Por: Luis José Barrios De la Hoz, instructor del SENA Regional Atlántico
Uno de los oficios que más fascinaba en el pueblo era la cacería. El arte de fabricar trampas de palitos, lazos con varas de guadua o de corozo o el de engomar las ramas con piñique para atrapar torcazas, codornices, palomitas silvestres de todas las especies y conejos, era una actividad común entre los jóvenes y este arraigo se remontaba a sus ancestros mocanás y que se mantenía aún viva a pesar de que los colonizadores españoles habían casi exterminado todas las costumbres milenarias de montería para reemplazarlas por las matanzas con el arcabuz y los perdigones impulsados por pólvora que diezmaban las bandadas de barraquetes y tangas que abundaban en los jagüeyes y que tanto miedo sembraban entre los nativos primigenios; pero el matar animales de monte a hondazos, era sólo una función casi de guerreros, porque cualquier enclenque no podía extender más allá de un centímetro de la horqueta al caucho negro de una verdadera honda.
Desde antes que empezara a caminar, Tabaquera tenía la destreza de tumbar desde su corral las totumas, pocillos de peltre, cucharas de palo y escarchar las bacinillas lanzándoles cualquier objeto, esto le producía cierta hilaridad y el estropicio que armaban los objetos al romperse alborotaba a su abuela que desprevenida realizaba oficios en la cocina diciendo – ¡¿Qué fue eso, Dios mío?! – y salía corriendo a ver que había ocurrido, encontrando el espectáculo de las totumas hechas añicos o las escamas de peltre del escarchado de las bacinillas desparramadas en el suelo de barro apisonado. – ¡No puede ser, en esta casa debe haber duendes o brujas ¿Quién se va a poner a partir los chismes a estas horas?! – además no hay por donde salir sin que yo los vea. Ha menudo se repetían estas cosas sin explicación alguna, tanto que terminó convencida que los duendes habitaban la casa y de remate hablaban con el niño porque él era el único que se reía y balbuceaba palabras ininteligibles dando palmadas de alborozo como festejando el acontecimiento. Por eso se le ocurrió cambiar de puesto a las lozas, calderos, ollas, totumas y la bacinilla de peltre. A los enseres los metió bajo llaves en una alacena de madera y anjeos y al vaso de noche lo dejó desde ese día, bocabajo en el escusado del patio trasero.
<> expresó aliviada al terminar su faena. Los destrozos cesaron y se dio por satisfecha, es más las risas y palmadas de alegría de su nietecito, también acabaron, por lo que se convenció aún más, de que los duendecillos, no sólo se habían marchado, sino que habían dejado de hablar con la criatura para enseñarlo a ser destructor.
Tres meses después, Tabaquera, ya caminaba y los duendes imaginarios de la abuela empezaron a aparecer, pero ahora por toda la casa.
El niño había afinado su puntería y catapultaba piedrecillas de cascajo usando una cuchara de plata a manera de artilugio medieval. Jamás descubrieron en la casa la causa de las roturas de los objetos, ni las artimañas infantiles del párvulo, por lo que todos los de la familia terminaron acostumbrándose a los estragos y que habían duendes esparcidos por toda la vivienda.
Tanto que una alcarraza de cristal italiano regalo de los furtivos amores de la abuela con un marinero desconocido cayó hecha pedazos y no hubo forma de encontrarle pegas porque todas eran diferentes y no encajaban, tanto que se convencieron que la vasija no era una sino dos o tres.
A nadie culparon del destrozo y nunca pensaron en el pequeñuelo porque no iba a alcanzar donde estaba colocada a tres metros de altura y que para bajarla tenían que utilizar una banqueta.
A medida que crecía, las incursiones del chiquillo, llegaban hasta el patio, las residencias vecinas y algunas veces en la calle, con las consecuencias sabidas, pero tampoco supieron el origen.
Ya adolescente, era un diestro hondero conciente de sus habilidades, desarrolló una técnica muy personal practicando a solas en los montes, arroyos y rozas de sus tíos o de su abuelo.
Su abuela que para ese entonces ya estaba entrada en años tenía una cierta predilección por él, claro su querido gurrumino se presentaba todas las tardes con alguna pieza de cacería, hoy podrían ser dos hermosos conejos, mañana una guartinaja, u otro día palomas torcaces y codornices.
El trabajo casero basado en la molienda de maíz en metates y el blanqueado del millo en el pilón le había forjado contextura envidiable, pero también un cariño especial por él, por lo que nadie preguntaba en casa para quien era el plato más lleno.
