado a lo largo de todas las épocas. Los ancianos guardaban a su vez en la memoria una enseñanza valiosa: el árbol no puede cortarse y, de ser posible, tampoco las ramas, pues a un amigo no se le hace daño y se puede convivir con él por siempre en una relación feliz y armónica.
Por eso, una de las actividades diarias es la de recoger ramas secas en la ranchería y sus alrededores y sólo si éstas no alcanzan se procederá a cortar las ramas secas de y viejas. Lo que no se hará nunca será sacrificar el árbol que provee sombra, compañía y alimento para los burros y los chivos.
Con esta costumbre sana, propia del desarrollo sustentable enseñado en las aulas de las más prestigiosas universidades, el pueblo wayüu logra tener prácticamente intacto el bosque el cual en vez de retroceder, crece, gracias a una alianza tácita con el burro y el chivo los cuales provee de alimento a cambio de que estos rieguen su semilla a lo largo y ancho de la península.
La brisa, acondicionador de aire gratuito
En la cultura wayüu todo tiene un significado y cada cosa una explicación. La vivienda por ejemplo, está hecha con unos materiales y en una ubicación tal que parece diseñada por arquitectos especializados en aprovechamiento de los factores climáticos. Los materiales empleados, la palma y el yotojoro, propician el clima fresco en las habitaciones.
Pero hay un elemento adicional: las casas, en su mayorías tienen pocas paredes o ninguna, de manera que la brisa llega hasta cada rincón, recorre la estancia, acaricia el rostro de los niños, ayuda a encender el fogón en la cocina o el patio, refresca el cuerpo de quienes trabajan bajo el inclemente sol y se va presurosa en busca de otros lugares a donde llevar su sonido inconfundible, su aroma a tarde tranquila y su poder para refrescar los lugares a donde es convocada o a donde llega aún sin que se le llame.
Cuando el wayüu se traslada a la gran ciudad extraña su paisaje, su aroma de campo, pero sobre todo sus mañanas tibias y sus tardes frescas, su chinchorro acogedor y una amiga que deambula por los confines de la tierra en un viaje alegre en que seduce a las flores y hace coro con el cardenal guajiro en el concierto sublime de la naturaleza.
Los molinos de viento: para hacer que brote el agua en el corazón del desierto
El molino de viento, con su torre, sus aspas, sus tubos y su inseparable alberca hacen parte del paisaje tradicional de la ranchería por una razón básica: su ruidoso motor, movido por el viento logra el milagro de extraer agua de las entrañas de una tierra cuya superficie es reseca y no da muestras de guardar en su interior el más precioso tesoro para los transeúntes del desierto: agua para la casa; agua para la sed de vida; agua para los animales; agua para la chicha; agua para el fogón… agua para que la vida siga su curso.
Los ancianos agradecen a quienes instalaron os primeros molinos hace más de cincuenta años pues su historia prácticamente tomó un nuevo rumbo: desde ese momento había un sitio seguro a donde ir a buscar el agua. Un sitio más seguro incluso que el generoso jagüey y la bondadosa charca de donde única fuente donde antes se aprovisionaba.
La energía eólica, abundante en sus predios le dio la bendición de la seguridad pues el jagüey y la charca se secaban en verano y el molino funcionaba mientras hubiera viento (casi siempre) y si éste escaseaba, entonces podía acudir a la alberca en donde no faltaba nunca el preciado elemento.
Son las cinco de la mañana y estamos de nuevo en Maicao. Atrás quedó la ranchería y las felices jornadas de descanso. En breve se iniciará la cotidianidad urbana y, mientras espero el café, que ya comienza a verse en la jarra transparente de la cafetera eléctrica y al fondo escucho el sonido de nuestra motobomba eléctrica impulsando el agua desde la alberca subterránea.
En breve encenderé la radio para escuchar las noticias. A unos kilómetros de ahí mi amigo Julio saca los chivos del corral le da una mirada al molino cuyas aspas giran con fuerza. Su nuevo día ha comenzado bien, pues el carbón está a punto y en breve saboreará su café con sabor a familia. Al fondo, en la copa de un enorme trupío se hace se hace sentir el cardenal guajiro.
Julio servirá un café para él y otro para Lucas, el pequeño que ha venido en su bicicleta a traerle las arepas y la cojosa que todos los días le manda la abuela Imelda.