A veces asistimos al triste y muy continuo espectáculo de los famélicos niños indígenas deambulando sin parar por las zonas céntricas de las más importantes ciudades de La Guajira con sus ojitos inundados por la desesperanza, en búsqueda de un esquivo pedazo de pan que deben mendingarle a los indiferentes comensales de los suntuosos restaurantes en donde la presencia del pequeño e inoportuno visitante suele producir tantas molestias.
Cuando vemos a los pueblos y cabeceras municipales hundidos en el subdesarrollo y en el atraso centenario con el cual conviven como seres silentes, taciturnos y dóciles, como si fuera la única forma de vida posible, mientras los cuantiosos recursos de los cuales fueron dotados por la naturaleza se pierden por el caño perforado de la corrupción administrativa o por la tubería ancha e insaciable de la descomposición moral.
Cuando la calidad lamentable de los servicios públicos condena a los ciudadanos a soportar las enormes incomodidades propias de la limitación y los somete a inmisericordes condiciones, especialmente las empresas que deben proveerlos de agua y energía eléctrica. Cuando se observa la deprimente calidad de éstos servicios como si quienes están suscritos a lo mismo fueran personas de cuarta categoría y no hombres y mujeres decentes cobijados por el mandato constitucional del “estado social de derecho”.
Cuando vemos a los hombres y mujeres de la Guajira sometidos a la esclavitud ignominiosa del sempiterno desempleo o refugiados por cruel obligación en la cueva oscura y aterradora del desempleo sin que se cumplan sus ilusiones de poner sus manos y su inteligencia en una tarea útil para la sociedad, mediante la cual puedan, además, obtener un ingreso digno con el cual puedan cumplir la obligación sagrada de sostener a sus familias.
Cuando nos enteramos de los datos escalofriantes de la terrible inseguridad que nos rodea y de sus espantosas consecuencias, representadas en horrendos homicidios, espeluznantes masacres, impresionantes atentados contra la propiedad privada y la integridad física de los inermes habitantes de ciudades protegidas únicamente por delicada presencia del Ángel de la Guarda y abandonados a su suerte por las autoridades quienes, ocupados seguramente en asuntos más importantes, han desistido de cumplir con su deber más elemental de cuidar la vida, honra y bienes de sus compatriotas.
Cuando miramos a un lado y otro y nos encontramos de frente con un panorama difícil, intrincado y difícil de abordar, se nos ocurre que es el momento de reaccionar, abandonar el letargo centenario y emprender con decisión las actividades que puedan conducir a un cambio verdadero y urgente.
El desarrollo de las comunidades no puede seguir huérfano como ha estado: huérfano de dolientes, amigos inclinados a impulsarlo, de misioneros del progreso convencidos de que su aporte es valioso, indispensable e inaplazable.
Porque esa orfandad dañina y perturbadora debe llegar a su fin es necesario que la escuela, el sistema educativo y la sociedad, se dedique de manera seria a formar una nueva generación de líderes para quienes la transparencia, el desprendimiento y la generosidad sean parte de su estilo de vida. Se necesitan líderes renovados, serios, con temor de Dios, con pudor a toda prueba. Hombres y mujeres que no se compran ni se vendad, aunque tiemble la tierra y se desplomen los cielos. La sociedad los necesita con prontitud y Dios los busca con ansiedad.