La destreza con la honda se fue perfeccionando día a día, de tal forma que aprendió a seleccionar las piedras por sus formas, pesos y texturas con el fin de utilizarlas con efectividad en las faenas de caza.
Podía saber con exactitud cual era la propicia para atontar un colibrí y dejarlo ileso y sin ningún rasguño y cual para matar a un gavilán a sesenta metros y desplumarlo de una sola pedrada. Su selección de guijarros era una colección que podría despertar la envidia del mejor de los edafólogos y las guardaba con gran celo.
Fabricó diferentes tamaños de hondas, livianas, pesadas, grandes, pequeñas y medianas elaboradas con maderas rebuscadas en las montañas y bosques de la región; cada una servía para algo diferente.
Sus prácticas eran de hasta tres horas ininterrumpidas de ejercicios y posiciones difíciles y complejas todos los días, nunca quiso participar con otros muchachos en los juegos de tiro al blanco en los playones de los montes. El sólo observaba en silencio matemático mientras sus coterráneos se ampollaban las manos por ser los mejores.
Tabaquera era capaz de tumbar hasta dos murciélagos en pleno vuelo nocturno, derribar lechuzas silenciosas, matar un saíno de una sola pedrada en la jeta sin que chillara, por lo que le daba la ventaja de derrumbar otros más, antes que se dieran cuenta los infelices cerdos silvestres que su manada estaba siendo diezmada por piedras invisibles.
Tiraba al suelo mangos, nísperos, anones, marañones, mamones y otras frutas sin dañarlas y las cuales caían en las mochilas y sacos que colocaba estratégicamente en el suelo.
Una vez casi le pega a un dirigible que iba para Puerto Colombia sino es por un gallinazo extraviado que se interpuso por casualidad en la ruta de la piedra y terminó con el corazón perforado muriendo sin agonía dos leguas más adentro porque siguió volando hasta posarse en un cocotero sin darse cuenta que ya estaba muerto.
Su abuela murió feliz a los ciento tres años, ensartando agujas y remendándoles los calzones y coletos a Tabaquera, con una lucidez maravillosa que supo el día de su muerte y se mandó a decir los nueve responsorios con una rezandera un año antes.
El joven se aisló más del mundo y se dedicó a perfeccionar sus técnicas de hondero. Esto lo hizo famoso en la comarca y su fama llegó más allá del otro lado del río, donde la gente se deleitaba descuartizando garzas y alcaravanes a hondazos.
Un mes de junio en medio de un aguacero llegó al pueblo un tirador experto para desafiar a Tabaquera de quien su fama era conocida y su leyenda había traspasado las ciénagas, montes de María, Ariguaní y Oca. Nadie en el pueblo supo decirle al extraño donde encontrarlo, sólo le dijeron, que el andaba por los caminos matando lobos polleros y zorros chuchos o dormido con su mochila de piedras debajo de un enorme árbol de higuerón que se distinguía fácilmente en la vía, además su inseparable carretilla llena de leños era un indicio de que estaba en los alrededores.
Así que sin perder tiempo ni esperar que escampara buscó a su contrincante y lo encontró empapado y dormido sobre la mochila de piedras a un lado de su carretilla y de la vía. Ya había escampado cuando el anónimo rival lo despertó. Se levantó con tranquilidad escurriéndose el agua de su ropa colocándose frente al viajero y antes que le explicara la razón del viaje ya le tenía una respuesta porque mucho antes que lo despertara lo había soñado cuando dormía bajo el aguacero.
A la mañana siguiente por la tarde se encontraron en un peladero en dónde se levantaba un enorme termitero como un volcán, Tabaquera colocó sobre el nido de comejenes un pollo con moquillo que había rescatado de ser degollado en la plaza del pueblo en las fiestas de San Juan por los delirantes parroquianos que con los ojos vendados y tirando machetazos a diestra y siniestra adivinaban donde estaban los pescuezos de las aves para trozárselos en medio del bullicio y el jolgorio.
La prueba consistía en que el forastero tenía que volarle la cabeza desde una distancia acordada, él por su parte cumpliría con lo que su contendiente le exigiera. No era una gran hazaña pegarle a un desgraciado pollo quieto para un experto que estaba acostumbrado en tumbar garzas lánguidas al otro lado del río.
