Amylkar D. Acosta M[1]
“Uno nunca debe desperdiciar una buena crisis”
Churchill
Colombia cometió dos pecados
capitales: el haberle dado la espalda al mar y el haber abandonado el campo a
su propia suerte. En todas partes del mundo, en especial en aquellos países
emergentes que han logrado desarrollarse, las factorías se han localizado en
los litorales, más cerca de los puertos, ganando con ello ventajas comparativas y competitividad.
En Colombia, a contrapelo de dicha tendencia, se han ubicado en el centro del
país, con el agravante de la falta de vías que lo conecten con las costas con
que cuenta nuestro país, bañado por dos mares, que al decir de López de Meza
tiene el privilegio de ser la esquina
oceánica de Suramérica.
Y el abandono del campo es proverbial, ni la
economía campesina ni la agroindustria han podido pelechar, de allí que
históricamente casi siempre ha crecido por debajo de la economía y la ausencia
del Estado ha permitido que los ilegales copen ese vacío e impongan su ley, ya
sea por la fuerza o a través de la cooptación. Cómo será el abandono que
tuvimos que esperar 45 años, desde 1970, para que se realizara un Censo
agropecuario para saber siquiera qué ha pasado en el campo colombiano durante
tan dilatado periodo, el cual ha estado atravesado por la violencia de todos
los pelambres.
El fenómeno de descampesinización
en Colombia no tiene nada que ver con los procesos que registra la historia
como etapa embrionaria del desarrollo del capitalismo clásico, entre otras
cosas porque en Colombia el desarrollo del capitalismo fue tardío y deforme.
Agran diferencia entre lo acecido en Colombia y en los países desarrollados es
que en estos el desplazamiento de los campesinos a las ciudades obedeció a su
industrialización, mientras tanto en nuestro país se ha producido un virtual
vaciamiento del campo por cuenta de la pobreza y la violencia que los confina o
expulsa hacia los cinturones de miseria de las ciudades. En el campo se
concentra la pobreza, el analfabetismo, el desempleo y la exclusión social,
principales lacras de la sociedad colombiana, una de las más desiguales del mundo.
Colombia en los últimos años ha avanzado en la superación de la pobreza, aunque
esta sigue siendo mucho mayor en el campo (13´121.000 siguen en la pobreza
extrema), pero no en lo atinente a la desigualdad que, por el contrario, se
acentúa. Basta con decir que el Gini rural
pasó de 0.74 a 0.88 y no es para menos habida cuenta que el 77% de la
tierra la acapara el 13% de los propietarios, al tiempo que el 36% de estos
poseen el 30% de la tierra.
LA RURALIDAD COLOMBIANA
El campo colombiano no se reduce
a la agricultura y a la ganadería, afectadas hace muchos años por el
raquitismo, sobre todo desde la apertura atolondrada hacia adentro decretada en 1991. Es muy diciente que, como lo
afirma el experto Juan José Perfetti, “en Colombia desde el año 2005 la
producción agrícola total se mantiene
alrededor de los 25 millones de toneladas”. Resulta patético comprobar que
teniendo 7 millones de hectáreas aptas para el cultivo de maíz, arroz y soya a
480 kilómetros de Bogotá, estemos importando más de 10 millones de toneladas de
granos y aceites desde Argentina que dista 10.700 kilómetros de Bogotá, de
Brasil que está a 9.000 kilómetros o de Iowa (EEUU) a 6.500 kilómetros. Y ello
pasa, sencillamente, porque en otras latitudes el agricultor y la agricultura
cuentan con el apoyo y el estímulo por parte del Estado con los que no cuenta
el campo colombiano.
El campo Colombiano ha sido el
teatro de esta guerra cruel y cruenta que lo ha asolado, pero es también el
escenario de una gran conflictividad socio-ambiental que muy seguramente se va
a ver exacerbada en el postconflicto. Uno de sus principales catalizadores es
la falta de un ordenamiento del territorio, dando ello lugar a un conflicto de usos y de ocupación del
territorio. Por ello celebramos que desde el DNP se estén ahora impulsando
los planes de ordenamiento territorial departamentales, que deberán complementarse con los regionales. La Ley Orgánica de
Ordenamiento Territorial (LOOT)[2]
que debió ocuparse de ello no lo hizo, esa sigue siendo una asignatura pendiente.
