Por: Fare Suárez Sarmiento
La palabra es el hombre, el único medio a través del cual se establece la diferencia con los otros animales. No es el razonamiento lógico como se cree. No sería posible la constatación de la existencia de éste, si no se manifiesta, se corporiza en la palabra.
El pensamiento humano se evidencia en la palabra, lo posibilita y naturaliza su hegemonía sobre las demás especies. El hombre no aprende a pensar, pues esta actividad tiene ocurrencia en un segmento del cuerpo que forma parte de su entidad síquica, la cual, a su vez, actúa de manera cohesiva con la entidad física.
Pero el hombre sí aprende a expresar lo que piensa. La palabra –entonces- traduce el pensamiento, y sirve como elemento de negociación de significados dentro de cualquier contexto sociolingüístico. No sólo vehiculiza las relaciones sociales, también las humaniza, las sacraliza y facilita la solución de las diferencias en el seno de las sociedades civilizadas.
Como disolvente de los conflictos humanos, la palabra cumple su función paliativa siempre y cuando la dicción se instaure en lugar de la acción, el decir se privilegie ante el hacer y, el pensar, anteceda a ambos. La palabra es el único camino para salir al encuentro del sentido, el que le otorga significado a la vida.
Pese al valor incuestionable de la palabra, la posmodernidad la mantiene secuestrada, muda frente a la comunicación icónica y demás expresiones semióticas que habitan nuestro diario vivir y convierten las relaciones interpersonales en mantos insensibles traducidos en teclas y botones.
Es responsabilidad de la escuela recuperar el estatus de la palabra. El desarrollo de las competencias comunicativas debe ser una prioridad, una urgencia de reivindicación donde el silencio no tenga lugar y la condición natural de hablar repliegue la cultura de la imagen. En este sentido, es necesario revisar la forma como se implementa el uso de la palabra en la escuela.
El continente de voces que se despliega antes del inicio de la jornada académica sufre la castración de las normas, de la censura, y los parlantes nativos quedan obligados a la utilización de un turno, una oportunidad para realizarse como individuos a través de la comunicación libre y espontánea.
La escuela debe tomar el discurso literal y pragmático como objeto de estudio permanente, crear conciencia entre los hablantes acerca de las violaciones de las reglas, sin coartar la expresión del pensamiento derivada de los diferentes contextos sociolingüísticos. Tal vez así, se entraría en un verdadero proceso de desarrollo de las competencias discursivas.
La competencia lingüística, pertenece al maestro, debe quedar en sus manos; no como mecanismo para descalificar la competencia discursiva del alumno, sino como pócima capaz de atenuar sus deficiencias comunicativas.
La escuela se asemeja al parlamento en cuanto a la actuación de sus integrantes. La palabra representa partidos, sella pactos, determina acuerdos, descubre intereses y deja correr el velo de la falsedad y lo que la inspira. En la escuela, la palabra basta para conocer, con algo de certeza, el nivel de alcance de los logros de aprendizaje, las falencias y necesidades, la ideología, la clase social, las esperanzas y los sueños.
No obstante, generalmente el maestro tiene que completar la intención del hablante, porque su escaso lexicón – el que el maestro aprueba- no le alcanza para comunicarse; pesar de que los alumnos pueden expresar entre ellos sus anhelos y sus metas, sin riesgos de censura semántica ni ortográfica.
Es cierto que la escuela debe ser guardián del buen decir y perfecto escribir. Pero también es cierto, el hecho de que los estudiantes se desempeñan en dos estados comunicativos: el lingüístico-formal, con fundamentos normativos y ocurrencia exclusiva en la escuela y el comunicativo-discursivo, con fundamentos pragmáticos y cuyo escenario varía de acuerdo con los grupos donde interactúa el sujeto.
La escuela ha fracasado en su intento de civilizar el discurso estudiantil; ni siquiera la inquisición prescriptiva de la lengua ha logrado permear la fortaleza comunicativa informal adquirida en la práctica, ya no de la lengua, sino del lenguaje. Esa práctica que crea y recrea el discurso, inventa nuevas voces, asume diversas acepciones y connota sin la rigidez ecléctica de la lingüística.
