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jueves, 2 de junio de 2022

El nacimiento de la princesa


Y como  ha transcurrido gran parte del día y nadie me ha felicitado, les voy a hacer  el reclamo porque hoy, hoy es día de mi cumpleaños. Se sorprenderán porque su memoria no les avisó y el supersabelotodo Facebook tampoco les avisó.

Bueno, en realidad, cumplir años como tal…no. Pero en este día de hace un corto tiempo me ocurrió algo muy bonito. ¿Quieren saber que fue?

Paso entonces a contarle. Un 2 de junio me convertí en papá por primera vez.  

La historia es como sigue.

Habíamos ido al altar y un año después Carlene, mi esposa, estaba en los días en que se inicia la cuenta regresiva.

Un día de mayo, poco antes de las elecciones presidenciales, fuimos de nuevo al hospital.

- “El bebé puede nacer entre el 1 y el 10 de junio, nos dijo el doctor Jack Salá Mendoza nuestro vecino del barrio San Martín y médico de cabecera, quien había tenido a cargo los controles de rigor durante el embarazo.

-“Ojalá sea el 10 para que sea el regalo de cumpleaños de mi papá” dijo Carlene emocionada ante la probabilidad de esa afortunada coincidencia.

En cambio a mí las cuentas no me daban, para  que la criatura fuera mi regalo del día del padre.

El primer día de junio acudí la Universidad en Riohacha, presenté mi parcial de sociología y me fui a la biblioteca a estudiar para el de administración financiera. A eso de las 6 de la tarde emprendí el regreso a Maicao y cuando llegué a casa me recibieron  con la noticia de que algo estaba sucediendo en el vientre de la madre primeriza:

-“Carlene ya va a parir, se la llevaron a casa de la hermana Blanca, váyase rápido para allá”

La hermana Blanca no era sólo la pastora de la iglesia sino la mamá de Carlene, una mujer celosa con su familia.  Cuando su hija comenzó a dar muestras de que estaba en las horas claves, se apoderó de ella, la instaló en una habitación de su casa y mandó a llamar al médico. Allí estaban reunidos los abuelos, tíos, y hasta la junta directiva de la iglesia. Sólo faltaba la persona que a esa hora corría más rápido que los campeones olímpicos de los cien metros planos para llegar al sitio en donde debería de estar.

Cuando llegué con el cuerpo inundado de sudor y la lengua de corbata el médico ya venía saliendo. Quise preguntarle algo, pero él se adelantó:

-“Todavía no es hora, cualquier cosa me llaman, voy a estar en la casa”

Y cuando dijo “voy a estar en la casa”, señaló hacia una de las viviendas ubicadas en la acera opuesta. Realmente teníamos muy cerca al doctor.

Y pobre de él por vivir tan cerca. Su sueño era interrumpido cada dos horas, porque el bebé anunciaba su nacimiento pero después retornaba a la placidez de su vida en la burbuja de líquido amniótico en que era tan feliz.

A las 5 de la mañana del día siguiente un ojeroso y envejecido médico en el enésimo exámen a su atribulada paciente por fin dio la orden que todos esperábamos:

-“Vámonos para el hospital, se acerca la hora”

Y nos fuimos todos en una camioneta Wagonier con capacidad para siete personas en la que de forma milagrosa y en abierto desafío a las leyes de la matemáticas, la física (y de tránsito) nos encarapitamos más de una docena de pasajeros entre quienes se incluían abuelos, tíos, vecinos, amigos. Cuando arrancábamos alguien tuvo la cortesía de abrir también un campito para la parturienta y su médico.

En el hospital esperamos un buen rato pendientes de los  dos bombillo, uno azul y otro rosado que anunciaría el nacimiento y el sexo del  o de la recién nacida.

A las 9:04 de la mañana la tranquilidad del hospital fue interrumpida por un fuerte llanto que inundó habitaciones, pasillos, salas, jardines y siete cuadras circunvecinas. Sobre el marco de la puerta se encendió el bombillo rosado y todos nos fundimos en un fuerte abrazo y algunos alaridos de felicidad que sólo fueron interrumpidos cuando el pastor Santander Ortega, abuelo de la niña nos invitó a orar para dar gracias a Dios.

Había venido al mundo Genevi, nombre que le eligieron sus abuelos, apócope de Genevieve, nombre en otro idioma de la bella ciudad de Ginebra y que tiene varios significados dependiendo del idioma del que se trate. En céltico es “ola blanca”; en francés y alemán: “de la raza de las mujeres”.

 

Como defensor del idioma nuestro prefería un nombre criollo fácil de pronunciar, común y hermoso como Juana, María, Dominga, Isnelda (como la abuela) Perfecta o Domitila, pero la familia me los rechazaba con serios gestos de desaprobación y acusaciones sobre supuesto mal gusto.

Me trancé con el rarísimo “Genevie” pero logré imponer mis dos condiciones: 1. Que me permitieran  “castellanizarlo”  y 2. Que me dieran libertad para escoger el segundo nombre. En uso de la primera condición decidí que el nombre se escribiría Yenevi y el segundo nombre sería Carlene, en homenaje al amor con que la sacrificada madre llevó en el vientre a semejante estrella de la belleza y la inteligencia durante nueve meses.

 

Tal vez nada de lo que he contado sea importante para usted,  pero lo es para mí que estoy cumpliendo años desde el día en que se encendió el bombillo rosado para anunciarme que me había convertido en papá por primera vez.

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