Uribia es uno de los pueblos más
hermosos que uno pueda conocer en los
calendarios de su existencia y también uno de los más queridos y valorados para
quienes tenemos privilegio enorme de haber nacido en La Guajira, y más aún para
quienes nacimos en Maicao, esquina del
mundo en donde el árabe y el wayüu colorearon nuestra pluriculturalidad.
Uribia es uno de nuestros
hermanos por excelencia. Podría decir que un uribiero no se siente forastero en
Maicao ni un maicaero se siente extraño en Uribia. Hay una hermandad sólida,
sustentada en la cercanía de la distancia, en la proximidad de las querencias,
en las angustias del destino común y en el idioma inconfundible de la
solidaridad humana.
El sol inclemente del trópico
ilumina hasta el último rincón de La Guajira a las 12 del mediodía, pero el rey
de los astros reserva un mayor cúmulo de energía para que el suelo de la
antigua Capital Indígena sea la cuna de la metáfora en la que el cielo se
vuelve pródigo en obsequios para una raza que ha luchado con denuedo para
persistir en el tiempo aún por sobre los embates de la adversidad que a veces
se asoma por la circunferencia del tiempo para mostrar su rostro desapacible y
desagradable.
El espíritu de lucha de los
uribieros es mayor que la fuerza de cualquier adversidad. Por eso el lienzo de
su esperanza es la pizarra propicia para escribir una historia de amor sin
final entre el hombre y la tierra; entre el sol y el mar; entre el cardón y el
viento.
La ciudad estrella, en que todas
las calles convergen en la plaza principal es el refugio de la brisa y el
balcón de los sueños. En ella se mezclan las huellas de una historia gloriosa,
las bendiciones de las ciudades-pueblo y las comodidades de la impetuosa
modernidad. Uno puede ser feliz en Uribia, conectado al mundo de las redes
cibernéticas sin dejar de vivir la paz
de la realidad propia que nos conecta
con lo autóctono, con lo originario y con lo verdadero.
Un obelisco que se levanta hacia
como el cardón que reclama al cielo un poco de agua para mitigar su sed milenaria,
adorna la plaza principal y se constituye en el símbolo emblemático de una
vereda en donde la arena hirviente de su suelo alberga las pisadas de chivos y
ovejos en un maravilloso bullicio que se
convierte en el recordatorio de que mientras haya un rebaño en movimiento habrá
esperanza de prolongar la vida, de empujar los sueños del futuro como quien
hace rodar las traviesas agujas del
incansable reloj de la historia.
Me siento orgulloso de haber
nacido en la indómita península que también alberga a Uribia, tanto como los
uribieros se sienten orgullosos de su historia brillante, de la memoria lúcida
de los abuelos, de su cultura inmarcesible y de sus tardes tibias y tranquilas
abrigadas por crepúsculos indescriptibles dibujados por el sabio pincel del
Creador.
Uribia tiene esperanza y futuro.
Sueños e ilusiones. Pero sobre todo tiene el derecho inalienable a disfrutar de
la encantadora sinfonía surgida del encuentro feliz entre la brisa de oriente y
la iguaraya madura con el canto altivo de un solitario cardenal que desde lo
alto del trupío entona su melodía
libertaria.