Se apartó la distancia convenida, apuntó por entre el medio de la horqueta y su disparo hizo diana en la cabeza del animal quien callo muerto dando aleteos agonizantes sobre el pilón de barro, el foráneo iba a celebrar cuando un enjambre de abejas enreda pelos lo hicieron correr y chillar hasta que se tiró en un jagüey para librarse de ellas y que apenas se asomaba a la superficie le volvían a picar, salió malhumorado, lleno de barro y el pelo de verdín, por lo que urdió una difícil prueba para alzarse con el triunfo del mejor hondero, aunque no hubieran testigos.
Habló con su opositor y se alejó hasta una cerca de palos de matarratón, saco uno de sus dedos por encima del horcón más grueso, la tarea consistía en que le pegara a una distancia de más de setenta metros, una brisa de agua soplaba con fuerza y el día ya estaba en su ocaso. Sabía que la poca visibilidad y el viento se constituían en obstáculos difíciles de franquear por su oponente. En su mente sabía que tenía que quitar su índice unos segundos antes de que el tiro de Tabaquera le pudiera dar y volverlo a colocar tan rápido y dar la sensación de que el otro había fallado.
Tabaquera cargó su mochila, sacó un boliche de acero brillante que guardaba para ocasiones esperadas y esta era la oportunidad para estrenárselo, lo colocó en el zurrón de la honda, se adentró un poco al monte de tal manera que la posición que tomó era la de un novato, absurda y difícil, estiro el caucho, el foráneo no podía observar casi nada porque entre los dos un matorral de espinos se interponía en un vaivén de péndulo hipnotizador. Intentaba escudriñar su antagonista, cuando sintió que a sus espaldas se estrelló en un tronco de guayacán un objeto metálico con un sonido que más parecía un disparo de fusil que un primitivo hondazo. Se quedó esperando triunfante y sonriente a su contendiente.
Tabaquera avanzó hacia él con el aire sereno de los triunfadores expertos. El otro no concebía el por qué de la felicidad del otro, hasta que le señaló su dedo, con incertidumbre se lo miró y vio que lo tenía redondo, brillante, hinchado, dormido, con el aspecto de las guacharacas cuando mueren de una pedrada y con el conocimiento de que había perdido. Fue cuando tomo conciencia que ni siquiera había tenido tiempo de retirar el dedo porque en el mismo momento que lo pensó ya el balín le había volado la uña sin que él se percatara y se lo había sembrado con todo y balín en el tronco que estaba a sus espaldas.
El dedo se le despertó tres días después con un dolor insoportable y casi gangrenado. El curandero del pueblo creía que lo había mordido una mapaná y no que hubiera sido un disparo de honda, lo trató como hombre picado por serpiente, le envolvió el dedo con hojas de caraña, le dio a beber menjurjes para los golondrinos que le salieron en los sobacos por efecto del golpe y le dijo que por ningún motivo pisara mierda de gallina ya que se podía morir.
Cuando se recuperó no pudo jamás manejar de nuevo el arma sintiéndose con el honor pisoteado, hubiera preferido que la diana hubiera sido en el entrecejo, y no en el dedo que le daba la destreza y seguridad de no errar los tiros
Tabaquera prosiguió su vida de caminante y lanzando piedras con su honda maravillosa y con la conciencia de que si quería hacerlo podría matar a alguien por lo que no le disparaba a nadie con sus técnicas arcanas, porque sabía que les podría quitar la vida.
Nunca soportó que le llamaran Tabaquera y quien lo mencionaba terminaba escalabrado o cojo. Nadie caminando o en burro se atrevía a llamarle por su sobrenombre porque los cascajos los alcanzaban antes de la huida y sólo se atrevieron a hacerlo, hasta cuando llegaron los carros y la gente le gritaba desde sus vagones en movimiento: ¡Tabaquera!, él, tomaba su honda apuntaba hacia el suelo para que de rebote la piedra le pegara al osado tan sólo para hincharle el tobillo o herirlo en la cabeza y con los oídos zumbando.
Un día cualquiera lo encontraron dormido para siempre con su carretilla, la mochila de piedras de diferentes formas como almohada y su colección de hondas contra el pecho y que jamás pudieron manejar los demás porque a los pocos días a todas se las comió el comején como si fueran de balso dejando piloncitos de polvillo amarillo que el viento desparramó para no dejar así huellas de la existencia de las mortíferas armas ancestrales.
