Por: Alejandro Rutto Martínez
Los caminos que el hombre ha hecho a los largo de la península se parecen a las cicatrices que el tiempo ha perfilado en la piel de nuestro planeta: largos, interminables, por momentos imperceptibles y casi siempre caprichosos. Pero tienen un significado y un punto de llegada. Así es el universo wayüu: colorido, rico en historias y recuerdos, apropiado de su arte, de su paciencia y de su esperanza.
Al vivir entre ellos he aprendido a quererlos y a entenderlos: sé que no ven el mundo como lo vemos otras personas y he llegado a la conclusión que entre ellos todo tiene un significado.
Hace unos días, en horas de la noche, la directora del Centro Etnoeducativo Número 14, Obdulia Ibarra, me invitó a la ceremonia de graduación de sus estudiantes de la sede de Warrutka. No me sobraba el tiempo (nunca me sobra) y la verdad no estaban dadas las condiciones para viajar allá, pero...resulta que hasta el nombre de la comunidad es tan atractivo que hice todo lo posible por acompañar a los niños y niñas en la celebración de este importante logro.
Me detengo para decirles que, en verdad, terminar el preescolar y la primaria es un importante logro en una zona en donde todo es tan difícil: desde cultivar el frijolito guajiro en medio condiciones adversas, hasta criar los chivos en medio del ataque frecuente de graves enfermedades que en unos pocos días pueden acabar con un hato de cientos de animales.
Sigo con la historia: la directora me prometió que el guía, gran conocedor del terreno me recogería a las 9 de la mañana y en esas quedamos. Pero se hicieron las diez y el hombre no aparecía, de manera que a las 10 y 30 decidí cancelar la excursión, pero...exactamente a esa hora apareció el profesor Víctor con el encargo perentorio de llevarme a la comunidad. Estuve a punto de protestar por la tardanza pero a mis oídos llegó la voz tantas veces oída en otras circunstancias: los wayüu tienen un concepto del tiempo distinto al de los demás y un poco de más o un poco de menos no es motivo de contrariedad. De manera que emprendimos el viaje con dos horas de retraso y en 10 minutos deberíamos estar en los grados junto a un puñado de felices niños y jóvenes quienes con una sonrisa, un friche y una buena sopa de chivo celebrarían el final del año lectivo.
Tan concentrado iba en el exuberante paisaje rural que no me percaté de que las traviesas agujas del reloj se habían movido demasiado de prisa y teníamos media hora de estar en marcha. ¿No me dijeron que eran 10 minutos de viaje? Le pregunté a nuestro guía. "Ya estamos cerca" me dijo, mientras señalaba el tupido horizonte con su dedo índice derecho. Entonces recordé que para mis hermanos wayüu la palabra "cerca" no siempre significa lo que se lee en los diccionarios que estamos acostumbrados a consultar. Y me despojé de la prisa para dedicarme a disfrutar del calorcito que se filtraba por la ventana entreabierta y del concierto de una bandada de pájaros cuya orquesta se había instalado en la copa de tres trupillos invadidos por la maleza.
El camino serpenteaba a izquierda y a derecha y por momentos desaparecía por completo y debíamos encomendarnos por completo a la pericia y al conocimiento de quien tantas veces lo había transitado. El barro seco y el lodo humedecido se alternaban en cada curva y daban cuenta de que estábamos en pleno invierno tropical de La Guajira: una época bendita porque le pone fin a la sequía que mata de sed a los chivos y a los cultivos y una época ingrata porque ahoga las siembras y los animales. Así es La Guajira: nada es completo ni absoluto y todo puede ser al mismo tiempo beneficiosos y perjudicial.
El barro duro, la tierra y las arenas movedizas se turnaban en aquel camino estrecho y casi impenetrable cuando de repente nuestro vehículo se detuvo en seco y entonces se negó tercamente a seguir andando. "Estamos atrapados por las arenas movedizas", me informó nuestro taciturno conductor quien de esta manera pronunciaba sus seis únicas palabras de todo el recorrido.
Miré por la ventana y comprendí que era imposible bajar sin meter en el barro mis zapatos, que estaban tan limpios y relucientes como deben estar cada vez que su dueño preside una ceremonia de grado. Abrí la puerta con decisión y pisé el terreno para comprobar lo que ya sospechaba: estábamos sobre una verdadera mina de arena movedizas y de lodo que no tardó en estar adherido a mis pies, a mis zapatos y a mis tobillos.
Hicimos todo lo que pudimos para desatascar el vehículo pero nada nos dio resultado. Alcancé a escuchar a nuestro guía, mientras se alejaba para buscar un tronco seco, que por otro lado, por Poromana, había un camino mejor y más corto. ¿Y por qué no nos fuimos por allá?, le pregunté. No alcancé a escuchar su respuesta pero recordé una de las máximas de la vida: cuando estás atascado en el barro, siempre hay alguien que te dice, que había un camino mejor.
