Por Nuria Barbosa León, Periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
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El Liceo de la ciudad de Morón, en la provincia cubana de Ciego de Ávila, es quizás similar a la creada en otros sitios del país, caracterizado por una fuerte edificación de varios pisos, con columnas enormes, techos altos y paredes forradas. En él se asociaban lo más selecto de la burguesía azucarera antes del triunfo de la Revolución.
A ese sitio se le nombraba también Colonia Española, y fue fundada por los inmigrantes ibéricos llegados a Cuba a finales del siglo XIX y principios del XX en busca de un bienestar económico negado en su tierra.
El lugar representaba la cúspide para los ratos de ocio, allí se reunía quienes tenían dinero para pagar mensualidades y disfrutar de los juegos del billar, el ajedrez, el dominó, conversar, beber cócteles, comer y hacer “negocios”.
La junta directiva del Liceo programaba actividades culturales y recreativas para sus socios, y, quienes no portaban la credencial no podían ni acercarse a sus puertas. La condición de socio se otorgaba después de realizar una investigación genealógica y comprobar la no existencia de negros en la familia.
Por cierto, también estaba la Unión Fraternal, un club donde asistía la mayor parte de los mestizos de Morón.
Los negros y mulatos eran la gran población carente de dinero para financiar un club e igualarlo a la Colonia Española y por eso su sede era un edificio de una sola planta, sin lujos, ni comodidades y con actividades poco atractivas.
Entrar al Liceo era la carta de triunfo para encontrar pareja y amistades solventes pero a su vez era la única forma de disfrutar de una orquesta de moda como la del Benny Moré, Riverside, ó Aragón. Allí se celebraron las mejores fiestas de quince del pueblo y los festines de mayor rango.
La carta de triunfo para los jóvenes, en los años 50, era saltar la cerca del patio y burlar la vigilancia de los directivos, escondidos detrás de la arboleda y entre la gente. Por eso aquella noche, nos reunimos tres del grupo y esperamos el momento para dar el brinco. Una vez dentro hicimos la gran apuesta: Salir por la puerta principal y después de concluido el baile.
Nos dispersamos y vi como votaron al primero, luego el segundo duró un poco más sin salir de su escondrijo, pero igual fue descubierto y echado. Se me ocurrió, entonces, una genial idea para ser el ganador.
Me aposté cerca de la orquesta y en un momento de descuido subí a la tarima, tomé los timbales y a tocar. Las luces no me dejaban ver al público y el sonido se me hizo muy melódico al punto que me dejó extasiado y no supe cuando se acercó el fuertote que dando traspié me bajó. Sin embargo, de la muchedumbre se iniciaron los aplausos y los chiflidos.
En toda aquella confusión no se sabía si era de aprobación o no. Los golpes me vinieron encima hasta que vi la calle como un respiro de libertad.
Al día siguiente salí en busca de mis amigos para cobrar la apuesta y mi gran sorpresa fue la publicación de un titular en el periódico local: “Se busca al negro del timbal”.