Dicen los caminantes que a veces en el camino se sienten los pasos del fantástico pedrero y el zumbido de las piedras que sin saber de donde vienen traspasan las hojas de los árboles espantando las cotorras de marzo.
Diciembre 21 2003
Leer otro cuento de Luis José Barrios
Uno de los oficios que más fascinaba en el pueblo era la cacería. El arte de fabricar trampas de palitos, lazos con varas de guadua o de corozo o el de engomar las ramas con piñique para atrapar torcazas, codornices, palomitas silvestres de todas las especies y conejos, era una actividad común entre los jóvenes y este arraigo se remontaba a sus ancestros mocanás y que se mantenía aún viva a pesar de que los colonizadores españoles habían casi exterminado todas las costumbres milenarias de montería para reemplazarlas por las matanzas con el arcabuz y los perdigones impulsados por pólvora que diezmaban las bandadas de barraquetes y tangas que abundaban en los jagüeyes y que tanto miedo sembraban entre los nativos primigenios; pero el matar animales de monte a hondazos, era sólo una función casi de guerreros, porque cualquier enclenque no podía extender más allá de un centímetro de la horqueta al caucho negro de una verdadera honda.
Desde antes que empezara a caminar, Tabaquera tenía la destreza de tumbar desde su corral las totumas, pocillos de peltre, cucharas de palo y escarchar las bacinillas lanzándoles cualquier objeto, esto le producía cierta hilaridad y el estropicio que armaban los objetos al romperse alborotaba a su abuela que desprevenida realizaba oficios en la cocina diciendo – ¡¿Qué fue eso, Dios mío?! – y salía corriendo a ver que había ocurrido, encontrando el espectáculo de las totumas hechas añicos o las escamas de peltre del escarchado de las bacinillas desparramadas en el suelo de barro apisonado. – ¡No puede ser, en esta casa debe haber duendes o brujas ¿Quién se va a poner a partir los chismes a estas horas?! – además no hay por donde salir sin que yo los vea. Ha menudo se repetían estas cosas sin explicación alguna, tanto que terminó convencida que los duendes habitaban la casa y de remate hablaban con el niño porque él era el único que se reía y balbuceaba palabras ininteligibles dando palmadas de alborozo como festejando el acontecimiento. Por eso se le ocurrió cambiar de puesto a las lozas, calderos, ollas, totumas y la bacinilla de peltre. A los enseres los metió bajo llaves en una alacena de madera y anjeos y al vaso de noche lo dejó desde ese día, bocabajo en el escusado del patio trasero.
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Tres meses después, Tabaquera, ya caminaba y los duendes imaginarios de la abuela empezaron a aparecer, pero ahora por toda la casa.
El niño había afinado su puntería y catapultaba piedrecillas de cascajo usando una cuchara de plata a manera de artilugio medieval. Jamás descubrieron en la casa la causa de las roturas de los objetos, ni las artimañas infantiles del párvulo, por lo que todos los de la familia terminaron acostumbrándose a los estragos y que habían duendes esparcidos por toda la vivienda.
Tanto que una alcarraza de cristal italiano regalo de los furtivos amores de la abuela con un marinero desconocido cayó hecha pedazos y no hubo forma de encontrarle pegas porque todas eran diferentes y no encajaban, tanto que se convencieron que la vasija no era una sino dos o tres.
A nadie culparon del destrozo y nunca pensaron en el pequeñuelo porque no iba a alcanzar donde estaba colocada a tres metros de altura y que para bajarla tenían que utilizar una banqueta.
A medida que crecía, las incursiones del chiquillo, llegaban hasta el patio, las residencias vecinas y algunas veces en la calle, con las consecuencias sabidas, pero tampoco supieron el origen.
Ya adolescente, era un diestro hondero conciente de sus habilidades, desarrolló una técnica muy personal practicando a solas en los montes, arroyos y rozas de sus tíos o de su abuelo.
Su abuela que para ese entonces ya estaba entrada en años tenía una cierta predilección por él, claro su querido gurrumino se presentaba todas las tardes con alguna pieza de cacería, hoy podrían ser dos hermosos conejos, mañana una guartinaja, u otro día palomas torcaces y codornices.
El trabajo casero basado en la molienda de maíz en metates y el blanqueado del millo en el pilón le había forjado contextura envidiable, pero también un cariño especial por él, por lo que nadie preguntaba en casa para quien era el plato más lleno.
