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La historia es peregrina y viajera: anuda en los puertos del sentimiento transita sin afanes por los muelles de la tranquilidad desde el alba hasta la noche sin que nadie se atreva a poner en duda su reputación de dama seria y serena.
Sólo cuando el estudioso la sigue con paciencia y se embriaga observando su andar, cadencioso y coqueto, puede conocerla a fondo y descubrir sus deslices con el error, sus aventuras con el naufragio de la verdad y su tierno idilio con la incertidumbre.
Esa es la historia de la ciudad de los amores; la del supuesto fundador, perteneciente al ejército de los invasores que desde 1.492 tuvo la insolencia de atribuirse el descubrimiento de un territorio con vida y ciencia propia desde mucho años antes de que ellos llegaran. De los negros aferrados al milagro de la libertad y de los indios que luchan contra el naufragio en los tiempos borrascosos de una globalización afectuosa con las cosas y despectiva los humanos.
La historia, cuando se la estudia con pasión ofrece su néctar embriagante a quien quiera degustar sus racimos de hechos amargos, almibarados o ácidos con los cuales se ha ido el la sustancia del tiempo.
Y la historia de Riohacha es tranquila y bella como sus atardeceres rojizos pero un día el campanario del presente anuncia la hora de revisar los hechos y entonces, el relámpago de la lucidez, ilumina sobre los hechos inexplorados y parecen nuevas verdades y nuevas versiones que apuntan siempre a un encuentro de la ciudad con sus raíces amerindias, africanas y europeas.