Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Resumen del episodio anterior: Un día, al regresar a casa, después de los recorridos y tareas de la Jornada Guillermo regresa a casa, en donde Sara lo recibe con una noticia sobre un hecho que les cambiaría la vida para siempre….
TERCER EPISODIO
- “Mi amor, vamos a tener un
hijo”, le dice ella emocionada.
Celebran con una copa de vino y
buena música, pero se acuestan temprano, porque al día siguiente Guillermo
deberá cumplir sus tareas militares.
Unos meses después nace una hermosa niña, a quien bautizan con el nombre de Mariselda cuya venida al mundo une mucho más a los jóvenes esposos, quienes no caben de la felicidad.
Sin embargo, unos días después de nacida la bebé tuvo quebrantos de salud y fue recluida en el hospital en donde los médicos le diagnosticaron una grave afección cardíaca.
Los médicos brindan todos los cuidados, la familia se aferra a Dios y confía en que todo resulta bien. Con el credo en la mano quedan a la espera de un milagro.
Sin embargo, la noticia que los médicos dan no es la esperada: la niña falleció cuando aún no había
cumplido los dos meses de vida.
Guillermo y Sara estaban
destrozados. Se refugiaron en la fe y solo así pudieron recuperar un buen
estado de ánimo y reincorporarse a sus actividades cotidianas.
Guillermo secó las lágrimas de
Sara y la consoló con las palabras del sufrido patriarca Job: “Dios dio, y Dios quitó; sea el nombre de Dios bendito”
Un tiempo después Sara vuelve a
concebir y da a luz a un vigoroso niño al que bautizan con el nombre de Herbert.
Dos años después nace Adelmo
Osvaldo y por último son bendecidos con el nacimiento de una niña a la que
bautizan con el nombre de Nubia Sandra.
Nunca pueden olvidar a la pequeña
Mariselda, consideran que ella es un angelito que tienen en el cielo y que
siempre hará parte de su recuerdo y siempre estará en sus corazones.
La vida militar es fuerte, pero Guillermo tiene las energías de la juventud y unas ganas muy grandes de servirle a su país.
Además, el trabajo duro es lo de menos, porque desde muy niño trabajó al lado de sus mayores en labores agrícolas y en la construcción. Sus manos estaban llenas de callos, signo inequívoco de sus luchas diarios y su piel blanca estaba bronceada por el fuerte sol que recibía en sus interminables jornadas como ayudante de albañilería.
Guillermo Ospina en sus tiempos como militar |
Su esposa y sus tres
hermosos hijos eran un motivo adicional para enamorarse de la vida y cumplir
las órdenes de sus superiores. Se hizo
famoso como el soldado ideal, por las virtudes que exhibía: fortaleza física,
disciplina, obediencia, resistencia y respeto a los soldados a su cargo.
Sus cualidades eran conocidas, así
que el sargento Ospina era destinado a delicados operativos que sólo podían
asignarse a los hombres de más confianza en el territorio. Con el tiempo varios batallones solicitaron
sus servicios porque deseaban contar con el talento de tan destacado hombre de
armas.
Lo anterior le valió la
posibilidad de ser trasladado a otros lugares de la geografía nacional a donde
iba acompañado siempre de su pequeña familia. Lo primero que hacía al llegar a
su nuevo lugar de destino era conseguir una casa cómoda y segura en donde Sara
y los tres pequeños pudieran estar sin ningún problema cuando él se ausentara
en cumplimiento de sus frecuentes excursiones militares.
Los constantes traslados tenían
un lado bueno, porque Guillermo sabía que era en reconocimiento a su labor.
Podía conocer más lugares y hacer nuevos amigos, aunque también significaba
dejar atrás a sus antiguas amistades y algunas dificultades para la adaptación
de los niños. Pero él no se quejaba de nada y, por el contrario, disfrutaba
cada una de sus tareas. Tomaba sus viajes y sus nuevos lugares de residencia
como un regalo de Dios.
A veces compartía con su padre y tíos, una familia dedicada a la construcción de casas, edificios, caminos y carreteras. Podría decirse que Efraín su padre era el mejor amigo que tenía y a quien podía contarle todo y pedirle sus sabios consejos. La familia completa era su más valiosa posesión, sin lugar a dudas.
Cierto día al terminar la jornada se
dirigió a una mesa del comedor en el casino de suboficiales y empezó a redactar
una carta.
Una hora después, había terminado
de escribir. Dobló el papel y lo introdujo en un sobre de color blanco. Se
dirigió a la oficina de correos del batallón, pero se detuvo un momento, sacó
el papel del sobre y lo volvió a leer, quería verificar que el mensaje estaba
bien escrito y no había cometido errores de redacción o de ortografía.
En ese momento lo asaltó de nuevo
la duda entre enviar la carta o dar media vuelta, romperla y regresar a casa.