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domingo, 16 de mayo de 2010

La opinión de Amylkar Acosta

El fetichismo normativo

Por: Amylkar Acosta
(Ex presidente del Congreso de la República)

Berulat: “Se asalta con más impunidad en un rincón de las leyes que en un rincón del bosque”

Resultaba inaplazable la reforma del Estatuto General de la Contratación de la Administración Pública, Ley 80 de 1993, pues esta se había tornado en anacrónica y con el paso de los años había ido perdiendo su eficacia, dado el sinnúmero de atajos a través de los cuales se soslayaba su cumplimiento. Como se suele decir a menudo, hecha la Ley hecha la trampa; una vez expedida la Ley 80/93, muchos funcionarios públicos se las arreglaron para evadirla y para ello recurrieron a toda suerte de subterfugios y artilugios legales, especialmente a la triangulación contractual a través de ONGs, los socorridos convenios interadministrativos con universidades, organismos supranacionales como el PNUD o a convenios como el tristemente célebre Convenio Andrés Bello. Todo ello para eludir la licitación pública y seguir contratando directamente, a dedo.


Últimamente hasta el FONADE cayó en esas prácticas, extraviando los fines para los cuales fue creado, desnaturalizando su razón de ser, para dedicarse a contratar obras en todo el país, casi siempre apartándose de los lineamientos de la Ley 80. Para ello se expidió el Decreto 288 de 2004; flaco servicio se le presta a esta entidad, concebida para impulsar el desarrollo socioeconómico del país mediante la preparación, evaluación, estructuración y hasta la financiación de proyectos con tal fin, sobrecargándolo ahora con la responsabilidad de contratar obras por esa misma vía. La Constitución en su artículo 267 es clara al establecer que “El control fiscal es una función pública que ejercerá la Contraloría General de la República, la cual vigila la gestión fiscal de la administración y de los particulares o entidades que manejen fondos o bienes de la nación”. Allí donde el constituyente no distingue, no le cabe al intérprete hacerlo; en consecuencia, cuando se habla de “los particulares o entidades que manejen fondos o bienes de la Nación”, es claro que no por reputarse como particular quien los maneje está exento del control y vigilancia y hasta allá debe llegar la acción fiscalizadora del organismo de control; en ello no debe caber la menor duda o ambigüedad.


Sumas ingentes son ejecutadas a través de estas martingalas, en las que el interés público siempre resulta afectado. Más del 60% de los recursos del Fondo Nacional de Regalías han corrido esta suerte, para no hablar de los recursos que en su momento se manejaron correspondientes al Plan Colombia. Por todo ello y mucho más, no había tiempo que perder para ponerle coto a tanta transgresión de los principios esenciales de la objetividad, la economía y la transparencia en la contratación pública. Es bien sabido que “toda Ley demasiado transgredida es mala… corresponde al legislador cambiarla, a fin de que el desprecio por ella no se extienda a las leyes más justas…” (Margarita Yourcernar. Memorias de Adriano). Y eso fue lo que hizo el legislativo, después de varios intentos fallidos finalmente se aprobó la Ley 1150 de 2007.


Con esta reforma se buscó armonizar los procedimientos de contratación con las nuevas herramientas tecnológicas y asegurar la transparencia en la contratación, señalando los elementos que conducen a escoger la mejor oferta, para evitar el favorecimiento de proponentes, siendo así que las ofertas no podrán rechazarse por ausencia de requisitos o la falta de documentos que verifiquen las condiciones del proponente o soporten el contenido de su oferta. La Ley 80 de 1993, excluía a algunas entidades públicas de la aplicación del estatuto contractual. Con la modificación introducida por la Ley 1150 de 2007 se enfatiza en la aplicación de los principios de la función pública (Art. 209 C.P) a pesar de mantener su exclusión, así mismo se estipuló que se sujetarán al régimen de inhabilidades e incompatibilidades del mismo Estatuto de Contratación. Fue finalidad de la modificación introducida al Estatuto General de Contratación imprimirle mayor transparencia a los procesos de selección, tendiente a proporcionar a los oferentes un espacio en el que pudieran debatir o controvertir las decisiones de la administración. De manera concomitante el Gobierno Nacional expide el Decreto 2025 de junio 3 de 2009, con el cual se modificó parcialmente el Decreto 2474 de 2007, en el que se estipuló la obligatoriedad de hacer el traslado del informe de evaluación a los proponentes, aún, bajo la modalidad de selección abreviada de menor cuantía.


La ambigüedad y las zonas grises que persisten en el Estatuto de Contratación se convierten en fuente de controversias y litigios entre el Estado y los particulares, que no pocas veces terminan en fallos condenatorios en contra de la Nación, que han terminado por convertirse en una vena rota del presupuesto nacional, afectado por crecientes gastos contingentes a los que dan lugar. Al considerar que no se logró lo propuesto al expedir la nueva Ley por una parte y que además se han dejado sin efecto y declaradas inexequibles varias de sus normas, ello deriva en cierto grado de inseguridad jurídica, la que tanto abominan los inversionistas privados, de lo cual se sigue la necesidad de que Contraloría General de la República lidere un proceso legislativo que permita codificar la profusión de normas respecto del tema de la contratación para superar los vacíos que persisten en esta materia; tanto más clara resulte el régimen de contratación, más fácil discurre el control de los recursos públicos.


Tres años después de expedida la reforma, el zar anticorrupción Oscar Enrique Ortiz González sostiene que dicho Estatuto se burla “a través de múltiples modalidades”. Transparencia por Colombia asegura en su más reciente informe que sólo en el año pasado en todo el país hubo $3.6 billones contratados a través de las tantas figuras de excepción previstas en la nueva Ley (sin publicidad ni pluralidad, a través de contratos con cooperativas, urgencia manifiesta, organismos internacionales y contratos de menor cuantía), que hacen de la excepción la regla. El más reciente balance que hiciera el zar anticorrupción es impresionante: “hicimos una aproximación a partir de un estudio de 2008 de la Universidad Externado de Colombia y Transparencia por Colombia. Según esa encuesta, el promedio del valor de un soborno para acceder a la contratación pública era del 12.9%. Al aplicar ese porcentaje al presupuesto de inversión de la Nación para 2009, que es de $30 billones, el resultado es de $3.9 billones a precios reales de hoy” (El País. Septiembre, 6 de 2009). Para darnos una idea de la dimensión de la defraudación al Estado él mismo lo ilustra diciendo que con dicha suma se podría beneficiar a 347.000 familias de escasos recursos con subsidios de vivienda del orden de los $11.5 millones cada una, alcanzan para financiar 4 años del programa Familias en Acción que atiende a 3 millones de familias; dicha suma equivale al monto recaudado de dos reformas tributarias. Y eso que sólo está hablando del monto invertido por la Nación, quedan faltando los datos de municipios y departamentos en donde se da otro tanto.


Ello lo que demuestra es que no es suficiente con las reformas a la Ley, que no podemos caer en el fetichismo normativo de creer que basta con reformar la Ley trasgredida para acabar con la trasgresión, hay que ir mucho más allá en el combate contra la corrupción. No es cierto que la mayor profusión de cambios normativos por sí sola sirva de instrumento para garantizar una verdadera moralidad en la contratación administrativa, para asegurar sistemas de selección que garanticen una eficaz transparencia. Bien dijo Berulat, que “se asalta con más impunidad en un rincón de las leyes, que en un rincón del bosque”.


Bogotá, mayo 16 de 2010

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