Además, a los conflictos sociales que suscita el conflicto de usos y ocupación
del territorio se ha venido a sumar el conflicto
de competencias entre las distintas instancias del Gobierno, las cuales han
obligado a las altas cortes a terciar en un sentido u otro, generando de
contera una gran inestabilidad e inseguridad jurídica. Basta con mencionar, a
guisa de ejemplo, lo acontecido a propósito de la delimitación de los páramos y
la prohibición de actividades productivas dentro de sus linderos o el pulso
entre la autoridad nacional minera y las entidades territoriales en torno a la
facultad de la exclusión de la actividad minera en determinadas áreas de la
geografía nacional.
El Informe del Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD)[3],
que tuvo como Director académico al reputado profesor Absalón Machado, fue
muy descarnado en su diagnóstico:
“Colombia es más rural de lo que se cree, pero cuenta hoy con más hectáreas en minería que en producción de alimentos.
El Gobierno firma tratados y asociaciones de libre comercio y crea incentivos
para el empresariado agroindustrial pero, con honrosas excepciones, el
desempeño productivo agropecuario deja mucho qué desear. Entre tanto, sectores de pequeños y medianos campesinos
esperan del Estado medidas de más envergadura para evitar que sus economías
desaparezcan o queden reducidas apenas a medios de sobrevivencia”[4].
Pero, preocupa aún más la constatación de que no obstante “la mayor
vulnerabilidad de los pobladores rurales…la
institucionalidad estatal para atenderlos se ha debilitado o desaparecido y las
coberturas en la provisión de bienes y servicios públicos (educación, agua
potable, infraestructura, salud, saneamiento básico, asistencia técnica,
etcétera) no se comparan con el peso de
las estrategias y programas de subsidios sectoriales que en la práctica
benefician a quienes tienen más capacidades y recursos”[5].
Así es como se difumina el Estado, cuando no es que reduce a su función a
servir de gendarme, lo cual ha llevado a los campesinos a percibir el conflicto
armado que padecen como una guerra ajena
a ellos, que son quienes sirven de carne de cañón, ya sea como conscriptos o como proscritos.
LA MISIÓN RURAL
Enhorabuena tres años después del
Informe del PNUD se dieron a conocer los resultados de la Misión para la transformación del Campo, bajo la batuta del ex
ministro de Hacienda José Antonio Ocampo, con miras a “saldar la deuda histórica con el campo” colombiano. Esta Misión
vino a llenar un vacío, el de la falta de una Política de Estado tendiente a
sacar al campo y a los campesinos de su postración inveterada, generando condiciones de protección,
inclusión y cohesión social, elementos esenciales para construir una paz
estable y duradera.
Su objetivo es claro, se trata de “garantizar oportunidades
económicas y derechos económicos, sociales y culturales a nuestros habitantes
rurales” y a quienes retornen añadiríamos nosotros, “para que tengan la opción
de vivir la vida digna que quieren y valoran”, reconstruyendo el tejido social desgarrado por la violencia despiadada
que los ha escarnecido. Tres son sus ejes fundamentales: el enfoque
territorial diferencial y participativo de las políticas públicas, en las que
sus habitantes no sean convidados de piedra, el desarrollo como proceso integral que promueva la movilidad
social ascendente, desechando el facilismo del asistencialismo para que los
habitantes rurales sean sujetos de derechos y dejen de ser ciudadanos de
segunda categoría y la provisión de bienes públicos de gran impacto económico, social
y ambiental, de suerte que se faciliten las labores del campo. No es sólo
coincidencia el hecho que el primer punto de la Agenda que se negocia en La
Habana y que ya fue acordado entre las partes le venga como anillo al dedo a la
Misión rural, tanto en sus objetivos como en sus propósitos de desactivar los
factores que sirven de caldo de cultivo a la violencia y a la criminalidad.