El profesor Víctor llegó con un tronco resquebrajado que no nos sirvió de mucho, excepto para ver sobre su superficie un enfurecido alacrán de color marrón verdoso ( ¡Les aseguro que ese era su color!) caminando hacia nosotros, con sus ojos clavados en los míos y con la ponzoña erecta y casi a la altura de sus fuertes pinzas, como para que no nos quedara dudas de que su actitud era una evidente declaración de guerra a los intrusos que violentábamos su rutina . Como soy un hombre de paz y sé que no hay enemigos pequeños, me retiré de ese lugar mientras el amigo Víctor aceptaba el combate y con serenidad pasmosa utilizaba una rama y un vidrio para despojar al enemigo de arma de combate. El alacrán se fue huyendo, desponzoñado (¿se dirá así?) pero vivo, para recobrar fuerzas, mientras desde la dirección opuesta se acercaba la brigada de cinco estudiantes y tres padres de familia que habían sido enviados para rescatarnos.
Respiré aliviado al verlos porque su presencia era nuestra esperanza para librarnos del barro. "Apenas salgamos de aquí (si es que salimos) , damos marcha atrás y nos regresamos", me dijo el ángel malo a mi oído.
Nuestros libertadores, machete en mano, cortaron ramas secas, trajeron más troncos sacaron mucho barro con una pala redonda y me invitaron para que los ayudara a empujar. Así lo hice y con mjucha satisfacción pude observar cómo el carro, antes testarudo, salió de manera obediente hasta la tierra seca de la otra orilla en donde todos celebramos nuestro regreso a la libertad. "Regresémonos por donde vinimos, o por un camino mejor, pero ya mismo", volvió a decirme el ángel malo. Pero una dulce vocecita, como la de los muñequitos buenos en los dibujos animados de la tele, me dijo "Sigamos adelante, que los niños todavía están esperando"
Como siempre escucho al ángel bueno, unos minutos más tarde estábamos pasando frente al cementerio ancestral y un poco después estábamos bajo el gigantesco árbol que hace las veces de plaza principal y escuela de Warrutka en donde nos esperaba radiante la directora Obdulia quien había hecho el mismo viaje que yo, pero por la vía de Poromana a través de una muy buena carretera que la condujo casi a orillas del Río Ranchería en donde había tomado una canoa y allí estaba, cumpliendo desde temprano su cita con la comunidad. Todos estábamos muy felices, con la diferencia de que yo en ese momento tenía barro hasta en el blanco del ojo y no estaba como para salir en la foto del recuerdo de los grados.
Pero la felicidad que sentía de cumplirle a nuestros niños y a nuestros hermanos wayüu eran mayor que cualquier inconveniente. Vicente Bouriyú, autoridad tradicional de la zona, vestido con su camisa de mangas largas y su sombrero de gabardina, me recibió con el abrazo que se le da a los amigos de toda la vida y con un familiar "Dios te bendiga waré". Me llamó la atención el pequeño libro azul que portaba en su bolsillo izquierdo: se trataba de un ejemplar del Nuevo Testamento en el que estudia la palabra de Dios y le encuentra mayor significado a su relación con Maleiwa.
No me dieron tiempo de saludar a todos los presentes con un apretón de manos porque los niños estaban ansiosos por tomarse la foto conmigo (como si yo fuera una celebridad) como recuerdo de ese día especial. Les dije que mi camisa, mi pantalón, mis zapatos y mi cara, salpicados de barro, no estaban como para fotos de gala. El asunto lo resolvió el profesor Oscar Ibarra, quien me prestó su propia guayabera azul bien limpia y bien planchada, de manera que pronto tuvimos las deseadas fotos del grado y también las de una escuela donada por una misión extranjera a la que aún le hace falta el techo, las puertas y la pared divisoria. Cuando la hayamos terminado los niños recibirán sus clases en otras condiciones, aunque siempre tendrán a su disposición, cuando la necesiten, la sombra del gigantesco higuito que siempre los ha protegido.
Desde luego, no nos dejaron regresar sin deleitarnos con el almuerzo que degustamos mientras la tibia brisa del mediodía acariciaba mi rostro tostado por el sol. Les prometí que le contaría al mundo que en las entrañas del bosque de trupillos y cactus existe Warrutka una comunidad llena de amor y deseos de salir adelante que necesita médicos, escuelas y mejores condiciones de trabajo para subsistir y conservar sus usos y costumbres.
Mientras regresaba vi el tronco de un viejo árbol a punto de sucumbir por los embates del tiempo y sentí lástima por los pájaros que hacían sus nidos en las últimas ramas mecidas peligrosamente por las brisas de la llanura. Algún día el árbol será vencido por las fuerzas de la naturaleza y entonces su tronco solo será habitado por alacranes en pie de guerra.
La gran nación wayüu, en cambio, siempre estará en pie, y sus niños sonreirán y tejerán con la palabra el aliento nuevo que les permitirá seguir el ejemplo de sus papás y del tío Vicente Bouriyú quien con su sabiduría, sombrero de gabardina y su Nuevo Testamento, los guiará hacia un porvenir en el que conserven sus usos y costumbres y tengan las escuelas, los hospitales y los medios de trabajo necesarios para una vida digna en ese hermoso y plácido universo surcado por la eternidad.
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