Personas que han leído este artículo desde el 26 de marzo a las 5:00 de la tarde hora colombiana:
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La palabra es el hombre, el único medio a través del cual se establece la diferencia con los otros animales. No es el razonamiento lógico como se cree. No sería posible la constatación de la existencia de éste, si no se manifiesta, se corporiza en la palabra.
El pensamiento humano se evidencia en la palabra, lo posibilita y naturaliza su hegemonía sobre las demás especies. El hombre no aprende a pensar, pues esta actividad tiene ocurrencia en un segmento del cuerpo que forma parte de su entidad síquica, la cual, a su vez, actúa de manera cohesiva con la entidad física.
Pero el hombre sí aprende a expresar lo que piensa. La palabra –entonces- traduce el pensamiento, y sirve como elemento de negociación de significados dentro de cualquier contexto sociolingüístico. No sólo vehiculiza las relaciones sociales, también las humaniza, las sacraliza y facilita la solución de las diferencias en el seno de las sociedades civilizadas.
Como disolvente de los conflictos humanos, la palabra cumple su función paliativa siempre y cuando la dicción se instaure en lugar de la acción, el decir se privilegie ante el hacer y, el pensar, anteceda a ambos. La palabra es el único camino para salir al encuentro del sentido, el que le otorga significado a la vida.
Pese al valor incuestionable de la palabra, la posmodernidad la mantiene secuestrada, muda frente a la comunicación icónica y demás expresiones semióticas que habitan nuestro diario vivir y convierten las relaciones interpersonales en mantos insensibles traducidos en teclas y botones.
Es responsabilidad de la escuela recuperar el estatus de la palabra. El desarrollo de las competencias comunicativas debe ser una prioridad, una urgencia de reivindicación donde el silencio no tenga lugar y la condición natural de hablar repliegue la cultura de la imagen. En este sentido, es necesario revisar la forma como se implementa el uso de la palabra en la escuela.
El continente de voces que se despliega antes del inicio de la jornada académica sufre la castración de las normas, de la censura, y los parlantes nativos quedan obligados a la utilización de un turno, una oportunidad para realizarse como individuos a través de la comunicación libre y espontánea.
La escuela debe tomar el discurso literal y pragmático como objeto de estudio permanente, crear conciencia entre los hablantes acerca de las violaciones de las reglas, sin coartar la expresión del pensamiento derivada de los diferentes contextos sociolingüísticos. Tal vez así, se entraría en un verdadero proceso de desarrollo de las competencias discursivas.
La competencia lingüística, pertenece al maestro, debe quedar en sus manos; no como mecanismo para descalificar la competencia discursiva del alumno, sino como pócima capaz de atenuar sus deficiencias comunicativas.
La escuela se asemeja al parlamento en cuanto a la actuación de sus integrantes. La palabra representa partidos, sella pactos, determina acuerdos, descubre intereses y deja correr el velo de la falsedad y lo que la inspira. En la escuela, la palabra basta para conocer, con algo de certeza, el nivel de alcance de los logros de aprendizaje, las falencias y necesidades, la ideología, la clase social, las esperanzas y los sueños.
No obstante, generalmente el maestro tiene que completar la intención del hablante, porque su escaso lexicón – el que el maestro aprueba- no le alcanza para comunicarse; pesar de que los alumnos pueden expresar entre ellos sus anhelos y sus metas, sin riesgos de censura semántica ni ortográfica.
Es cierto que la escuela debe ser guardián del buen decir y perfecto escribir. Pero también es cierto, el hecho de que los estudiantes se desempeñan en dos estados comunicativos: el lingüístico-formal, con fundamentos normativos y ocurrencia exclusiva en la escuela y el comunicativo-discursivo, con fundamentos pragmáticos y cuyo escenario varía de acuerdo con los grupos donde interactúa el sujeto.
La escuela ha fracasado en su intento de civilizar el discurso estudiantil; ni siquiera la inquisición prescriptiva de la lengua ha logrado permear la fortaleza comunicativa informal adquirida en la práctica, ya no de la lengua, sino del lenguaje. Esa práctica que crea y recrea el discurso, inventa nuevas voces, asume diversas acepciones y connota sin la rigidez ecléctica de la lingüística.
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