Estamos hablando de más de 12 millones de compatriotas que
directa o indirectamente derivan su subsistencia o dependen de la ruralidad
colombiana, como quien dice la cuarta parte de la población; es la suerte de
todos ellos la que está en juego. Por ello, además de los aspectos ya
mencionados hay que propender también por ofrecer seguridad en la tenencia de la tierra, la cual pasa por un catastro multipropósito bien hecho, por
el fiel cumplimiento de la Ley de víctimas y restitución de tierras[6]
a quienes se la usurparon, por el saneamiento de títulos, lo cual no riñe para
nada con el cumplimiento de los acuerdos
de La Habana, que no tiene por qué poner en tela de juicio la propiedad privada
adquirida con justo título y buena fe. Un aspecto inescapable de este nuevo
arreglo es el que hace relación a la seguridad
alimentaria y la reducción de la alta tasa de desnutrición, que es mucho
mayor en el campo que en la ciudad.
Por lo demás este es uno de los Objetivos
del Desarrollo Sostenible (ODS) promovidos por las Naciones Unidas y liderado,
nada menos, por Colombia. Es un axioma irrefutable que sin seguridad alimentaria no habrá paz y sin paz tampoco habrá
seguridad alimentaria, así de sencillo. En esta nueva agenda del país no puede quedar por fuera lo relativo a los
recursos naturales y al medio ambiente, máxime cuando Colombia es al mismo
tiempo el primer país en el mundo en biodiversidad por kilómetro cuadrado y el
tercero en vulnerabilidad frente al cambio y la variabilidad climática. Está a
la vista que los mayores estragos de la ola invernal 2010 – 2011 y ahora por
cuenta de la sequía 2014-2016 es el campo, que se ha visto agostado por la
inclemencia del tiempo, dada su mayor
vulnerabilidad en un país con tan alta exposición a estos fenómenos
extremos.
NO SÓLO TIERRA
Además, como lo plantea el
Director de la FAO, José Graziano Da Silva, “no basta que los agricultores
tengan la tierra o el acceso a ella, sino también los insumos, bienes y
servicios públicos y recursos financieros”[7].
Así mismo, es fundamental el acceso a los
mercados, pues “sólo con acceso a los mercados los productores son capaces
de absorber las tecnologías mejoradas” y así elevar su productividad y
competitividad. De allí la importancia de
promover y promocionar las compras locales y la sustitución de productos
importados que se pueden producir en el país. En este sentido, un paso
importante sería que como política pública se contribuyera para que sean
productores y proveedores locales los que suministren los alimentos requeridos
por el Programa de Alimentación Escolar (PAE), garantizándoles a los campesinos
la compra directa, sin intermediarios,
estimulando de esta manera la agricultura familiar.
Nada de lo anterior es posible
llevarlo a la práctica si no es sobre la base de desarrollar capacidades tanto en los agentes públicos como en los
privados en las regiones, desde luego con
un enfoque diferencial y diferenciado, que consulte la abigarrada
diversidad étnica y cultural de las distintas regiones, así como las enormes
brechas interregionales e intrarregionales que caracterizan nuestra realidad
territorial. Pasa también por el fortalecimiento de los gobiernos intermedios
(departamentos y municipios) que se han visto abrumados en los últimos años por
un cúmulo de funciones y competencias que le han sido delegadas o trasladadas
inconsulta y desatentadamente, pero sin
los recursos necesarios y suficientes para asumirlas, entre ellas la Ley de
victimas y restitución de tierras o la atención a los desplazados.
Concomitantemente tiene que darse una adecuación y adaptación de una nueva
institucionalidad que se adecue a las necesidades de los nuevos tiempos y a los
nuevos retos, para ello hay que ser creativos, imaginativos y dejar de
aferrarse al statu quo. Claro que la atención y la reparación de las victimas,
así como la restitución de tierras, el retorno de los desplazados, la
desmovilización y el desarme de la insurgencia, así como su reinserción a la
vida civil, todo ello tendrá ocurrencia en el territorio y por ende las
autoridades locales y regionales son las llamadas a facilitarlo, para lo cual,
desde luego, deberán contar con medios y recursos con los que hoy no
cuentan.
Santa Marta, marzo 25 de 2016
www.fnd.org.co
No hay comentarios:
Publicar un comentario