La destreza con la honda se fue perfeccionando día a día, de tal forma que aprendió a seleccionar las piedras por sus formas, pesos y texturas con el fin de utilizarlas con efectividad en las faenas de caza.
Podía saber con exactitud cual era la propicia para atontar un colibrí y dejarlo ileso y sin ningún rasguño y cual para matar a un gavilán a sesenta metros y desplumarlo de una sola pedrada. Su selección de guijarros era una colección que podría despertar la envidia del mejor de los edafólogos y las guardaba con gran celo.
Fabricó diferentes tamaños de hondas, livianas, pesadas, grandes, pequeñas y medianas elaboradas con maderas rebuscadas en las montañas y bosques de la región; cada una servía para algo diferente.
Sus prácticas eran de hasta tres horas ininterrumpidas de ejercicios y posiciones difíciles y complejas todos los días, nunca quiso participar con otros muchachos en los juegos de tiro al blanco en los playones de los montes. El sólo observaba en silencio matemático mientras sus coterráneos se ampollaban las manos por ser los mejores.
Tabaquera era capaz de tumbar hasta dos murciélagos en pleno vuelo nocturno, derribar lechuzas silenciosas, matar un saíno de una sola pedrada en la jeta sin que chillara, por lo que le daba la ventaja de derrumbar otros más, antes que se dieran cuenta los infelices cerdos silvestres que su manada estaba siendo diezmada por piedras invisibles.
Tiraba al suelo mangos, nísperos, anones, marañones, mamones y otras frutas sin dañarlas y las cuales caían en las mochilas y sacos que colocaba estratégicamente en el suelo.
Una vez casi le pega a un dirigible que iba para Puerto Colombia sino es por un gallinazo extraviado que se interpuso por casualidad en la ruta de la piedra y terminó con el corazón perforado muriendo sin agonía dos leguas más adentro porque siguió volando hasta posarse en un cocotero sin darse cuenta que ya estaba muerto.
Su abuela murió feliz a los ciento tres años, ensartando agujas y remendándoles los calzones y coletos a Tabaquera, con una lucidez maravillosa que supo el día de su muerte y se mandó a decir los nueve responsorios con una rezandera un año antes.
El joven se aisló más del mundo y se dedicó a perfeccionar sus técnicas de hondero. Esto lo hizo famoso en la comarca y su fama llegó más allá del otro lado del río, donde la gente se deleitaba descuartizando garzas y alcaravanes a hondazos.
Un mes de junio en medio de un aguacero llegó al pueblo un tirador experto para desafiar a Tabaquera de quien su fama era conocida y su leyenda había traspasado las ciénagas, montes de María, Ariguaní y Oca. Nadie en el pueblo supo decirle al extraño donde encontrarlo, sólo le dijeron, que el andaba por los caminos matando lobos polleros y zorros chuchos o dormido con su mochila de piedras debajo de un enorme árbol de higuerón que se distinguía fácilmente en la vía, además su inseparable carretilla llena de leños era un indicio de que estaba en los alrededores.
Así que sin perder tiempo ni esperar que escampara buscó a su contrincante y lo encontró empapado y dormido sobre la mochila de piedras a un lado de su carretilla y de la vía. Ya había escampado cuando el anónimo rival lo despertó. Se levantó con tranquilidad escurriéndose el agua de su ropa colocándose frente al viajero y antes que le explicara la razón del viaje ya le tenía una respuesta porque mucho antes que lo despertara lo había soñado cuando dormía bajo el aguacero.
A la mañana siguiente por la tarde se encontraron en un peladero en dónde se levantaba un enorme termitero como un volcán, Tabaquera colocó sobre el nido de comejenes un pollo con moquillo que había rescatado de ser degollado en la plaza del pueblo en las fiestas de San Juan por los delirantes parroquianos que con los ojos vendados y tirando machetazos a diestra y siniestra adivinaban donde estaban los pescuezos de las aves para trozárselos en medio del bullicio y el jolgorio.
La prueba consistía en que el forastero tenía que volarle la cabeza desde una distancia acordada, él por su parte cumpliría con lo que su contendiente le exigiera. No era una gran hazaña pegarle a un desgraciado pollo quieto para un experto que estaba acostumbrado en tumbar garzas lánguidas al otro lado del río.
Se apartó la distancia convenida, apuntó por entre el medio de la horqueta y su disparo hizo diana en la cabeza del animal quien callo muerto dando aleteos agonizantes sobre el pilón de barro, el foráneo iba a celebrar cuando un enjambre de abejas enreda pelos lo hicieron correr y chillar hasta que se tiró en un jagüey para librarse de ellas y que apenas se asomaba a la superficie le volvían a picar, salió malhumorado, lleno de barro y el pelo de verdín, por lo que urdió una difícil prueba para alzarse con el triunfo del mejor hondero, aunque no hubieran testigos.
Habló con su opositor y se alejó hasta una cerca de palos de matarratón, saco uno de sus dedos por encima del horcón más grueso, la tarea consistía en que le pegara a una distancia de más de setenta metros, una brisa de agua soplaba con fuerza y el día ya estaba en su ocaso. Sabía que la poca visibilidad y el viento se constituían en obstáculos difíciles de franquear por su oponente. En su mente sabía que tenía que quitar su índice unos segundos antes de que el tiro de Tabaquera le pudiera dar y volverlo a colocar tan rápido y dar la sensación de que el otro había fallado.
Tabaquera cargó su mochila, sacó un boliche de acero brillante que guardaba para ocasiones esperadas y esta era la oportunidad para estrenárselo, lo colocó en el zurrón de la honda, se adentró un poco al monte de tal manera que la posición que tomó era la de un novato, absurda y difícil, estiro el caucho, el foráneo no podía observar casi nada porque entre los dos un matorral de espinos se interponía en un vaivén de péndulo hipnotizador. Intentaba escudriñar su antagonista, cuando sintió que a sus espaldas se estrelló en un tronco de guayacán un objeto metálico con un sonido que más parecía un disparo de fusil que un primitivo hondazo. Se quedó esperando triunfante y sonriente a su contendiente.
Tabaquera avanzó hacia él con el aire sereno de los triunfadores expertos. El otro no concebía el por qué de la felicidad del otro, hasta que le señaló su dedo, con incertidumbre se lo miró y vio que lo tenía redondo, brillante, hinchado, dormido, con el aspecto de las guacharacas cuando mueren de una pedrada y con el conocimiento de que había perdido. Fue cuando tomo conciencia que ni siquiera había tenido tiempo de retirar el dedo porque en el mismo momento que lo pensó ya el balín le había volado la uña sin que él se percatara y se lo había sembrado con todo y balín en el tronco que estaba a sus espaldas.
El dedo se le despertó tres días después con un dolor insoportable y casi gangrenado. El curandero del pueblo creía que lo había mordido una mapaná y no que hubiera sido un disparo de honda, lo trató como hombre picado por serpiente, le envolvió el dedo con hojas de caraña, le dio a beber menjurjes para los golondrinos que le salieron en los sobacos por efecto del golpe y le dijo que por ningún motivo pisara mierda de gallina ya que se podía morir.
Cuando se recuperó no pudo jamás manejar de nuevo el arma sintiéndose con el honor pisoteado, hubiera preferido que la diana hubiera sido en el entrecejo, y no en el dedo que le daba la destreza y seguridad de no errar los tiros
Tabaquera prosiguió su vida de caminante y lanzando piedras con su honda maravillosa y con la conciencia de que si quería hacerlo podría matar a alguien por lo que no le disparaba a nadie con sus técnicas arcanas, porque sabía que les podría quitar la vida.
Nunca soportó que le llamaran Tabaquera y quien lo mencionaba terminaba escalabrado o cojo. Nadie caminando o en burro se atrevía a llamarle por su sobrenombre porque los cascajos los alcanzaban antes de la huida y sólo se atrevieron a hacerlo, hasta cuando llegaron los carros y la gente le gritaba desde sus vagones en movimiento: ¡Tabaquera!, él, tomaba su honda apuntaba hacia el suelo para que de rebote la piedra le pegara al osado tan sólo para hincharle el tobillo o herirlo en la cabeza y con los oídos zumbando.
Un día cualquiera lo encontraron dormido para siempre con su carretilla, la mochila de piedras de diferentes formas como almohada y su colección de hondas contra el pecho y que jamás pudieron manejar los demás porque a los pocos días a todas se las comió el comején como si fueran de balso dejando piloncitos de polvillo amarillo que el viento desparramó para no dejar así huellas de la existencia de las mortíferas armas ancestrales.
Dicen los caminantes que a veces en el camino se sienten los pasos del fantástico pedrero y el zumbido de las piedras que sin saber de donde vienen traspasan las hojas de los árboles espantando las cotorras de marzo.
Diciembre 21 2003
Leer otro cuento de Luis José Barrios